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En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En Manabí, el viche es más que un plato. Es la reina de las sopas y tiene hasta un récord Guinness por haber hecho la versión más grande del mundo.
Este potaje nutritivo y restaurador es una tradición reconocida en el Patrimonio del Ecuador. Con olor a mar, tierra y campo, los domingos en las familias, los viernes en los restaurantes (especialmente en Semana Santa), el viche es irreemplazable. Apenas toma una hora en preparar, pero lleva consigo siglos de historia y a pesar de que se hace de muchas maneras, en la comuna Las Gilces se ha revalorizado como bien patrimonial y atractivo turístico clave. El secreto reside en el gordito de maní, salsa espesa que acoge amorosamente a cada ingrediente. Entre ellos destaca la achogcha, una especie de pepino pequeño, con un sabor suave, casi herbal, que se cocina lentamente junto a la yuca, el plátano, el choclo y una variedad de mariscos que le dan al viche su identidad. Tradicionalmente hecho con pescado, hoy lo encontramos con camarones, langostinos y otros mariscos, adaptándose a gustos y preferencias. Es tan versátil que, si alguna verdura falta, siempre hay otra que toma la posta. Es cuestión de ingenio, ese ingenio manabita que sabe transformar lo sencillo en sublime.
La historia cuenta que las abuelas solían llevar el viche en grandes bandejas para venderlo a los trabajadores del campo, que con este caldo espeso quedaban fuertes como el mico para seguir la jornada. De su origen, se cree que los indígenas milenarios encontraron abundancia de pejes, legumbres y verduras, comenzaron a combinar ingredientes con maní y dieron con este plato emblemático. Hoy, el viche es símbolo de resistencia y cohesión social, que se comparte con orgullo y celebra la herencia y tradición.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En el cerro La Mona está la comunidad El Mamey donde cocinar un buen caldo de gallina es tradición montuvia. Este plato no conoce de horarios ni de fechas en el calendario.
La preparación es un ritual. La yuca no debe compartir el mismo espacio con la gallina en la olla. Se cocina aparte, pues dice el secreto que su presencia en el caldo es como ladrón que roba el sabor y deja al caldo sin su esencia. Solo las más sabias conocen y lo han transmitido a través del tiempo.
La gallina tiene su carácter. Si es joven, no se hace esperar mucho en la olla; pero si ya lleva años corriendo por el patio, se toma su tiempo, exigiendo jarta paciencia y dedicación, pero vale la pena porque es sabido el dicho “gallina vieja da buen caldo”.
Mientras el caldo va tomando cuerpo y sabor, caprichoso como es, no se puede dejar de chapear porque mientras se va reduciendo, hay que añadir agua con cuidado para que no se vuelva salado.
El toque final lo pone quien está a cargo, con mano experta y bien puesto asunto, agrega un cogollo de orégano que le da al caldo un sabor especial.
Con precisión casi artística, se pica finamente cebollín, cilantro y hierbabuena, y se esparce sobre el plato, justo antes de servirlo. Ni antes ni después. Este último toque realza el sabor y perfuma el caldo, con un aroma que va por todas las endijas.
Aunque simple en apariencia, guarda en su preparación el alma de la chacra manaba. Con variaciones y versiones propias según qué Zambrano o Cedeño lo haga, este caldo alimenta el cuerpo, hace lo propio con el espíritu, desde la sencillez de la vida cotidiana, con tradición e identidad. Y eso se sabe solo después de probarlo y si está bueno, hasta chigualos inspira.
120 Minutos.
Cualquier dolama o cansancio se olvida con este plato de tradición pura, la tonga es un recuerdo envuelto en hojas de plátano que nos remonta a tiempos del boom
cauchero. Nació como una vianda para los cosechadores, con lo que había a mano: hojas de plátano o bijao y una base de jerén, el maíz manabita.
Con una preparación que toma alrededor de dos horas, este plato se cocina a lo largo del año, manteniendo viva una costumbre que valora lo natural y sustentable.
La hoja de plátano es el envoltorio y aporta levaduras probióticas que se activan con el calor y el contacto con los ingredientes, creando un sabor inigualable.
Aunque los tiempos han cambiado, la tonga mantiene su esencia: envuelve proteínas y carbohidratos, acompañados del gordito de maní. Alguna vez fue el sustento de los trabajadores rurales, hoy es un símbolo de la cocina montuvia.
Si buscas la auténtica experiencia de la tonga pata amarilla, los destinos obligados son el sector Pai Pai antes de llegar a La Estancilla, en Tosagua; las Jaguas de Rocafuerte y Rambuche, en Jama.
120 Minutos.
Tradicional.
Ancestralmente en Manabí, el encebollado fue un plato de caldo transparente que tomó color y otras bondades con el tiempo.
El encebollado es como ese hijo del que todos quieren hacerse cargo, un verdadero tesoro culinario que, donde se pruebe, siempre se luce con sus particularidades. Es un plato que se pre- para todo el año, pero su historia y sabor trascienden fronteras y generaciones. Dicen que este invento es mejor que la penicilina, porque no hay mal que un buen encebollado no cure: desde la resaca más feroz hasta el corazón roto, este plato lo resuelve todo. Con su caldo robusto, trozos de pescado fresco, yucas tiernas,
y esa cebolla encurtida que le da el toque mágico, cada cucharada es un viaje que reconforta con ese sabor auténtico que abraza el alma y llena de nostalgia.
El encebollado es una celebración de lo nuestro y que ha conquistado generaciones.
90 Minutos.
Tradicional
Que por qué se llama corviche? Dice la sabiduría po- pular que es por ser una masa encorvada. Lo cierto es que es riquijijijimo y se ha vuelto más que un simple bocadillo: es un emblema de la identidad. Nació en La Estancilla, una parroquia en Tosagua, y desde allí se desplazó hacia todos los puntos cardinales de la provincia.
Fue llevado por los caminos polvorientos hasta Cascol, al sur, donde se convirtió en una parada obligatoria para los turistas y es ahora uno de los corviches más célebres de Manabí. ¡Allí no hay escapatoria, un corviche es una promesa de felicidad!
De la familia de los ‘iches’, ha atravesado generaciones y se ha adaptado al tiempo. Las abuelas cuentan que, en sus inicios, la masa era de maíz y maní, finamente moldeada y sin relleno, cocida en hornos de leña hasta alcanzar una delgadez crujiente que arrancaba suspiros.
Pero como toda buena historia, el corviche también evolucionó. El maíz cedió su lugar al plátano dominico y el queso y pescado se convirtieron en los nuevos guardianes de su interior.
Para un manabita, probar un corviche es como volver a casa a escuchar el susurro de las abuelas.
30 Minutos.
Las empanadas de Manabí son un bocadito con una tradición que se ha mantenido viva a lo largo de generaciones.
Los rellenos van desde queso hasta mariscos, y con la masa hecha del plátano dominico de la vega del río, cada mordisco es glorioso. La clave está en una buena amasada y en estirarla finamente para que quede delicada y lista para freír. La empanada estará crujiente y sabrosa.
Su popularidad creció en la década de los 60 y 70, con la construcción de la represa Poza Honda, que se convirtió en un atractivo más para quienes visitaban balnearios y ríos cercanos.
Familias como la de María García, quien lleva 45 años en el negocio tras aprender de su madre y de su suegra, han encontrado en las empanadas una fuente de sustento y orgullo. Estos antojitos no faltan en los eventos sociales y culturales y son otro símbolo de la riqueza culinaria manabita que comemos hasta jartarnos.
1/2 lb de queso manaba
400 ml de agua
cilantro (opcional)
1 lb de carne de res
1 plátano verde
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
1 lb de pollo
1 plátano
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
Hacer un refrito con la cebolla, pimiento, ajo, achiote y comino; incorporar la carne previamente picada y sazonada, dejar cocinar por diez minutos; agregar el agua más el plátano pelado y troceado y, cuando esté cocido y blando, retirar y moler/majar. Dejar reducir hasta que se forme una sopa homogénea; finalizar con cilantro y reservar.
120 Minutos.
Tradicional.
En los caminos de Sancán, no hay quien se resista a una buena tortilla de maíz, esa que te llama desde los tenderetes al borde de la carretera, como un canto que no puedes ignorar.
Dicen que se hace desde los años 1.700 y nadie puede pasar por Jipijapa sin detenerse a probarlas. En sus inicios, estas tortillas eran tan planas como los chistes del abuelo y que no tenían relleno. Pero, con los años, alguien tuvo la brillante idea de meterles queso o chicharrón, y ¡boom! Nació una delicia que hace suspirar hasta al más serio.
El maíz seco tiene que ser cocinado y rallado con esmero, y si alguna pepita se escapa, no hay problema: se muele. La suavidad perfecta de estas tortillas depende del toque exacto de mantequilla, manteca y huevo, como una fórmula de nuestras abuelas.
Este antojo se acompaña de un café pasado o de olla, convirtiéndose en la merienda o desayuno perfecto.
1/2 de queso o chicharrón
1 lb de maíz rallado y molido
1 cda de mantequilla}
1 cda de manteca de chancho derretida
1/2 cda de sal
1 huevo
1/2 tza de agua o leche
Mezclar el maíz rallado y molido con el huevo, mantequilla, manteca derretida y sal.
Empezar a amasar. Si la consistencia está muy seca, agregar agua o leche.
Una vez que está lista la masa, hacer las tortillas y rellenar con queso o chicharrón.
Finalmente, llevar al horno de leña caliente por quince minutos. Servir.
60 Minutos.
Tradicional
En el pintoresco barrio Imbabura, en Jipijapa, el aroma del bollo de chancho identifica la cocina de la familia Ayón durante generaciones. Este plato exige paciencia y dedicación. El maní rosita o rojo, una variedad poco conocida pero esencial, le da su característico toque. Para el azocado hay que seguir la técnica ancestral que no permite error. Y su cocción se prolonga por diez horas en el horno de leña.
Doña Margarita Ayón, a sus 85 años, sigue siendo la matriarca que, con manos expertas, prepara estos bollos una vez a la se- mana. Cada uno es una obra de arte.
Los descendientes de la familia han heredado la receta y el espíritu emprendedor que ha permitido que este legado culinario se mantenga vivo y brinde sustento a quienes lo continúan. Cada bocado es un tributo a la perseverancia y a conservar y compartir los sabores auténticos que han dado sustento y alegría a estas familias manabitas a lo largo del tiempo.
5 lbs de carne de chancho
2 lbs de cuero de chancho
1 lb de manteca de chancho
1 lb de manteca vegetal
20 lbs de plátano rallado (2 racimos de verde)
10 lbs de maní tostado y molido
4 onzas de pasta de achiote
1 atado de cebolla blanca
10 hojas de cilantro de pozo/chillangua
1 atado de cilantro o hierbita
5 pimientos verdes
5 lt de agua
hojas de plátano
sal, pimienta, comino y orégano al gusto
Pelar y rallar el plátano.
Para la masa agregar en una paila, el plátano rallado, el maní tostado y molido, achiote y el sofrito (sofreír cebolla blanca, con pimiento verde picado en manteca de chancho con achiote).
Luego picar cilantro de pozo, hierbita y mezclar con la masa.
Amasar y diluir con agua y agregar sal, pimienta, comino y orégano al gusto.
A su vez, para el relleno del bollo, cortar la carne y los cueritos de chancho, aliñarlos con sal, pimienta y comino y reservar hasta el momento de armar el bollo.
Armado del bollo:
Nota: En Manabí es tradicional el bollo de chancho familiar, aunque existen sectores en los que se preparan bollos personales como en La Estancilla del cantón Tosagua; en Canuto del cantón Chone o en el cantón Flavio Alfaro.
120 minutos (tiempo de cocción, al menos 10 horas).
Tradicional
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En Manabí, el viche es más que un plato. Es la reina de las sopas y tiene hasta un récord Guinness por haber hecho la versión más grande del mundo.
Este potaje nutritivo y restaurador es una tradición reconocida en el Patrimonio del Ecuador. Con olor a mar, tierra y campo, los domingos en las familias, los viernes en los restaurantes (especialmente en Semana Santa), el viche es irreemplazable. Apenas toma una hora en preparar, pero lleva consigo siglos de historia y a pesar de que se hace de muchas maneras, en la comuna Las Gilces se ha revalorizado como bien patrimonial y atractivo turístico clave. El secreto reside en el gordito de maní, salsa espesa que acoge amorosamente a cada ingrediente. Entre ellos destaca la achogcha, una especie de pepino pequeño, con un sabor suave, casi herbal, que se cocina lentamente junto a la yuca, el plátano, el choclo y una variedad de mariscos que le dan al viche su identidad. Tradicionalmente hecho con pescado, hoy lo encontramos con camarones, langostinos y otros mariscos, adaptándose a gustos y preferencias. Es tan versátil que, si alguna verdura falta, siempre hay otra que toma la posta. Es cuestión de ingenio, ese ingenio manabita que sabe transformar lo sencillo en sublime.
La historia cuenta que las abuelas solían llevar el viche en grandes bandejas para venderlo a los trabajadores del campo, que con este caldo espeso quedaban fuertes como el mico para seguir la jornada. De su origen, se cree que los indígenas milenarios encontraron abundancia de pejes, legumbres y verduras, comenzaron a combinar ingredientes con maní y dieron con este plato emblemático. Hoy, el viche es símbolo de resistencia y cohesión social, que se comparte con orgullo y celebra la herencia y tradición.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En el cerro La Mona está la comunidad El Mamey donde cocinar un buen caldo de gallina es tradición montuvia. Este plato no conoce de horarios ni de fechas en el calendario.
La preparación es un ritual. La yuca no debe compartir el mismo espacio con la gallina en la olla. Se cocina aparte, pues dice el secreto que su presencia en el caldo es como ladrón que roba el sabor y deja al caldo sin su esencia. Solo las más sabias conocen y lo han transmitido a través del tiempo.
La gallina tiene su carácter. Si es joven, no se hace esperar mucho en la olla; pero si ya lleva años corriendo por el patio, se toma su tiempo, exigiendo jarta paciencia y dedicación, pero vale la pena porque es sabido el dicho “gallina vieja da buen caldo”.
Mientras el caldo va tomando cuerpo y sabor, caprichoso como es, no se puede dejar de chapear porque mientras se va reduciendo, hay que añadir agua con cuidado para que no se vuelva salado.
El toque final lo pone quien está a cargo, con mano experta y bien puesto asunto, agrega un cogollo de orégano que le da al caldo un sabor especial.
Con precisión casi artística, se pica finamente cebollín, cilantro y hierbabuena, y se esparce sobre el plato, justo antes de servirlo. Ni antes ni después. Este último toque realza el sabor y perfuma el caldo, con un aroma que va por todas las endijas.
Aunque simple en apariencia, guarda en su preparación el alma de la chacra manaba. Con variaciones y versiones propias según qué Zambrano o Cedeño lo haga, este caldo alimenta el cuerpo, hace lo propio con el espíritu, desde la sencillez de la vida cotidiana, con tradición e identidad. Y eso se sabe solo después de probarlo y si está bueno, hasta chigualos inspira.
120 Minutos.
Cualquier dolama o cansancio se olvida con este plato de tradición pura, la tonga es un recuerdo envuelto en hojas de plátano que nos remonta a tiempos del boom
cauchero. Nació como una vianda para los cosechadores, con lo que había a mano: hojas de plátano o bijao y una base de jerén, el maíz manabita.
Con una preparación que toma alrededor de dos horas, este plato se cocina a lo largo del año, manteniendo viva una costumbre que valora lo natural y sustentable.
La hoja de plátano es el envoltorio y aporta levaduras probióticas que se activan con el calor y el contacto con los ingredientes, creando un sabor inigualable.
Aunque los tiempos han cambiado, la tonga mantiene su esencia: envuelve proteínas y carbohidratos, acompañados del gordito de maní. Alguna vez fue el sustento de los trabajadores rurales, hoy es un símbolo de la cocina montuvia.
Si buscas la auténtica experiencia de la tonga pata amarilla, los destinos obligados son el sector Pai Pai antes de llegar a La Estancilla, en Tosagua; las Jaguas de Rocafuerte y Rambuche, en Jama.
120 Minutos.
Tradicional.
Ancestralmente en Manabí, el encebollado fue un plato de caldo transparente que tomó color y otras bondades con el tiempo.
El encebollado es como ese hijo del que todos quieren hacerse cargo, un verdadero tesoro culinario que, donde se pruebe, siempre se luce con sus particularidades. Es un plato que se pre- para todo el año, pero su historia y sabor trascienden fronteras y generaciones. Dicen que este invento es mejor que la penicilina, porque no hay mal que un buen encebollado no cure: desde la resaca más feroz hasta el corazón roto, este plato lo resuelve todo. Con su caldo robusto, trozos de pescado fresco, yucas tiernas,
y esa cebolla encurtida que le da el toque mágico, cada cucharada es un viaje que reconforta con ese sabor auténtico que abraza el alma y llena de nostalgia.
El encebollado es una celebración de lo nuestro y que ha conquistado generaciones.
90 Minutos.
Tradicional
Que por qué se llama corviche? Dice la sabiduría po- pular que es por ser una masa encorvada. Lo cierto es que es riquijijijimo y se ha vuelto más que un simple bocadillo: es un emblema de la identidad. Nació en La Estancilla, una parroquia en Tosagua, y desde allí se desplazó hacia todos los puntos cardinales de la provincia.
Fue llevado por los caminos polvorientos hasta Cascol, al sur, donde se convirtió en una parada obligatoria para los turistas y es ahora uno de los corviches más célebres de Manabí. ¡Allí no hay escapatoria, un corviche es una promesa de felicidad!
De la familia de los ‘iches’, ha atravesado generaciones y se ha adaptado al tiempo. Las abuelas cuentan que, en sus inicios, la masa era de maíz y maní, finamente moldeada y sin relleno, cocida en hornos de leña hasta alcanzar una delgadez crujiente que arrancaba suspiros.
Pero como toda buena historia, el corviche también evolucionó. El maíz cedió su lugar al plátano dominico y el queso y pescado se convirtieron en los nuevos guardianes de su interior.
Para un manabita, probar un corviche es como volver a casa a escuchar el susurro de las abuelas.
30 Minutos.
Las empanadas de Manabí son un bocadito con una tradición que se ha mantenido viva a lo largo de generaciones.
Los rellenos van desde queso hasta mariscos, y con la masa hecha del plátano dominico de la vega del río, cada mordisco es glorioso. La clave está en una buena amasada y en estirarla finamente para que quede delicada y lista para freír. La empanada estará crujiente y sabrosa.
Su popularidad creció en la década de los 60 y 70, con la construcción de la represa Poza Honda, que se convirtió en un atractivo más para quienes visitaban balnearios y ríos cercanos.
Familias como la de María García, quien lleva 45 años en el negocio tras aprender de su madre y de su suegra, han encontrado en las empanadas una fuente de sustento y orgullo. Estos antojitos no faltan en los eventos sociales y culturales y son otro símbolo de la riqueza culinaria manabita que comemos hasta jartarnos.
1/2 lb de queso manaba
400 ml de agua
cilantro (opcional)
1 lb de carne de res
1 plátano verde
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
1 lb de pollo
1 plátano
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
Hacer un refrito con la cebolla, pimiento, ajo, achiote y comino; incorporar la carne previamente picada y sazonada, dejar cocinar por diez minutos; agregar el agua más el plátano pelado y troceado y, cuando esté cocido y blando, retirar y moler/majar. Dejar reducir hasta que se forme una sopa homogénea; finalizar con cilantro y reservar.
120 Minutos.
Tradicional.
En los caminos de Sancán, no hay quien se resista a una buena tortilla de maíz, esa que te llama desde los tenderetes al borde de la carretera, como un canto que no puedes ignorar.
Dicen que se hace desde los años 1.700 y nadie puede pasar por Jipijapa sin detenerse a probarlas. En sus inicios, estas tortillas eran tan planas como los chistes del abuelo y que no tenían relleno. Pero, con los años, alguien tuvo la brillante idea de meterles queso o chicharrón, y ¡boom! Nació una delicia que hace suspirar hasta al más serio.
El maíz seco tiene que ser cocinado y rallado con esmero, y si alguna pepita se escapa, no hay problema: se muele. La suavidad perfecta de estas tortillas depende del toque exacto de mantequilla, manteca y huevo, como una fórmula de nuestras abuelas.
Este antojo se acompaña de un café pasado o de olla, convirtiéndose en la merienda o desayuno perfecto.
1/2 de queso o chicharrón
1 lb de maíz rallado y molido
1 cda de mantequilla}
1 cda de manteca de chancho derretida
1/2 cda de sal
1 huevo
1/2 tza de agua o leche
Mezclar el maíz rallado y molido con el huevo, mantequilla, manteca derretida y sal.
Empezar a amasar. Si la consistencia está muy seca, agregar agua o leche.
Una vez que está lista la masa, hacer las tortillas y rellenar con queso o chicharrón.
Finalmente, llevar al horno de leña caliente por quince minutos. Servir.
60 Minutos.
Tradicional
En el pintoresco barrio Imbabura, en Jipijapa, el aroma del bollo de chancho identifica la cocina de la familia Ayón durante generaciones. Este plato exige paciencia y dedicación. El maní rosita o rojo, una variedad poco conocida pero esencial, le da su característico toque. Para el azocado hay que seguir la técnica ancestral que no permite error. Y su cocción se prolonga por diez horas en el horno de leña.
Doña Margarita Ayón, a sus 85 años, sigue siendo la matriarca que, con manos expertas, prepara estos bollos una vez a la se- mana. Cada uno es una obra de arte.
Los descendientes de la familia han heredado la receta y el espíritu emprendedor que ha permitido que este legado culinario se mantenga vivo y brinde sustento a quienes lo continúan. Cada bocado es un tributo a la perseverancia y a conservar y compartir los sabores auténticos que han dado sustento y alegría a estas familias manabitas a lo largo del tiempo.
5 lbs de carne de chancho
2 lbs de cuero de chancho
1 lb de manteca de chancho
1 lb de manteca vegetal
20 lbs de plátano rallado (2 racimos de verde)
10 lbs de maní tostado y molido
4 onzas de pasta de achiote
1 atado de cebolla blanca
10 hojas de cilantro de pozo/chillangua
1 atado de cilantro o hierbita
5 pimientos verdes
5 lt de agua
hojas de plátano
sal, pimienta, comino y orégano al gusto
Pelar y rallar el plátano.
Para la masa agregar en una paila, el plátano rallado, el maní tostado y molido, achiote y el sofrito (sofreír cebolla blanca, con pimiento verde picado en manteca de chancho con achiote).
Luego picar cilantro de pozo, hierbita y mezclar con la masa.
Amasar y diluir con agua y agregar sal, pimienta, comino y orégano al gusto.
A su vez, para el relleno del bollo, cortar la carne y los cueritos de chancho, aliñarlos con sal, pimienta y comino y reservar hasta el momento de armar el bollo.
Armado del bollo:
Nota: En Manabí es tradicional el bollo de chancho familiar, aunque existen sectores en los que se preparan bollos personales como en La Estancilla del cantón Tosagua; en Canuto del cantón Chone o en el cantón Flavio Alfaro.
120 minutos (tiempo de cocción, al menos 10 horas).
Tradicional
No es solo un condimento. De esto saben allá en en Vargas Torres, cantón Tosagua, donde la salprieta es casi un símbolo de fuerza manabita.
Cuentan las leyendas que los hombres de por allá cargan sacos de salprieta como si fueran plumas, aunque para los foráneos la cosa es distinta: les pesa como si llevaran el doble. No cualquiera puede. Esos sacos, dicen, están cargados de más que maíz y maní: es la historia y la fuerza de generaciones. La salprieta es un asunto serio. Las abuelas pasan horas tostando el maíz y el maní en comales de barro sobre hornos de leña, cuidando que nada quede crudo, porque un mal tueste arruina todo. Y ni hablar de la sal que, en tiempos antiguos, era de un negro prieto que dio nombre a esta mezcla mágica. Las abuelas empacan la salprieta en hojas de plátano y la dejan al calor lento del horno, como cocinando recuerdos. Lo curioso es que el manabita come más salprieta cuando está lejos de casa, como si un simple bocado pudiera engañar al cerebro y devolverle, aunque sea por un ratito, el calor del hogar.
Nota: La receta es 50% de maíz amarillo tostado y 50% de maní molido fino, si no la quiere tan manizuda puede trabajar 70-30 sobre todo para uso de restauración o para decorar.
Esta delicia la encontrará de venta en la calle, en los autobuses y en cafeterías de Bahía de Caráquez y de todo Manabí. No se la pierda.
Del maíz, nuestros pueblos originarios han realizado muchas cosas. Una de ellas es la empanada, una pieza esencial. Comienza con el maíz amarillo cocido, se desgrana y se muele sin quitarle el piquillo. Este detalle marca la diferencia: al pasar por el molino, el grano se compacta y se convierte en una masa uniforme que se estira para formar discos perfectos, listos para rellenar. Y aquí viene la magia: el relleno. La de queso rallado es un clásico, las favoritas siempre serán las de queso y longaniza ahumada, que traen todo el sabor y el ahumado.
¿Otra joya? Las empanadas de guariche y maní, al igual que las de masa de plátano, llevan un poco de menestra de plátano en el interior. Este secreto hace que al freírse alcancen el balance perfecto.
¡Una experiencia que va de lo clásico a lo inesperado, siempre con ese toque manabita que no se encuentra en ningún otro lugar!
Nota: En vez de agua usar suero salado.
En la cocina de las abuelas manabitas, la magia empieza con el sonido de los maduros cayendo en el fogón. Entre risas y sabiduría, ellas fueron las primeras alquimistas de lo que hoy conocemos como el bolón.
Con manos ágiles, combinaban maduro y maní, creando la famosa bola de maní, un tesoro que se multiplica en versiones con queso, chicharrón o longaniza.
El secreto del maní, que no debe saber rancio, está en prepararlo un día antes.
Nota: Moler con mortero de piedra e ir agregando poco a poco el maní es la tradición. Cuando ya se han seguido los pasos de la cocción, acompañar con café de olla o café pasa- do y una porción de longaniza ahumada.
En Salango, el mar cuenta historias a quienes saben escucharlo y Alfredo Pincay, un cocinero de alma y corazón, es uno de ellos. Desde joven, aprendió a amasar el pan junto a su madre, pero fue en el aroma del mar donde encontró su verdadera pasión. El chumumo, un pescado pequeño y humilde conocido también como boquerón, solía ser parte de la dieta de los pescadores. Con los años, se perdió la costumbre, pero Alfredo la puso de vuelta en la mesa en su conocido restaurante, abierto un 24 de diciembre de 1987. Lo llenó de vida con platos criollos, caldos de gallina y sabores del mar. Los boquerones, servidos con patacones al ajillo, recuperaron su lugar en la memoria y el paladar de los comensales para honrar así a la tradición y a su querida amiga Elsita de Guerra, quien le enseñó a darle ese toque diferente a los frutos del mar.
Este ceviche, considerado por muchos como un afrodisíaco natural, requiere ostras frescas, con una vida útil de máximo tres días en un lugar ventilado, ya que su calidad se percibe fácilmente: si una ostra se abre sola o emana un olor fuerte y rancio, debe descartarse inmediatamente.
Desde hace 20 años, la familia Bailón ha deleitado a mantenses y visitantes en su icónica carreta afuera de la Autoridad Portuaria. Dos generaciones se han dedicado a esta tarea, creando un espacio donde desconocidos se sientan juntos en la gran mesa manabita, unidos por el sabor incomparable de este ceviche.
Dicen los expertos que no se deben confundir ostras con ostiones, que, si bien son parientes cercanos, el nivel de sal los diferencia. Quien probó este ceviche, sabrá contar de esta experiencia única… y por supuesto, volverá.
Cada cosecha trae esperanzas renovadas. Es resultado del esfuerzo de la siembra, pero, además, de que habrá el cortadito de choclo, un verdadero placer que se espera con ansias. Este platillo reúne a la familia alrededor de la mesa, ya sea en un almuerzo o una cena, llenando el ambiente de aromas y recuerdos compartidos.
Hay un ingrediente fundamental: el choclo joven y tierno, evitando el jecho duro, y en añadir abundante queso duro, que se derrite deliciosamente en la cocción. Pero el toque maestro es el suero, que le da un sabor único y distinto a la leche tradicional.
Es tan sencillo de preparar como delicioso y no importa cuántas veces se haga, cada cortadito sabe a gloria.
Nota: A la manera tradicional, este platillo se sirve acompañado de tajadas de queso.
El sánduche de carne punzada es protagonista de todo cumpleaños manabita. ¿Torta? ¡Eso es lo de menos! La carne bien punzada, con su sazoncito, y la ensalada de cebolla curtida con repollo, se llevan toda la atención. Según la familia, encontrará una versión: que si con más ajo, que si con una salsa secreta que ni en sueños te van a revelar, pero eso sí, todas tienen el toque que deja pidiendo bis. Es tan versátil que en Manabí se dice que si te comes uno, ya te va mejor el día.
Ya sabes. Si en una fiesta, ves la bandeja de sánduches, corre antes de que se acaben, porque aquí, quien parpadea se queda con las ganas.
Cortar el pescado en cuadros de medio centímetro.
Encurtir con limón y sal, dejar reposar por treinta minutos o curtir de un día para el otro. Este tiempo es opcional.
Cortar la cebolla finamente en juliana y remojar en agua helada con un puntito de sal.
Luego, curtir la cebolla con limón y aceite.
Proceder a disolver el maní en agua.
Picar el cilantro finamente.
Finalmente, se mezcla el pescado curtido con la cebolla y se agrega el cilantro y salsa de maní. Servir.
45 Minutos.
Tradicional.
No es solo un condimento. De esto saben allá en en Vargas Torres, cantón Tosagua, donde la salprieta es casi un símbolo de fuerza manabita.
Cuentan las leyendas que los hombres de por allá cargan sacos de salprieta como si fueran plumas, aunque para los foráneos la cosa es distinta: les pesa como si llevaran el doble. No cualquiera puede. Esos sacos, dicen, están cargados de más que maíz y maní: es la historia y la fuerza de generaciones. La salprieta es un asunto serio. Las abuelas pasan horas tostando el maíz y el maní en comales de barro sobre hornos de leña, cuidando que nada quede crudo, porque un mal tueste arruina todo. Y ni hablar de la sal que, en tiempos antiguos, era de un negro prieto que dio nombre a esta mezcla mágica. Las abuelas empacan la salprieta en hojas de plátano y la dejan al calor lento del horno, como cocinando recuerdos. Lo curioso es que el manabita come más salprieta cuando está lejos de casa, como si un simple bocado pudiera engañar al cerebro y devolverle, aunque sea por un ratito, el calor del hogar.
Nota: La receta es 50% de maíz amarillo tostado y 50% de maní molido fino, si no la quiere tan manizuda puede trabajar 70-30 sobre todo para uso de restauración o para decorar.
Esta delicia la encontrará de venta en la calle, en los autobuses y en cafeterías de Bahía de Caráquez y de todo Manabí. No se la pierda.
Del maíz, nuestros pueblos originarios han realizado muchas cosas. Una de ellas es la empanada, una pieza esencial. Comienza con el maíz amarillo cocido, se desgrana y se muele sin quitarle el piquillo. Este detalle marca la diferencia: al pasar por el molino, el grano se compacta y se convierte en una masa uniforme que se estira para formar discos perfectos, listos para rellenar. Y aquí viene la magia: el relleno. La de queso rallado es un clásico, las favoritas siempre serán las de queso y longaniza ahumada, que traen todo el sabor y el ahumado.
¿Otra joya? Las empanadas de guariche y maní, al igual que las de masa de plátano, llevan un poco de menestra de plátano en el interior. Este secreto hace que al freírse alcancen el balance perfecto.
¡Una experiencia que va de lo clásico a lo inesperado, siempre con ese toque manabita que no se encuentra en ningún otro lugar!
Nota: En vez de agua usar suero salado.
En la cocina de las abuelas manabitas, la magia empieza con el sonido de los maduros cayendo en el fogón. Entre risas y sabiduría, ellas fueron las primeras alquimistas de lo que hoy conocemos como el bolón.
Con manos ágiles, combinaban maduro y maní, creando la famosa bola de maní, un tesoro que se multiplica en versiones con queso, chicharrón o longaniza.
El secreto del maní, que no debe saber rancio, está en prepararlo un día antes.
Nota: Moler con mortero de piedra e ir agregando poco a poco el maní es la tradición. Cuando ya se han seguido los pasos de la cocción, acompañar con café de olla o café pasa- do y una porción de longaniza ahumada.
En Salango, el mar cuenta historias a quienes saben escucharlo y Alfredo Pincay, un cocinero de alma y corazón, es uno de ellos. Desde joven, aprendió a amasar el pan junto a su madre, pero fue en el aroma del mar donde encontró su verdadera pasión. El chumumo, un pescado pequeño y humilde conocido también como boquerón, solía ser parte de la dieta de los pescadores. Con los años, se perdió la costumbre, pero Alfredo la puso de vuelta en la mesa en su conocido restaurante, abierto un 24 de diciembre de 1987. Lo llenó de vida con platos criollos, caldos de gallina y sabores del mar. Los boquerones, servidos con patacones al ajillo, recuperaron su lugar en la memoria y el paladar de los comensales para honrar así a la tradición y a su querida amiga Elsita de Guerra, quien le enseñó a darle ese toque diferente a los frutos del mar.
Este ceviche, considerado por muchos como un afrodisíaco natural, requiere ostras frescas, con una vida útil de máximo tres días en un lugar ventilado, ya que su calidad se percibe fácilmente: si una ostra se abre sola o emana un olor fuerte y rancio, debe descartarse inmediatamente.
Desde hace 20 años, la familia Bailón ha deleitado a mantenses y visitantes en su icónica carreta afuera de la Autoridad Portuaria. Dos generaciones se han dedicado a esta tarea, creando un espacio donde desconocidos se sientan juntos en la gran mesa manabita, unidos por el sabor incomparable de este ceviche.
Dicen los expertos que no se deben confundir ostras con ostiones, que, si bien son parientes cercanos, el nivel de sal los diferencia. Quien probó este ceviche, sabrá contar de esta experiencia única… y por supuesto, volverá.
Cada cosecha trae esperanzas renovadas. Es resultado del esfuerzo de la siembra, pero, además, de que habrá el cortadito de choclo, un verdadero placer que se espera con ansias. Este platillo reúne a la familia alrededor de la mesa, ya sea en un almuerzo o una cena, llenando el ambiente de aromas y recuerdos compartidos.
Hay un ingrediente fundamental: el choclo joven y tierno, evitando el jecho duro, y en añadir abundante queso duro, que se derrite deliciosamente en la cocción. Pero el toque maestro es el suero, que le da un sabor único y distinto a la leche tradicional.
Es tan sencillo de preparar como delicioso y no importa cuántas veces se haga, cada cortadito sabe a gloria.
Nota: A la manera tradicional, este platillo se sirve acompañado de tajadas de queso.
El sánduche de carne punzada es protagonista de todo cumpleaños manabita. ¿Torta? ¡Eso es lo de menos! La carne bien punzada, con su sazoncito, y la ensalada de cebolla curtida con repollo, se llevan toda la atención. Según la familia, encontrará una versión: que si con más ajo, que si con una salsa secreta que ni en sueños te van a revelar, pero eso sí, todas tienen el toque que deja pidiendo bis. Es tan versátil que en Manabí se dice que si te comes uno, ya te va mejor el día.
Ya sabes. Si en una fiesta, ves la bandeja de sánduches, corre antes de que se acaben, porque aquí, quien parpadea se queda con las ganas.
Cortar el pescado en cuadros de medio centímetro.
Encurtir con limón y sal, dejar reposar por treinta minutos o curtir de un día para el otro. Este tiempo es opcional.
Cortar la cebolla finamente en juliana y remojar en agua helada con un puntito de sal.
Luego, curtir la cebolla con limón y aceite.
Proceder a disolver el maní en agua.
Picar el cilantro finamente.
Finalmente, se mezcla el pescado curtido con la cebolla y se agrega el cilantro y salsa de maní. Servir.
45 Minutos.
Tradicional.
No es una historia de zombies, aunque a esta sopa se la conoce como “levanta muertos”. Ocurre porque reanima al más chuchaqui y levanta el ánimo y más a quienes están decaídos (se le atribuye ser un afrodisíaco). Eso ya lo dirá usted cuando la pruebe. Lo que le podemos contar es que el secreto está en el fondo de mariscos, preparado con cabezas de crustáceos, espinazos de pescados y tallos de cilantro. El caldo robusto es el alma de este plato que trae consigo la esencia del mar y la fuerza de la mesa chola. Al probarlo, se siente una oleada de energía, quizás por la cantidad generosa de mariscos o por el maní, que aporta una dosis extra de vitalidad. Es fácil imaginar a los pescadores volviendo a la vida tras una noche dura en alta mar, o a los trabajadores del campo recuperando fuerzas bajo el
sol implacable a través de este resucitador en forma de sopa.
NOTA: Es importante que los mariscos no queden sobrecocidos.
40 Minutos.
Tradicional
Dicen que la sopa de arroz es una consentida de las familias, y no por nada. Esa receta, nunca fue exacta y siempre tuvo un toque de improvisación. Las abuelas armaban el remedio para males que iban desde la fiebre hasta el “tienes la panza vacía, ¡cómete esta sopita!”. Unos días con maní, otros con costilla, y hasta con refrito, porque en las cocinas de antes se usaba lo que había en la despensa. Hay una regla importante: el arroz no se lava porque sale baboso y ahí sí, ni la abuela te salva del regaño. Dos lavaditas, dicen, y que sea fresco. Había algunos truquitos más, pero la coincidencia estaba en que esta sopa era una mezcla de ingredientes que curaba más por nostal gia que por nutrición.
Nota: Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
Un mediodía cualquiera, con la refrigeradora tan vacía que hasta el eco se escuchaba al abrirla, las abuelas recurrían a los retacitos de carne que habían guardado y le ponían de todo lo que había quedado. En minutos, estaba lista la sopita salvadora, olorosa y contundente y salvado el día con sencillez y amor.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Picoazá es otro de los lugares manabitas donde las tradiciones se viven con intensidad y aquí, el caldo de mondongo con habas es más que un plato: es una experiencia que conecta todos los sentidos. Resistirse a esta delicia es casi imposible. Es un ritual que reconforta y une.
Es el manjar secreto de las abuelas manabitas, primero porque rara vez está a la venta y luego, porque después de comerlo, quedas hecho un león. ¡Y no es para menos! Este pececito, flaco y sin mucha gracia, es una bomba de energía. Cuando hay buena pesca de pinchagua, en las casas se arma el festival de caldo, y si te lo sirven, prepárate, porque la cantidad de nutrientes es tanta que dicen que te puede dejar dormido de puro bienestar. Aunque pocas personas lo venden, en las casas de Manabí se cocina con todo cariño, especialmente para enfermos o escolares. Hay que poner más pinchagua que agua, que no falte el peje, porque de ahí sale un jugo espesito, cargado de sabor. Si pasas por Las Gilces, allá por Crucita, chapea por aquí y por acullá. Y si ves que lo venden, no te lo pierdas, es como encontrar oro.
60 min
Tradicional
No es una historia de zombies, aunque a esta sopa se la conoce como “levanta muertos”. Ocurre porque reanima al más chuchaqui y levanta el ánimo y más a quienes están decaídos (se le atribuye ser un afrodisíaco). Eso ya lo dirá usted cuando la pruebe. Lo que le podemos contar es que el secreto está en el fondo de mariscos, preparado con cabezas de crustáceos, espinazos de pescados y tallos de cilantro. El caldo robusto es el alma de este plato que trae consigo la esencia del mar y la fuerza de la mesa chola. Al probarlo, se siente una oleada de energía, quizás por la cantidad generosa de mariscos o por el maní, que aporta una dosis extra de vitalidad. Es fácil imaginar a los pescadores volviendo a la vida tras una noche dura en alta mar, o a los trabajadores del campo recuperando fuerzas bajo el
sol implacable a través de este resucitador en forma de sopa.
NOTA: Es importante que los mariscos no queden sobrecocidos.
40 Minutos.
Tradicional
Dicen que la sopa de arroz es una consentida de las familias, y no por nada. Esa receta, nunca fue exacta y siempre tuvo un toque de improvisación. Las abuelas armaban el remedio para males que iban desde la fiebre hasta el “tienes la panza vacía, ¡cómete esta sopita!”. Unos días con maní, otros con costilla, y hasta con refrito, porque en las cocinas de antes se usaba lo que había en la despensa. Hay una regla importante: el arroz no se lava porque sale baboso y ahí sí, ni la abuela te salva del regaño. Dos lavaditas, dicen, y que sea fresco. Había algunos truquitos más, pero la coincidencia estaba en que esta sopa era una mezcla de ingredientes que curaba más por nostal gia que por nutrición.
Nota: Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
Un mediodía cualquiera, con la refrigeradora tan vacía que hasta el eco se escuchaba al abrirla, las abuelas recurrían a los retacitos de carne que habían guardado y le ponían de todo lo que había quedado. En minutos, estaba lista la sopita salvadora, olorosa y contundente y salvado el día con sencillez y amor.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Esta sopa es de nación de los campos en que el arroz crece al ritmo de la lluvia y el maní se recoge con trabajo que no admite pacharacos. Lleva la sabiduría de generaciones con sabores que sorprenden al paladar. Las costillas de chancho, ahumadas y maceradas en vinagre de guineo por horas son el centro del plato. Es un pedacito de Manabí que no se deja ir tan fácilmente.
Picoazá es otro de los lugares manabitas donde las tradiciones se viven con intensidad y aquí, el caldo de mondongo con habas es más que un plato: es una experiencia que conecta todos los sentidos. Resistirse a esta delicia es casi imposible. Es un ritual que reconforta y une.
Es el manjar secreto de las abuelas manabitas, primero porque rara vez está a la venta y luego, porque después de comerlo, quedas hecho un león. ¡Y no es para menos! Este pececito, flaco y sin mucha gracia, es una bomba de energía. Cuando hay buena pesca de pinchagua, en las casas se arma el festival de caldo, y si te lo sirven, prepárate, porque la cantidad de nutrientes es tanta que dicen que te puede dejar dormido de puro bienestar. Aunque pocas personas lo venden, en las casas de Manabí se cocina con todo cariño, especialmente para enfermos o escolares. Hay que poner más pinchagua que agua, que no falte el peje, porque de ahí sale un jugo espesito, cargado de sabor. Si pasas por Las Gilces, allá por Crucita, chapea por aquí y por acullá. Y si ves que lo venden, no te lo pierdas, es como encontrar oro.
60 min
Tradicional
El nombre de esta receta es literal todo lo que contiene: arroz y coco. En Cojimíes es una tradición, especialmente en el sector Alcatraz. En los años 40 del siglo pasado, era la forma principal en que se consumía el arroz por una simple razón: la leche de coco, obtenida de los abundantes cocoteros de la región, era la fuente de grasa más accesible.
Le añadía un sabor exquisito al arroz y lograba que quedará graneadito, suelto, y perfecto. Su origen está profundamente vinculado a la Hacienda La Esperancita, donde, se cultivaba un tipo especial de arroz llamado “de montaña”. Era más alto y resistente, capaz de soportar la sequía. Los trabajadores de la hacienda, tras largas jornadas, llegaban a sus hogares en Cañaveral y Alcatraz, donde las cocinas se llenaban del aroma dulce y envolvente que trepaba por las paredes de caña.
Aunque los tiempos han cambiado y la modernización ha traído nuevas formas de cocinar, en Cojimíes, el arroz con coco sigue siendo una tradición y testimonia la herencia cultural de este rincón de Pedernales.
Los calentados de habichuela o de fréjol son el ejemplo de que lo bueno se repite y mejora porque dicen que son más sabrosos al día siguiente. Imagínate: el arroz blanco de ayer, las menestras que sobraron y lo que ocurre cuando se calientan, se mezclan y listo. ¿Te animas a ponerle queso rallado, huevo frito o maduritos? Ah, y no olvides la salsa de queso o un queso frito para acompañar. ¡Un manjar que reinventa la cocina de aprovechamiento! ¿El secreto? Comerlo con ganas, porque en Manabí es una tradición deliciosa que se disfruta sin apuros.
Los hermanos Villacréses Cevallos, en Jipijapa, desde hace 59 años ofrecen en su Picantería “San Vicente” un plato que se ha vuelto emblema: el bistec de carne de res, acompañado de arroz o huevos fritos.
Se sirve todo el año y viene de los conocimientos que les transmitió su pariente, don Olivo Fienco. El secreto de su sabor radica en que cuando la carne está en punto exacto de cocción, agregan agua de cocción de arroz. Este plato reúne a comensales de toda edad que empiezan el día con desayuno reforzado.
Cuando las albarradas se secaban bajo el implacable sol, en la comunidad Coaque de Pedernales, era tiempo de recolectar chame. Con la tierra agrietada por falta de lluvia, el chame se quedaba atrapado en charcos menguantes y hombres, mujeres y niños salían con canastas y baldes a recogerlo. En los 70, don Alfredo, dueño de una de las albarradas más grandes de la región, decidió romper una de estas, dejando escapar cientos de quintales de camarón y chame al mar. Todo el pueblo estaba en la playa, recogiendo tesoros. Entre ellos, un niño de ocho años, hijo de Alfredo, corría por la arena, gritando que le dejaran los chames machos. Desde ese día, el apodo de “El Chame Macho” quedó para siempre con él.
No hay plato más manaba que un buen arroz con guariche, ese cangrejito dulce que da sabor a la vida y a la olla. En la localidad El Barro, de la Parroquia Cojimíes, del cantón Pedernales, los recolectores se internan en los manglares, sacan su sarta de guariches y llegan al mercado, mientras sus esposas, alfareras de manos mágicas, moldean la tierra en formas que solo ellas conocen. El secreto está en combinar el dulzor del guariche, el ajo, la cebolla y un toque de achiote que da color al plato. Cuando los guariches no están en veda, se arman las fiestas en las casas y ese arroz en el fogón es invitado de honor. Un bocado de tradición que lleva el sabor del manglar y el esfuerzo de los recolectores. ¡Así que a servirse bien lleno el plato y a repetir sin vergüenza!.
Nota: Se acostumbra acompañar con caparazones rellenos de masa madre manabita cocinados en el agua de los guariches. En Tosagua, se le agrega maduro al relleno.
Cualquier día es bueno para un arroz con mariscos. Cada cantón, hasta en sus más pequeños rincones y de allí, en viravuelta, lo ofrece con su toque. La variedad es la norma y el sabor, la ley.
Chapeando por varios puestos, podemos contarles que la magia comienza con un refrito de sabor profundo, con cebollas, pimientos, ajos y corazones de los tomates, que normalmente se
destinarían al ceviche. Nada se desperdicia, porque en la cocina manabita se usa todo y cada ingrediente brilla. Para que el plato tenga esa intensidad que provoca aventarse, se utilizan fondos de cabezas de pescado, camarones y langostinos. Va todo junto, pero cada elemento se prepara con antelación para que al llegar el comensal, el plato venga enseguida.
La innovación no está prohibida. Hay sitios en que han incorporado salsa china y de ostras. Si habláramos de moda, diríamos que es un clásico. Hay tradición e innovación en su justa medida para que los resultados marquen el estilo de Manabí y su gente.
60 Minutos.
Tradicional e Innovación
El nombre de esta receta es literal todo lo que contiene: arroz y coco. En Cojimíes es una tradición, especialmente en el sector Alcatraz. En los años 40 del siglo pasado, era la forma principal en que se consumía el arroz por una simple razón: la leche de coco, obtenida de los abundantes cocoteros de la región, era la fuente de grasa más accesible.
Le añadía un sabor exquisito al arroz y lograba que quedará graneadito, suelto, y perfecto. Su origen está profundamente vinculado a la Hacienda La Esperancita, donde, se cultivaba un tipo especial de arroz llamado “de montaña”. Era más alto y resistente, capaz de soportar la sequía. Los trabajadores de la hacienda, tras largas jornadas, llegaban a sus hogares en Cañaveral y Alcatraz, donde las cocinas se llenaban del aroma dulce y envolvente que trepaba por las paredes de caña.
Aunque los tiempos han cambiado y la modernización ha traído nuevas formas de cocinar, en Cojimíes, el arroz con coco sigue siendo una tradición y testimonia la herencia cultural de este rincón de Pedernales.
Los calentados de habichuela o de fréjol son el ejemplo de que lo bueno se repite y mejora porque dicen que son más sabrosos al día siguiente. Imagínate: el arroz blanco de ayer, las menestras que sobraron y lo que ocurre cuando se calientan, se mezclan y listo. ¿Te animas a ponerle queso rallado, huevo frito o maduritos? Ah, y no olvides la salsa de queso o un queso frito para acompañar. ¡Un manjar que reinventa la cocina de aprovechamiento! ¿El secreto? Comerlo con ganas, porque en Manabí es una tradición deliciosa que se disfruta sin apuros.
Los hermanos Villacréses Cevallos, en Jipijapa, desde hace 59 años ofrecen en su Picantería “San Vicente” un plato que se ha vuelto emblema: el bistec de carne de res, acompañado de arroz o huevos fritos.
Se sirve todo el año y viene de los conocimientos que les transmitió su pariente, don Olivo Fienco. El secreto de su sabor radica en que cuando la carne está en punto exacto de cocción, agregan agua de cocción de arroz. Este plato reúne a comensales de toda edad que empiezan el día con desayuno reforzado.
Cuando las albarradas se secaban bajo el implacable sol, en la comunidad Coaque de Pedernales, era tiempo de recolectar chame. Con la tierra agrietada por falta de lluvia, el chame se quedaba atrapado en charcos menguantes y hombres, mujeres y niños salían con canastas y baldes a recogerlo. En los 70, don Alfredo, dueño de una de las albarradas más grandes de la región, decidió romper una de estas, dejando escapar cientos de quintales de camarón y chame al mar. Todo el pueblo estaba en la playa, recogiendo tesoros. Entre ellos, un niño de ocho años, hijo de Alfredo, corría por la arena, gritando que le dejaran los chames machos. Desde ese día, el apodo de “El Chame Macho” quedó para siempre con él.
No hay plato más manaba que un buen arroz con guariche, ese cangrejito dulce que da sabor a la vida y a la olla. En la localidad El Barro, de la Parroquia Cojimíes, del cantón Pedernales, los recolectores se internan en los manglares, sacan su sarta de guariches y llegan al mercado, mientras sus esposas, alfareras de manos mágicas, moldean la tierra en formas que solo ellas conocen. El secreto está en combinar el dulzor del guariche, el ajo, la cebolla y un toque de achiote que da color al plato. Cuando los guariches no están en veda, se arman las fiestas en las casas y ese arroz en el fogón es invitado de honor. Un bocado de tradición que lleva el sabor del manglar y el esfuerzo de los recolectores. ¡Así que a servirse bien lleno el plato y a repetir sin vergüenza!.
Nota: Se acostumbra acompañar con caparazones rellenos de masa madre manabita cocinados en el agua de los guariches. En Tosagua, se le agrega maduro al relleno.
Cualquier día es bueno para un arroz con mariscos. Cada cantón, hasta en sus más pequeños rincones y de allí, en viravuelta, lo ofrece con su toque. La variedad es la norma y el sabor, la ley.
Chapeando por varios puestos, podemos contarles que la magia comienza con un refrito de sabor profundo, con cebollas, pimientos, ajos y corazones de los tomates, que normalmente se
destinarían al ceviche. Nada se desperdicia, porque en la cocina manabita se usa todo y cada ingrediente brilla. Para que el plato tenga esa intensidad que provoca aventarse, se utilizan fondos de cabezas de pescado, camarones y langostinos. Va todo junto, pero cada elemento se prepara con antelación para que al llegar el comensal, el plato venga enseguida.
La innovación no está prohibida. Hay sitios en que han incorporado salsa china y de ostras. Si habláramos de moda, diríamos que es un clásico. Hay tradición e innovación en su justa medida para que los resultados marquen el estilo de Manabí y su gente.
60 Minutos.
Tradicional e Innovación
Hace más de 60 años, don Reinaldo Molina Suárez se convirtió en un ícono de Manta con sus helados de coco artesanales. Con su carrito de helado, solía instalarse en la Avenida 2 y calle 10, vendía conos que refrescaban a todo el que pasaba. Al fallecer, su hijo Fernando tomó la posta, pero decidió innovar: creó el sánduche de helado, al combinar el cremoso helado de coco con pan fresco, comprando diariamente
veinte sucres de pan para satisfacer a los mantenses que se enamoraron de esta delicia.
En Canoa, este manjar evoca tardes de finca. Se preparan con la leche fresca de las vacas, separada especialmente para esta delicia, y se cocinan en una olla sobre el horno, dejando que el aroma de las hierbas y la leche inunde el ambiente.
Los niños, impacientes y curiosos, rondan alrededor, parándose de puntillas y tratando de asomarse para ver si ya están listos. Los más atrevidos intentan picar los huevitos en la olla caliente, aunque saben que hay que esperar a que enfríen, porque si se los comen así nomás, ¡el dolor de barriga no se los quita nadie!
Dnde se hacía bizcochuelo, se respiraba dulzura y tradición. Con manos firmes, pero llenas de ternura, la receta ha pasado de generación en generación. Con delantales llenos de harina y sonrisas cómplices, el secreto para que el bizcochuelo sea esponjoso era batir las claras a punto de nieve y añadir el azúcar poco a poco. ¿El resultado? Un bizcochuelo que se deshacía en la boca.
En su época, no había moldes sofisticados, solo papel de empaque de las fundas, cuidadosamente colocado debajo de la torta para que no se pegara. El toque mágico estaba en el amor con el que lo preparaba y que hoy es revivido por su nieta en un restaurante en Guayaquil.
Hace más de 60 años, don Reinaldo Molina Suárez se convirtió en un ícono de Manta con sus helados de coco artesanales. Con su carrito de helado, solía instalarse en la Avenida 2 y calle 10, vendía conos que refrescaban a todo el que pasaba. Al fallecer, su hijo Fernando tomó la posta, pero decidió innovar: creó el sánduche de helado, al combinar el cremoso helado de coco con pan fresco, comprando diariamente
veinte sucres de pan para satisfacer a los mantenses que se enamoraron de esta delicia.
En Canoa, este manjar evoca tardes de finca. Se preparan con la leche fresca de las vacas, separada especialmente para esta delicia, y se cocinan en una olla sobre el horno, dejando que el aroma de las hierbas y la leche inunde el ambiente.
Los niños, impacientes y curiosos, rondan alrededor, parándose de puntillas y tratando de asomarse para ver si ya están listos. Los más atrevidos intentan picar los huevitos en la olla caliente, aunque saben que hay que esperar a que enfríen, porque si se los comen así nomás, ¡el dolor de barriga no se los quita nadie!
Dnde se hacía bizcochuelo, se respiraba dulzura y tradición. Con manos firmes, pero llenas de ternura, la receta ha pasado de generación en generación. Con delantales llenos de harina y sonrisas cómplices, el secreto para que el bizcochuelo sea esponjoso era batir las claras a punto de nieve y añadir el azúcar poco a poco. ¿El resultado? Un bizcochuelo que se deshacía en la boca.
En su época, no había moldes sofisticados, solo papel de empaque de las fundas, cuidadosamente colocado debajo de la torta para que no se pegara. El toque mágico estaba en el amor con el que lo preparaba y que hoy es revivido por su nieta en un restaurante en Guayaquil.
Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.
La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.
Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.
Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.
“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo.
Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.
Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…
Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.
¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.
Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.
En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.
El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.
Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.
Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.
Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.
¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).
Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”.
Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.
Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.
Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.
El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.
En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.
Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.
Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.
Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.
Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.
La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.
Se escuchaban amorfinos:
“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”
“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.
Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.
La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.
Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.
La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.
Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.
Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.
“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo.
Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.
Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…
Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.
¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.
Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.
En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.
El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.
Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.
Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.
Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.
¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).
Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”.
Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.
Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.
Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.
El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.
En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.
Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.
Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.
Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.
Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.
La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.
Se escuchaban amorfinos:
“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”
“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.
Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.
La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En Manabí, el viche es más que un plato. Es la reina de las sopas y tiene hasta un récord Guinness por haber hecho la versión más grande del mundo.
Este potaje nutritivo y restaurador es una tradición reconocida en el Patrimonio del Ecuador. Con olor a mar, tierra y campo, los domingos en las familias, los viernes en los restaurantes (especialmente en Semana Santa), el viche es irreemplazable. Apenas toma una hora en preparar, pero lleva consigo siglos de historia y a pesar de que se hace de muchas maneras, en la comuna Las Gilces se ha revalorizado como bien patrimonial y atractivo turístico clave. El secreto reside en el gordito de maní, salsa espesa que acoge amorosamente a cada ingrediente. Entre ellos destaca la achogcha, una especie de pepino pequeño, con un sabor suave, casi herbal, que se cocina lentamente junto a la yuca, el plátano, el choclo y una variedad de mariscos que le dan al viche su identidad. Tradicionalmente hecho con pescado, hoy lo encontramos con camarones, langostinos y otros mariscos, adaptándose a gustos y preferencias. Es tan versátil que, si alguna verdura falta, siempre hay otra que toma la posta. Es cuestión de ingenio, ese ingenio manabita que sabe transformar lo sencillo en sublime.
La historia cuenta que las abuelas solían llevar el viche en grandes bandejas para venderlo a los trabajadores del campo, que con este caldo espeso quedaban fuertes como el mico para seguir la jornada. De su origen, se cree que los indígenas milenarios encontraron abundancia de pejes, legumbres y verduras, comenzaron a combinar ingredientes con maní y dieron con este plato emblemático. Hoy, el viche es símbolo de resistencia y cohesión social, que se comparte con orgullo y celebra la herencia y tradición.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En el cerro La Mona está la comunidad El Mamey donde cocinar un buen caldo de gallina es tradición montuvia. Este plato no conoce de horarios ni de fechas en el calendario.
La preparación es un ritual. La yuca no debe compartir el mismo espacio con la gallina en la olla. Se cocina aparte, pues dice el secreto que su presencia en el caldo es como ladrón que roba el sabor y deja al caldo sin su esencia. Solo las más sabias conocen y lo han transmitido a través del tiempo.
La gallina tiene su carácter. Si es joven, no se hace esperar mucho en la olla; pero si ya lleva años corriendo por el patio, se toma su tiempo, exigiendo jarta paciencia y dedicación, pero vale la pena porque es sabido el dicho “gallina vieja da buen caldo”.
Mientras el caldo va tomando cuerpo y sabor, caprichoso como es, no se puede dejar de chapear porque mientras se va reduciendo, hay que añadir agua con cuidado para que no se vuelva salado.
El toque final lo pone quien está a cargo, con mano experta y bien puesto asunto, agrega un cogollo de orégano que le da al caldo un sabor especial.
Con precisión casi artística, se pica finamente cebollín, cilantro y hierbabuena, y se esparce sobre el plato, justo antes de servirlo. Ni antes ni después. Este último toque realza el sabor y perfuma el caldo, con un aroma que va por todas las endijas.
Aunque simple en apariencia, guarda en su preparación el alma de la chacra manaba. Con variaciones y versiones propias según qué Zambrano o Cedeño lo haga, este caldo alimenta el cuerpo, hace lo propio con el espíritu, desde la sencillez de la vida cotidiana, con tradición e identidad. Y eso se sabe solo después de probarlo y si está bueno, hasta chigualos inspira.
120 Minutos.
Cualquier dolama o cansancio se olvida con este plato de tradición pura, la tonga es un recuerdo envuelto en hojas de plátano que nos remonta a tiempos del boom
cauchero. Nació como una vianda para los cosechadores, con lo que había a mano: hojas de plátano o bijao y una base de jerén, el maíz manabita.
Con una preparación que toma alrededor de dos horas, este plato se cocina a lo largo del año, manteniendo viva una costumbre que valora lo natural y sustentable.
La hoja de plátano es el envoltorio y aporta levaduras probióticas que se activan con el calor y el contacto con los ingredientes, creando un sabor inigualable.
Aunque los tiempos han cambiado, la tonga mantiene su esencia: envuelve proteínas y carbohidratos, acompañados del gordito de maní. Alguna vez fue el sustento de los trabajadores rurales, hoy es un símbolo de la cocina montuvia.
Si buscas la auténtica experiencia de la tonga pata amarilla, los destinos obligados son el sector Pai Pai antes de llegar a La Estancilla, en Tosagua; las Jaguas de Rocafuerte y Rambuche, en Jama.
120 Minutos.
Tradicional.
Ancestralmente en Manabí, el encebollado fue un plato de caldo transparente que tomó color y otras bondades con el tiempo.
El encebollado es como ese hijo del que todos quieren hacerse cargo, un verdadero tesoro culinario que, donde se pruebe, siempre se luce con sus particularidades. Es un plato que se pre- para todo el año, pero su historia y sabor trascienden fronteras y generaciones. Dicen que este invento es mejor que la penicilina, porque no hay mal que un buen encebollado no cure: desde la resaca más feroz hasta el corazón roto, este plato lo resuelve todo. Con su caldo robusto, trozos de pescado fresco, yucas tiernas,
y esa cebolla encurtida que le da el toque mágico, cada cucharada es un viaje que reconforta con ese sabor auténtico que abraza el alma y llena de nostalgia.
El encebollado es una celebración de lo nuestro y que ha conquistado generaciones.
90 Minutos.
Tradicional
Que por qué se llama corviche? Dice la sabiduría po- pular que es por ser una masa encorvada. Lo cierto es que es riquijijijimo y se ha vuelto más que un simple bocadillo: es un emblema de la identidad. Nació en La Estancilla, una parroquia en Tosagua, y desde allí se desplazó hacia todos los puntos cardinales de la provincia.
Fue llevado por los caminos polvorientos hasta Cascol, al sur, donde se convirtió en una parada obligatoria para los turistas y es ahora uno de los corviches más célebres de Manabí. ¡Allí no hay escapatoria, un corviche es una promesa de felicidad!
De la familia de los ‘iches’, ha atravesado generaciones y se ha adaptado al tiempo. Las abuelas cuentan que, en sus inicios, la masa era de maíz y maní, finamente moldeada y sin relleno, cocida en hornos de leña hasta alcanzar una delgadez crujiente que arrancaba suspiros.
Pero como toda buena historia, el corviche también evolucionó. El maíz cedió su lugar al plátano dominico y el queso y pescado se convirtieron en los nuevos guardianes de su interior.
Para un manabita, probar un corviche es como volver a casa a escuchar el susurro de las abuelas.
30 Minutos.
Las empanadas de Manabí son un bocadito con una tradición que se ha mantenido viva a lo largo de generaciones.
Los rellenos van desde queso hasta mariscos, y con la masa hecha del plátano dominico de la vega del río, cada mordisco es glorioso. La clave está en una buena amasada y en estirarla finamente para que quede delicada y lista para freír. La empanada estará crujiente y sabrosa.
Su popularidad creció en la década de los 60 y 70, con la construcción de la represa Poza Honda, que se convirtió en un atractivo más para quienes visitaban balnearios y ríos cercanos.
Familias como la de María García, quien lleva 45 años en el negocio tras aprender de su madre y de su suegra, han encontrado en las empanadas una fuente de sustento y orgullo. Estos antojitos no faltan en los eventos sociales y culturales y son otro símbolo de la riqueza culinaria manabita que comemos hasta jartarnos.
1/2 lb de queso manaba
400 ml de agua
cilantro (opcional)
1 lb de carne de res
1 plátano verde
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
1 lb de pollo
1 plátano
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
Hacer un refrito con la cebolla, pimiento, ajo, achiote y comino; incorporar la carne previamente picada y sazonada, dejar cocinar por diez minutos; agregar el agua más el plátano pelado y troceado y, cuando esté cocido y blando, retirar y moler/majar. Dejar reducir hasta que se forme una sopa homogénea; finalizar con cilantro y reservar.
120 Minutos.
Tradicional.
En los caminos de Sancán, no hay quien se resista a una buena tortilla de maíz, esa que te llama desde los tenderetes al borde de la carretera, como un canto que no puedes ignorar.
Dicen que se hace desde los años 1.700 y nadie puede pasar por Jipijapa sin detenerse a probarlas. En sus inicios, estas tortillas eran tan planas como los chistes del abuelo y que no tenían relleno. Pero, con los años, alguien tuvo la brillante idea de meterles queso o chicharrón, y ¡boom! Nació una delicia que hace suspirar hasta al más serio.
El maíz seco tiene que ser cocinado y rallado con esmero, y si alguna pepita se escapa, no hay problema: se muele. La suavidad perfecta de estas tortillas depende del toque exacto de mantequilla, manteca y huevo, como una fórmula de nuestras abuelas.
Este antojo se acompaña de un café pasado o de olla, convirtiéndose en la merienda o desayuno perfecto.
1/2 de queso o chicharrón
1 lb de maíz rallado y molido
1 cda de mantequilla}
1 cda de manteca de chancho derretida
1/2 cda de sal
1 huevo
1/2 tza de agua o leche
Mezclar el maíz rallado y molido con el huevo, mantequilla, manteca derretida y sal.
Empezar a amasar. Si la consistencia está muy seca, agregar agua o leche.
Una vez que está lista la masa, hacer las tortillas y rellenar con queso o chicharrón.
Finalmente, llevar al horno de leña caliente por quince minutos. Servir.
60 Minutos.
Tradicional
En el pintoresco barrio Imbabura, en Jipijapa, el aroma del bollo de chancho identifica la cocina de la familia Ayón durante generaciones. Este plato exige paciencia y dedicación. El maní rosita o rojo, una variedad poco conocida pero esencial, le da su característico toque. Para el azocado hay que seguir la técnica ancestral que no permite error. Y su cocción se prolonga por diez horas en el horno de leña.
Doña Margarita Ayón, a sus 85 años, sigue siendo la matriarca que, con manos expertas, prepara estos bollos una vez a la se- mana. Cada uno es una obra de arte.
Los descendientes de la familia han heredado la receta y el espíritu emprendedor que ha permitido que este legado culinario se mantenga vivo y brinde sustento a quienes lo continúan. Cada bocado es un tributo a la perseverancia y a conservar y compartir los sabores auténticos que han dado sustento y alegría a estas familias manabitas a lo largo del tiempo.
5 lbs de carne de chancho
2 lbs de cuero de chancho
1 lb de manteca de chancho
1 lb de manteca vegetal
20 lbs de plátano rallado (2 racimos de verde)
10 lbs de maní tostado y molido
4 onzas de pasta de achiote
1 atado de cebolla blanca
10 hojas de cilantro de pozo/chillangua
1 atado de cilantro o hierbita
5 pimientos verdes
5 lt de agua
hojas de plátano
sal, pimienta, comino y orégano al gusto
Pelar y rallar el plátano.
Para la masa agregar en una paila, el plátano rallado, el maní tostado y molido, achiote y el sofrito (sofreír cebolla blanca, con pimiento verde picado en manteca de chancho con achiote).
Luego picar cilantro de pozo, hierbita y mezclar con la masa.
Amasar y diluir con agua y agregar sal, pimienta, comino y orégano al gusto.
A su vez, para el relleno del bollo, cortar la carne y los cueritos de chancho, aliñarlos con sal, pimienta y comino y reservar hasta el momento de armar el bollo.
Armado del bollo:
Nota: En Manabí es tradicional el bollo de chancho familiar, aunque existen sectores en los que se preparan bollos personales como en La Estancilla del cantón Tosagua; en Canuto del cantón Chone o en el cantón Flavio Alfaro.
120 minutos (tiempo de cocción, al menos 10 horas).
Tradicional
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En Manabí, el viche es más que un plato. Es la reina de las sopas y tiene hasta un récord Guinness por haber hecho la versión más grande del mundo.
Este potaje nutritivo y restaurador es una tradición reconocida en el Patrimonio del Ecuador. Con olor a mar, tierra y campo, los domingos en las familias, los viernes en los restaurantes (especialmente en Semana Santa), el viche es irreemplazable. Apenas toma una hora en preparar, pero lleva consigo siglos de historia y a pesar de que se hace de muchas maneras, en la comuna Las Gilces se ha revalorizado como bien patrimonial y atractivo turístico clave. El secreto reside en el gordito de maní, salsa espesa que acoge amorosamente a cada ingrediente. Entre ellos destaca la achogcha, una especie de pepino pequeño, con un sabor suave, casi herbal, que se cocina lentamente junto a la yuca, el plátano, el choclo y una variedad de mariscos que le dan al viche su identidad. Tradicionalmente hecho con pescado, hoy lo encontramos con camarones, langostinos y otros mariscos, adaptándose a gustos y preferencias. Es tan versátil que, si alguna verdura falta, siempre hay otra que toma la posta. Es cuestión de ingenio, ese ingenio manabita que sabe transformar lo sencillo en sublime.
La historia cuenta que las abuelas solían llevar el viche en grandes bandejas para venderlo a los trabajadores del campo, que con este caldo espeso quedaban fuertes como el mico para seguir la jornada. De su origen, se cree que los indígenas milenarios encontraron abundancia de pejes, legumbres y verduras, comenzaron a combinar ingredientes con maní y dieron con este plato emblemático. Hoy, el viche es símbolo de resistencia y cohesión social, que se comparte con orgullo y celebra la herencia y tradición.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En el cerro La Mona está la comunidad El Mamey donde cocinar un buen caldo de gallina es tradición montuvia. Este plato no conoce de horarios ni de fechas en el calendario.
La preparación es un ritual. La yuca no debe compartir el mismo espacio con la gallina en la olla. Se cocina aparte, pues dice el secreto que su presencia en el caldo es como ladrón que roba el sabor y deja al caldo sin su esencia. Solo las más sabias conocen y lo han transmitido a través del tiempo.
La gallina tiene su carácter. Si es joven, no se hace esperar mucho en la olla; pero si ya lleva años corriendo por el patio, se toma su tiempo, exigiendo jarta paciencia y dedicación, pero vale la pena porque es sabido el dicho “gallina vieja da buen caldo”.
Mientras el caldo va tomando cuerpo y sabor, caprichoso como es, no se puede dejar de chapear porque mientras se va reduciendo, hay que añadir agua con cuidado para que no se vuelva salado.
El toque final lo pone quien está a cargo, con mano experta y bien puesto asunto, agrega un cogollo de orégano que le da al caldo un sabor especial.
Con precisión casi artística, se pica finamente cebollín, cilantro y hierbabuena, y se esparce sobre el plato, justo antes de servirlo. Ni antes ni después. Este último toque realza el sabor y perfuma el caldo, con un aroma que va por todas las endijas.
Aunque simple en apariencia, guarda en su preparación el alma de la chacra manaba. Con variaciones y versiones propias según qué Zambrano o Cedeño lo haga, este caldo alimenta el cuerpo, hace lo propio con el espíritu, desde la sencillez de la vida cotidiana, con tradición e identidad. Y eso se sabe solo después de probarlo y si está bueno, hasta chigualos inspira.
120 Minutos.
Cualquier dolama o cansancio se olvida con este plato de tradición pura, la tonga es un recuerdo envuelto en hojas de plátano que nos remonta a tiempos del boom
cauchero. Nació como una vianda para los cosechadores, con lo que había a mano: hojas de plátano o bijao y una base de jerén, el maíz manabita.
Con una preparación que toma alrededor de dos horas, este plato se cocina a lo largo del año, manteniendo viva una costumbre que valora lo natural y sustentable.
La hoja de plátano es el envoltorio y aporta levaduras probióticas que se activan con el calor y el contacto con los ingredientes, creando un sabor inigualable.
Aunque los tiempos han cambiado, la tonga mantiene su esencia: envuelve proteínas y carbohidratos, acompañados del gordito de maní. Alguna vez fue el sustento de los trabajadores rurales, hoy es un símbolo de la cocina montuvia.
Si buscas la auténtica experiencia de la tonga pata amarilla, los destinos obligados son el sector Pai Pai antes de llegar a La Estancilla, en Tosagua; las Jaguas de Rocafuerte y Rambuche, en Jama.
120 Minutos.
Tradicional.
Ancestralmente en Manabí, el encebollado fue un plato de caldo transparente que tomó color y otras bondades con el tiempo.
El encebollado es como ese hijo del que todos quieren hacerse cargo, un verdadero tesoro culinario que, donde se pruebe, siempre se luce con sus particularidades. Es un plato que se pre- para todo el año, pero su historia y sabor trascienden fronteras y generaciones. Dicen que este invento es mejor que la penicilina, porque no hay mal que un buen encebollado no cure: desde la resaca más feroz hasta el corazón roto, este plato lo resuelve todo. Con su caldo robusto, trozos de pescado fresco, yucas tiernas,
y esa cebolla encurtida que le da el toque mágico, cada cucharada es un viaje que reconforta con ese sabor auténtico que abraza el alma y llena de nostalgia.
El encebollado es una celebración de lo nuestro y que ha conquistado generaciones.
90 Minutos.
Tradicional
Que por qué se llama corviche? Dice la sabiduría po- pular que es por ser una masa encorvada. Lo cierto es que es riquijijijimo y se ha vuelto más que un simple bocadillo: es un emblema de la identidad. Nació en La Estancilla, una parroquia en Tosagua, y desde allí se desplazó hacia todos los puntos cardinales de la provincia.
Fue llevado por los caminos polvorientos hasta Cascol, al sur, donde se convirtió en una parada obligatoria para los turistas y es ahora uno de los corviches más célebres de Manabí. ¡Allí no hay escapatoria, un corviche es una promesa de felicidad!
De la familia de los ‘iches’, ha atravesado generaciones y se ha adaptado al tiempo. Las abuelas cuentan que, en sus inicios, la masa era de maíz y maní, finamente moldeada y sin relleno, cocida en hornos de leña hasta alcanzar una delgadez crujiente que arrancaba suspiros.
Pero como toda buena historia, el corviche también evolucionó. El maíz cedió su lugar al plátano dominico y el queso y pescado se convirtieron en los nuevos guardianes de su interior.
Para un manabita, probar un corviche es como volver a casa a escuchar el susurro de las abuelas.
30 Minutos.
Las empanadas de Manabí son un bocadito con una tradición que se ha mantenido viva a lo largo de generaciones.
Los rellenos van desde queso hasta mariscos, y con la masa hecha del plátano dominico de la vega del río, cada mordisco es glorioso. La clave está en una buena amasada y en estirarla finamente para que quede delicada y lista para freír. La empanada estará crujiente y sabrosa.
Su popularidad creció en la década de los 60 y 70, con la construcción de la represa Poza Honda, que se convirtió en un atractivo más para quienes visitaban balnearios y ríos cercanos.
Familias como la de María García, quien lleva 45 años en el negocio tras aprender de su madre y de su suegra, han encontrado en las empanadas una fuente de sustento y orgullo. Estos antojitos no faltan en los eventos sociales y culturales y son otro símbolo de la riqueza culinaria manabita que comemos hasta jartarnos.
1/2 lb de queso manaba
400 ml de agua
cilantro (opcional)
1 lb de carne de res
1 plátano verde
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
1 lb de pollo
1 plátano
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
Hacer un refrito con la cebolla, pimiento, ajo, achiote y comino; incorporar la carne previamente picada y sazonada, dejar cocinar por diez minutos; agregar el agua más el plátano pelado y troceado y, cuando esté cocido y blando, retirar y moler/majar. Dejar reducir hasta que se forme una sopa homogénea; finalizar con cilantro y reservar.
120 Minutos.
Tradicional.
En los caminos de Sancán, no hay quien se resista a una buena tortilla de maíz, esa que te llama desde los tenderetes al borde de la carretera, como un canto que no puedes ignorar.
Dicen que se hace desde los años 1.700 y nadie puede pasar por Jipijapa sin detenerse a probarlas. En sus inicios, estas tortillas eran tan planas como los chistes del abuelo y que no tenían relleno. Pero, con los años, alguien tuvo la brillante idea de meterles queso o chicharrón, y ¡boom! Nació una delicia que hace suspirar hasta al más serio.
El maíz seco tiene que ser cocinado y rallado con esmero, y si alguna pepita se escapa, no hay problema: se muele. La suavidad perfecta de estas tortillas depende del toque exacto de mantequilla, manteca y huevo, como una fórmula de nuestras abuelas.
Este antojo se acompaña de un café pasado o de olla, convirtiéndose en la merienda o desayuno perfecto.
1/2 de queso o chicharrón
1 lb de maíz rallado y molido
1 cda de mantequilla}
1 cda de manteca de chancho derretida
1/2 cda de sal
1 huevo
1/2 tza de agua o leche
Mezclar el maíz rallado y molido con el huevo, mantequilla, manteca derretida y sal.
Empezar a amasar. Si la consistencia está muy seca, agregar agua o leche.
Una vez que está lista la masa, hacer las tortillas y rellenar con queso o chicharrón.
Finalmente, llevar al horno de leña caliente por quince minutos. Servir.
60 Minutos.
Tradicional
En el pintoresco barrio Imbabura, en Jipijapa, el aroma del bollo de chancho identifica la cocina de la familia Ayón durante generaciones. Este plato exige paciencia y dedicación. El maní rosita o rojo, una variedad poco conocida pero esencial, le da su característico toque. Para el azocado hay que seguir la técnica ancestral que no permite error. Y su cocción se prolonga por diez horas en el horno de leña.
Doña Margarita Ayón, a sus 85 años, sigue siendo la matriarca que, con manos expertas, prepara estos bollos una vez a la se- mana. Cada uno es una obra de arte.
Los descendientes de la familia han heredado la receta y el espíritu emprendedor que ha permitido que este legado culinario se mantenga vivo y brinde sustento a quienes lo continúan. Cada bocado es un tributo a la perseverancia y a conservar y compartir los sabores auténticos que han dado sustento y alegría a estas familias manabitas a lo largo del tiempo.
5 lbs de carne de chancho
2 lbs de cuero de chancho
1 lb de manteca de chancho
1 lb de manteca vegetal
20 lbs de plátano rallado (2 racimos de verde)
10 lbs de maní tostado y molido
4 onzas de pasta de achiote
1 atado de cebolla blanca
10 hojas de cilantro de pozo/chillangua
1 atado de cilantro o hierbita
5 pimientos verdes
5 lt de agua
hojas de plátano
sal, pimienta, comino y orégano al gusto
Pelar y rallar el plátano.
Para la masa agregar en una paila, el plátano rallado, el maní tostado y molido, achiote y el sofrito (sofreír cebolla blanca, con pimiento verde picado en manteca de chancho con achiote).
Luego picar cilantro de pozo, hierbita y mezclar con la masa.
Amasar y diluir con agua y agregar sal, pimienta, comino y orégano al gusto.
A su vez, para el relleno del bollo, cortar la carne y los cueritos de chancho, aliñarlos con sal, pimienta y comino y reservar hasta el momento de armar el bollo.
Armado del bollo:
Nota: En Manabí es tradicional el bollo de chancho familiar, aunque existen sectores en los que se preparan bollos personales como en La Estancilla del cantón Tosagua; en Canuto del cantón Chone o en el cantón Flavio Alfaro.
120 minutos (tiempo de cocción, al menos 10 horas).
Tradicional
No es solo un condimento. De esto saben allá en en Vargas Torres, cantón Tosagua, donde la salprieta es casi un símbolo de fuerza manabita.
Cuentan las leyendas que los hombres de por allá cargan sacos de salprieta como si fueran plumas, aunque para los foráneos la cosa es distinta: les pesa como si llevaran el doble. No cualquiera puede. Esos sacos, dicen, están cargados de más que maíz y maní: es la historia y la fuerza de generaciones. La salprieta es un asunto serio. Las abuelas pasan horas tostando el maíz y el maní en comales de barro sobre hornos de leña, cuidando que nada quede crudo, porque un mal tueste arruina todo. Y ni hablar de la sal que, en tiempos antiguos, era de un negro prieto que dio nombre a esta mezcla mágica. Las abuelas empacan la salprieta en hojas de plátano y la dejan al calor lento del horno, como cocinando recuerdos. Lo curioso es que el manabita come más salprieta cuando está lejos de casa, como si un simple bocado pudiera engañar al cerebro y devolverle, aunque sea por un ratito, el calor del hogar.
Nota: La receta es 50% de maíz amarillo tostado y 50% de maní molido fino, si no la quiere tan manizuda puede trabajar 70-30 sobre todo para uso de restauración o para decorar.
Esta delicia la encontrará de venta en la calle, en los autobuses y en cafeterías de Bahía de Caráquez y de todo Manabí. No se la pierda.
Del maíz, nuestros pueblos originarios han realizado muchas cosas. Una de ellas es la empanada, una pieza esencial. Comienza con el maíz amarillo cocido, se desgrana y se muele sin quitarle el piquillo. Este detalle marca la diferencia: al pasar por el molino, el grano se compacta y se convierte en una masa uniforme que se estira para formar discos perfectos, listos para rellenar. Y aquí viene la magia: el relleno. La de queso rallado es un clásico, las favoritas siempre serán las de queso y longaniza ahumada, que traen todo el sabor y el ahumado.
¿Otra joya? Las empanadas de guariche y maní, al igual que las de masa de plátano, llevan un poco de menestra de plátano en el interior. Este secreto hace que al freírse alcancen el balance perfecto.
¡Una experiencia que va de lo clásico a lo inesperado, siempre con ese toque manabita que no se encuentra en ningún otro lugar!
Nota: En vez de agua usar suero salado.
En la cocina de las abuelas manabitas, la magia empieza con el sonido de los maduros cayendo en el fogón. Entre risas y sabiduría, ellas fueron las primeras alquimistas de lo que hoy conocemos como el bolón.
Con manos ágiles, combinaban maduro y maní, creando la famosa bola de maní, un tesoro que se multiplica en versiones con queso, chicharrón o longaniza.
El secreto del maní, que no debe saber rancio, está en prepararlo un día antes.
Nota: Moler con mortero de piedra e ir agregando poco a poco el maní es la tradición. Cuando ya se han seguido los pasos de la cocción, acompañar con café de olla o café pasa- do y una porción de longaniza ahumada.
En Salango, el mar cuenta historias a quienes saben escucharlo y Alfredo Pincay, un cocinero de alma y corazón, es uno de ellos. Desde joven, aprendió a amasar el pan junto a su madre, pero fue en el aroma del mar donde encontró su verdadera pasión. El chumumo, un pescado pequeño y humilde conocido también como boquerón, solía ser parte de la dieta de los pescadores. Con los años, se perdió la costumbre, pero Alfredo la puso de vuelta en la mesa en su conocido restaurante, abierto un 24 de diciembre de 1987. Lo llenó de vida con platos criollos, caldos de gallina y sabores del mar. Los boquerones, servidos con patacones al ajillo, recuperaron su lugar en la memoria y el paladar de los comensales para honrar así a la tradición y a su querida amiga Elsita de Guerra, quien le enseñó a darle ese toque diferente a los frutos del mar.
Este ceviche, considerado por muchos como un afrodisíaco natural, requiere ostras frescas, con una vida útil de máximo tres días en un lugar ventilado, ya que su calidad se percibe fácilmente: si una ostra se abre sola o emana un olor fuerte y rancio, debe descartarse inmediatamente.
Desde hace 20 años, la familia Bailón ha deleitado a mantenses y visitantes en su icónica carreta afuera de la Autoridad Portuaria. Dos generaciones se han dedicado a esta tarea, creando un espacio donde desconocidos se sientan juntos en la gran mesa manabita, unidos por el sabor incomparable de este ceviche.
Dicen los expertos que no se deben confundir ostras con ostiones, que, si bien son parientes cercanos, el nivel de sal los diferencia. Quien probó este ceviche, sabrá contar de esta experiencia única… y por supuesto, volverá.
Cada cosecha trae esperanzas renovadas. Es resultado del esfuerzo de la siembra, pero, además, de que habrá el cortadito de choclo, un verdadero placer que se espera con ansias. Este platillo reúne a la familia alrededor de la mesa, ya sea en un almuerzo o una cena, llenando el ambiente de aromas y recuerdos compartidos.
Hay un ingrediente fundamental: el choclo joven y tierno, evitando el jecho duro, y en añadir abundante queso duro, que se derrite deliciosamente en la cocción. Pero el toque maestro es el suero, que le da un sabor único y distinto a la leche tradicional.
Es tan sencillo de preparar como delicioso y no importa cuántas veces se haga, cada cortadito sabe a gloria.
Nota: A la manera tradicional, este platillo se sirve acompañado de tajadas de queso.
El sánduche de carne punzada es protagonista de todo cumpleaños manabita. ¿Torta? ¡Eso es lo de menos! La carne bien punzada, con su sazoncito, y la ensalada de cebolla curtida con repollo, se llevan toda la atención. Según la familia, encontrará una versión: que si con más ajo, que si con una salsa secreta que ni en sueños te van a revelar, pero eso sí, todas tienen el toque que deja pidiendo bis. Es tan versátil que en Manabí se dice que si te comes uno, ya te va mejor el día.
Ya sabes. Si en una fiesta, ves la bandeja de sánduches, corre antes de que se acaben, porque aquí, quien parpadea se queda con las ganas.
Cortar el pescado en cuadros de medio centímetro.
Encurtir con limón y sal, dejar reposar por treinta minutos o curtir de un día para el otro. Este tiempo es opcional.
Cortar la cebolla finamente en juliana y remojar en agua helada con un puntito de sal.
Luego, curtir la cebolla con limón y aceite.
Proceder a disolver el maní en agua.
Picar el cilantro finamente.
Finalmente, se mezcla el pescado curtido con la cebolla y se agrega el cilantro y salsa de maní. Servir.
45 Minutos.
Tradicional.
No es solo un condimento. De esto saben allá en en Vargas Torres, cantón Tosagua, donde la salprieta es casi un símbolo de fuerza manabita.
Cuentan las leyendas que los hombres de por allá cargan sacos de salprieta como si fueran plumas, aunque para los foráneos la cosa es distinta: les pesa como si llevaran el doble. No cualquiera puede. Esos sacos, dicen, están cargados de más que maíz y maní: es la historia y la fuerza de generaciones. La salprieta es un asunto serio. Las abuelas pasan horas tostando el maíz y el maní en comales de barro sobre hornos de leña, cuidando que nada quede crudo, porque un mal tueste arruina todo. Y ni hablar de la sal que, en tiempos antiguos, era de un negro prieto que dio nombre a esta mezcla mágica. Las abuelas empacan la salprieta en hojas de plátano y la dejan al calor lento del horno, como cocinando recuerdos. Lo curioso es que el manabita come más salprieta cuando está lejos de casa, como si un simple bocado pudiera engañar al cerebro y devolverle, aunque sea por un ratito, el calor del hogar.
Nota: La receta es 50% de maíz amarillo tostado y 50% de maní molido fino, si no la quiere tan manizuda puede trabajar 70-30 sobre todo para uso de restauración o para decorar.
Esta delicia la encontrará de venta en la calle, en los autobuses y en cafeterías de Bahía de Caráquez y de todo Manabí. No se la pierda.
Del maíz, nuestros pueblos originarios han realizado muchas cosas. Una de ellas es la empanada, una pieza esencial. Comienza con el maíz amarillo cocido, se desgrana y se muele sin quitarle el piquillo. Este detalle marca la diferencia: al pasar por el molino, el grano se compacta y se convierte en una masa uniforme que se estira para formar discos perfectos, listos para rellenar. Y aquí viene la magia: el relleno. La de queso rallado es un clásico, las favoritas siempre serán las de queso y longaniza ahumada, que traen todo el sabor y el ahumado.
¿Otra joya? Las empanadas de guariche y maní, al igual que las de masa de plátano, llevan un poco de menestra de plátano en el interior. Este secreto hace que al freírse alcancen el balance perfecto.
¡Una experiencia que va de lo clásico a lo inesperado, siempre con ese toque manabita que no se encuentra en ningún otro lugar!
Nota: En vez de agua usar suero salado.
En la cocina de las abuelas manabitas, la magia empieza con el sonido de los maduros cayendo en el fogón. Entre risas y sabiduría, ellas fueron las primeras alquimistas de lo que hoy conocemos como el bolón.
Con manos ágiles, combinaban maduro y maní, creando la famosa bola de maní, un tesoro que se multiplica en versiones con queso, chicharrón o longaniza.
El secreto del maní, que no debe saber rancio, está en prepararlo un día antes.
Nota: Moler con mortero de piedra e ir agregando poco a poco el maní es la tradición. Cuando ya se han seguido los pasos de la cocción, acompañar con café de olla o café pasa- do y una porción de longaniza ahumada.
En Salango, el mar cuenta historias a quienes saben escucharlo y Alfredo Pincay, un cocinero de alma y corazón, es uno de ellos. Desde joven, aprendió a amasar el pan junto a su madre, pero fue en el aroma del mar donde encontró su verdadera pasión. El chumumo, un pescado pequeño y humilde conocido también como boquerón, solía ser parte de la dieta de los pescadores. Con los años, se perdió la costumbre, pero Alfredo la puso de vuelta en la mesa en su conocido restaurante, abierto un 24 de diciembre de 1987. Lo llenó de vida con platos criollos, caldos de gallina y sabores del mar. Los boquerones, servidos con patacones al ajillo, recuperaron su lugar en la memoria y el paladar de los comensales para honrar así a la tradición y a su querida amiga Elsita de Guerra, quien le enseñó a darle ese toque diferente a los frutos del mar.
Este ceviche, considerado por muchos como un afrodisíaco natural, requiere ostras frescas, con una vida útil de máximo tres días en un lugar ventilado, ya que su calidad se percibe fácilmente: si una ostra se abre sola o emana un olor fuerte y rancio, debe descartarse inmediatamente.
Desde hace 20 años, la familia Bailón ha deleitado a mantenses y visitantes en su icónica carreta afuera de la Autoridad Portuaria. Dos generaciones se han dedicado a esta tarea, creando un espacio donde desconocidos se sientan juntos en la gran mesa manabita, unidos por el sabor incomparable de este ceviche.
Dicen los expertos que no se deben confundir ostras con ostiones, que, si bien son parientes cercanos, el nivel de sal los diferencia. Quien probó este ceviche, sabrá contar de esta experiencia única… y por supuesto, volverá.
Cada cosecha trae esperanzas renovadas. Es resultado del esfuerzo de la siembra, pero, además, de que habrá el cortadito de choclo, un verdadero placer que se espera con ansias. Este platillo reúne a la familia alrededor de la mesa, ya sea en un almuerzo o una cena, llenando el ambiente de aromas y recuerdos compartidos.
Hay un ingrediente fundamental: el choclo joven y tierno, evitando el jecho duro, y en añadir abundante queso duro, que se derrite deliciosamente en la cocción. Pero el toque maestro es el suero, que le da un sabor único y distinto a la leche tradicional.
Es tan sencillo de preparar como delicioso y no importa cuántas veces se haga, cada cortadito sabe a gloria.
Nota: A la manera tradicional, este platillo se sirve acompañado de tajadas de queso.
El sánduche de carne punzada es protagonista de todo cumpleaños manabita. ¿Torta? ¡Eso es lo de menos! La carne bien punzada, con su sazoncito, y la ensalada de cebolla curtida con repollo, se llevan toda la atención. Según la familia, encontrará una versión: que si con más ajo, que si con una salsa secreta que ni en sueños te van a revelar, pero eso sí, todas tienen el toque que deja pidiendo bis. Es tan versátil que en Manabí se dice que si te comes uno, ya te va mejor el día.
Ya sabes. Si en una fiesta, ves la bandeja de sánduches, corre antes de que se acaben, porque aquí, quien parpadea se queda con las ganas.
Cortar el pescado en cuadros de medio centímetro.
Encurtir con limón y sal, dejar reposar por treinta minutos o curtir de un día para el otro. Este tiempo es opcional.
Cortar la cebolla finamente en juliana y remojar en agua helada con un puntito de sal.
Luego, curtir la cebolla con limón y aceite.
Proceder a disolver el maní en agua.
Picar el cilantro finamente.
Finalmente, se mezcla el pescado curtido con la cebolla y se agrega el cilantro y salsa de maní. Servir.
45 Minutos.
Tradicional.
No es una historia de zombies, aunque a esta sopa se la conoce como “levanta muertos”. Ocurre porque reanima al más chuchaqui y levanta el ánimo y más a quienes están decaídos (se le atribuye ser un afrodisíaco). Eso ya lo dirá usted cuando la pruebe. Lo que le podemos contar es que el secreto está en el fondo de mariscos, preparado con cabezas de crustáceos, espinazos de pescados y tallos de cilantro. El caldo robusto es el alma de este plato que trae consigo la esencia del mar y la fuerza de la mesa chola. Al probarlo, se siente una oleada de energía, quizás por la cantidad generosa de mariscos o por el maní, que aporta una dosis extra de vitalidad. Es fácil imaginar a los pescadores volviendo a la vida tras una noche dura en alta mar, o a los trabajadores del campo recuperando fuerzas bajo el
sol implacable a través de este resucitador en forma de sopa.
NOTA: Es importante que los mariscos no queden sobrecocidos.
40 Minutos.
Tradicional
Dicen que la sopa de arroz es una consentida de las familias, y no por nada. Esa receta, nunca fue exacta y siempre tuvo un toque de improvisación. Las abuelas armaban el remedio para males que iban desde la fiebre hasta el “tienes la panza vacía, ¡cómete esta sopita!”. Unos días con maní, otros con costilla, y hasta con refrito, porque en las cocinas de antes se usaba lo que había en la despensa. Hay una regla importante: el arroz no se lava porque sale baboso y ahí sí, ni la abuela te salva del regaño. Dos lavaditas, dicen, y que sea fresco. Había algunos truquitos más, pero la coincidencia estaba en que esta sopa era una mezcla de ingredientes que curaba más por nostal gia que por nutrición.
Nota: Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
Un mediodía cualquiera, con la refrigeradora tan vacía que hasta el eco se escuchaba al abrirla, las abuelas recurrían a los retacitos de carne que habían guardado y le ponían de todo lo que había quedado. En minutos, estaba lista la sopita salvadora, olorosa y contundente y salvado el día con sencillez y amor.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Picoazá es otro de los lugares manabitas donde las tradiciones se viven con intensidad y aquí, el caldo de mondongo con habas es más que un plato: es una experiencia que conecta todos los sentidos. Resistirse a esta delicia es casi imposible. Es un ritual que reconforta y une.
Es el manjar secreto de las abuelas manabitas, primero porque rara vez está a la venta y luego, porque después de comerlo, quedas hecho un león. ¡Y no es para menos! Este pececito, flaco y sin mucha gracia, es una bomba de energía. Cuando hay buena pesca de pinchagua, en las casas se arma el festival de caldo, y si te lo sirven, prepárate, porque la cantidad de nutrientes es tanta que dicen que te puede dejar dormido de puro bienestar. Aunque pocas personas lo venden, en las casas de Manabí se cocina con todo cariño, especialmente para enfermos o escolares. Hay que poner más pinchagua que agua, que no falte el peje, porque de ahí sale un jugo espesito, cargado de sabor. Si pasas por Las Gilces, allá por Crucita, chapea por aquí y por acullá. Y si ves que lo venden, no te lo pierdas, es como encontrar oro.
60 min
Tradicional
No es una historia de zombies, aunque a esta sopa se la conoce como “levanta muertos”. Ocurre porque reanima al más chuchaqui y levanta el ánimo y más a quienes están decaídos (se le atribuye ser un afrodisíaco). Eso ya lo dirá usted cuando la pruebe. Lo que le podemos contar es que el secreto está en el fondo de mariscos, preparado con cabezas de crustáceos, espinazos de pescados y tallos de cilantro. El caldo robusto es el alma de este plato que trae consigo la esencia del mar y la fuerza de la mesa chola. Al probarlo, se siente una oleada de energía, quizás por la cantidad generosa de mariscos o por el maní, que aporta una dosis extra de vitalidad. Es fácil imaginar a los pescadores volviendo a la vida tras una noche dura en alta mar, o a los trabajadores del campo recuperando fuerzas bajo el
sol implacable a través de este resucitador en forma de sopa.
NOTA: Es importante que los mariscos no queden sobrecocidos.
40 Minutos.
Tradicional
Dicen que la sopa de arroz es una consentida de las familias, y no por nada. Esa receta, nunca fue exacta y siempre tuvo un toque de improvisación. Las abuelas armaban el remedio para males que iban desde la fiebre hasta el “tienes la panza vacía, ¡cómete esta sopita!”. Unos días con maní, otros con costilla, y hasta con refrito, porque en las cocinas de antes se usaba lo que había en la despensa. Hay una regla importante: el arroz no se lava porque sale baboso y ahí sí, ni la abuela te salva del regaño. Dos lavaditas, dicen, y que sea fresco. Había algunos truquitos más, pero la coincidencia estaba en que esta sopa era una mezcla de ingredientes que curaba más por nostal gia que por nutrición.
Nota: Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
Un mediodía cualquiera, con la refrigeradora tan vacía que hasta el eco se escuchaba al abrirla, las abuelas recurrían a los retacitos de carne que habían guardado y le ponían de todo lo que había quedado. En minutos, estaba lista la sopita salvadora, olorosa y contundente y salvado el día con sencillez y amor.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Esta sopa es de nación de los campos en que el arroz crece al ritmo de la lluvia y el maní se recoge con trabajo que no admite pacharacos. Lleva la sabiduría de generaciones con sabores que sorprenden al paladar. Las costillas de chancho, ahumadas y maceradas en vinagre de guineo por horas son el centro del plato. Es un pedacito de Manabí que no se deja ir tan fácilmente.
Picoazá es otro de los lugares manabitas donde las tradiciones se viven con intensidad y aquí, el caldo de mondongo con habas es más que un plato: es una experiencia que conecta todos los sentidos. Resistirse a esta delicia es casi imposible. Es un ritual que reconforta y une.
Es el manjar secreto de las abuelas manabitas, primero porque rara vez está a la venta y luego, porque después de comerlo, quedas hecho un león. ¡Y no es para menos! Este pececito, flaco y sin mucha gracia, es una bomba de energía. Cuando hay buena pesca de pinchagua, en las casas se arma el festival de caldo, y si te lo sirven, prepárate, porque la cantidad de nutrientes es tanta que dicen que te puede dejar dormido de puro bienestar. Aunque pocas personas lo venden, en las casas de Manabí se cocina con todo cariño, especialmente para enfermos o escolares. Hay que poner más pinchagua que agua, que no falte el peje, porque de ahí sale un jugo espesito, cargado de sabor. Si pasas por Las Gilces, allá por Crucita, chapea por aquí y por acullá. Y si ves que lo venden, no te lo pierdas, es como encontrar oro.
60 min
Tradicional
El nombre de esta receta es literal todo lo que contiene: arroz y coco. En Cojimíes es una tradición, especialmente en el sector Alcatraz. En los años 40 del siglo pasado, era la forma principal en que se consumía el arroz por una simple razón: la leche de coco, obtenida de los abundantes cocoteros de la región, era la fuente de grasa más accesible.
Le añadía un sabor exquisito al arroz y lograba que quedará graneadito, suelto, y perfecto. Su origen está profundamente vinculado a la Hacienda La Esperancita, donde, se cultivaba un tipo especial de arroz llamado “de montaña”. Era más alto y resistente, capaz de soportar la sequía. Los trabajadores de la hacienda, tras largas jornadas, llegaban a sus hogares en Cañaveral y Alcatraz, donde las cocinas se llenaban del aroma dulce y envolvente que trepaba por las paredes de caña.
Aunque los tiempos han cambiado y la modernización ha traído nuevas formas de cocinar, en Cojimíes, el arroz con coco sigue siendo una tradición y testimonia la herencia cultural de este rincón de Pedernales.
Los calentados de habichuela o de fréjol son el ejemplo de que lo bueno se repite y mejora porque dicen que son más sabrosos al día siguiente. Imagínate: el arroz blanco de ayer, las menestras que sobraron y lo que ocurre cuando se calientan, se mezclan y listo. ¿Te animas a ponerle queso rallado, huevo frito o maduritos? Ah, y no olvides la salsa de queso o un queso frito para acompañar. ¡Un manjar que reinventa la cocina de aprovechamiento! ¿El secreto? Comerlo con ganas, porque en Manabí es una tradición deliciosa que se disfruta sin apuros.
Los hermanos Villacréses Cevallos, en Jipijapa, desde hace 59 años ofrecen en su Picantería “San Vicente” un plato que se ha vuelto emblema: el bistec de carne de res, acompañado de arroz o huevos fritos.
Se sirve todo el año y viene de los conocimientos que les transmitió su pariente, don Olivo Fienco. El secreto de su sabor radica en que cuando la carne está en punto exacto de cocción, agregan agua de cocción de arroz. Este plato reúne a comensales de toda edad que empiezan el día con desayuno reforzado.
Cuando las albarradas se secaban bajo el implacable sol, en la comunidad Coaque de Pedernales, era tiempo de recolectar chame. Con la tierra agrietada por falta de lluvia, el chame se quedaba atrapado en charcos menguantes y hombres, mujeres y niños salían con canastas y baldes a recogerlo. En los 70, don Alfredo, dueño de una de las albarradas más grandes de la región, decidió romper una de estas, dejando escapar cientos de quintales de camarón y chame al mar. Todo el pueblo estaba en la playa, recogiendo tesoros. Entre ellos, un niño de ocho años, hijo de Alfredo, corría por la arena, gritando que le dejaran los chames machos. Desde ese día, el apodo de “El Chame Macho” quedó para siempre con él.
No hay plato más manaba que un buen arroz con guariche, ese cangrejito dulce que da sabor a la vida y a la olla. En la localidad El Barro, de la Parroquia Cojimíes, del cantón Pedernales, los recolectores se internan en los manglares, sacan su sarta de guariches y llegan al mercado, mientras sus esposas, alfareras de manos mágicas, moldean la tierra en formas que solo ellas conocen. El secreto está en combinar el dulzor del guariche, el ajo, la cebolla y un toque de achiote que da color al plato. Cuando los guariches no están en veda, se arman las fiestas en las casas y ese arroz en el fogón es invitado de honor. Un bocado de tradición que lleva el sabor del manglar y el esfuerzo de los recolectores. ¡Así que a servirse bien lleno el plato y a repetir sin vergüenza!.
Nota: Se acostumbra acompañar con caparazones rellenos de masa madre manabita cocinados en el agua de los guariches. En Tosagua, se le agrega maduro al relleno.
Cualquier día es bueno para un arroz con mariscos. Cada cantón, hasta en sus más pequeños rincones y de allí, en viravuelta, lo ofrece con su toque. La variedad es la norma y el sabor, la ley.
Chapeando por varios puestos, podemos contarles que la magia comienza con un refrito de sabor profundo, con cebollas, pimientos, ajos y corazones de los tomates, que normalmente se
destinarían al ceviche. Nada se desperdicia, porque en la cocina manabita se usa todo y cada ingrediente brilla. Para que el plato tenga esa intensidad que provoca aventarse, se utilizan fondos de cabezas de pescado, camarones y langostinos. Va todo junto, pero cada elemento se prepara con antelación para que al llegar el comensal, el plato venga enseguida.
La innovación no está prohibida. Hay sitios en que han incorporado salsa china y de ostras. Si habláramos de moda, diríamos que es un clásico. Hay tradición e innovación en su justa medida para que los resultados marquen el estilo de Manabí y su gente.
60 Minutos.
Tradicional e Innovación
El nombre de esta receta es literal todo lo que contiene: arroz y coco. En Cojimíes es una tradición, especialmente en el sector Alcatraz. En los años 40 del siglo pasado, era la forma principal en que se consumía el arroz por una simple razón: la leche de coco, obtenida de los abundantes cocoteros de la región, era la fuente de grasa más accesible.
Le añadía un sabor exquisito al arroz y lograba que quedará graneadito, suelto, y perfecto. Su origen está profundamente vinculado a la Hacienda La Esperancita, donde, se cultivaba un tipo especial de arroz llamado “de montaña”. Era más alto y resistente, capaz de soportar la sequía. Los trabajadores de la hacienda, tras largas jornadas, llegaban a sus hogares en Cañaveral y Alcatraz, donde las cocinas se llenaban del aroma dulce y envolvente que trepaba por las paredes de caña.
Aunque los tiempos han cambiado y la modernización ha traído nuevas formas de cocinar, en Cojimíes, el arroz con coco sigue siendo una tradición y testimonia la herencia cultural de este rincón de Pedernales.
Los calentados de habichuela o de fréjol son el ejemplo de que lo bueno se repite y mejora porque dicen que son más sabrosos al día siguiente. Imagínate: el arroz blanco de ayer, las menestras que sobraron y lo que ocurre cuando se calientan, se mezclan y listo. ¿Te animas a ponerle queso rallado, huevo frito o maduritos? Ah, y no olvides la salsa de queso o un queso frito para acompañar. ¡Un manjar que reinventa la cocina de aprovechamiento! ¿El secreto? Comerlo con ganas, porque en Manabí es una tradición deliciosa que se disfruta sin apuros.
Los hermanos Villacréses Cevallos, en Jipijapa, desde hace 59 años ofrecen en su Picantería “San Vicente” un plato que se ha vuelto emblema: el bistec de carne de res, acompañado de arroz o huevos fritos.
Se sirve todo el año y viene de los conocimientos que les transmitió su pariente, don Olivo Fienco. El secreto de su sabor radica en que cuando la carne está en punto exacto de cocción, agregan agua de cocción de arroz. Este plato reúne a comensales de toda edad que empiezan el día con desayuno reforzado.
Cuando las albarradas se secaban bajo el implacable sol, en la comunidad Coaque de Pedernales, era tiempo de recolectar chame. Con la tierra agrietada por falta de lluvia, el chame se quedaba atrapado en charcos menguantes y hombres, mujeres y niños salían con canastas y baldes a recogerlo. En los 70, don Alfredo, dueño de una de las albarradas más grandes de la región, decidió romper una de estas, dejando escapar cientos de quintales de camarón y chame al mar. Todo el pueblo estaba en la playa, recogiendo tesoros. Entre ellos, un niño de ocho años, hijo de Alfredo, corría por la arena, gritando que le dejaran los chames machos. Desde ese día, el apodo de “El Chame Macho” quedó para siempre con él.
No hay plato más manaba que un buen arroz con guariche, ese cangrejito dulce que da sabor a la vida y a la olla. En la localidad El Barro, de la Parroquia Cojimíes, del cantón Pedernales, los recolectores se internan en los manglares, sacan su sarta de guariches y llegan al mercado, mientras sus esposas, alfareras de manos mágicas, moldean la tierra en formas que solo ellas conocen. El secreto está en combinar el dulzor del guariche, el ajo, la cebolla y un toque de achiote que da color al plato. Cuando los guariches no están en veda, se arman las fiestas en las casas y ese arroz en el fogón es invitado de honor. Un bocado de tradición que lleva el sabor del manglar y el esfuerzo de los recolectores. ¡Así que a servirse bien lleno el plato y a repetir sin vergüenza!.
Nota: Se acostumbra acompañar con caparazones rellenos de masa madre manabita cocinados en el agua de los guariches. En Tosagua, se le agrega maduro al relleno.
Cualquier día es bueno para un arroz con mariscos. Cada cantón, hasta en sus más pequeños rincones y de allí, en viravuelta, lo ofrece con su toque. La variedad es la norma y el sabor, la ley.
Chapeando por varios puestos, podemos contarles que la magia comienza con un refrito de sabor profundo, con cebollas, pimientos, ajos y corazones de los tomates, que normalmente se
destinarían al ceviche. Nada se desperdicia, porque en la cocina manabita se usa todo y cada ingrediente brilla. Para que el plato tenga esa intensidad que provoca aventarse, se utilizan fondos de cabezas de pescado, camarones y langostinos. Va todo junto, pero cada elemento se prepara con antelación para que al llegar el comensal, el plato venga enseguida.
La innovación no está prohibida. Hay sitios en que han incorporado salsa china y de ostras. Si habláramos de moda, diríamos que es un clásico. Hay tradición e innovación en su justa medida para que los resultados marquen el estilo de Manabí y su gente.
60 Minutos.
Tradicional e Innovación
Hace más de 60 años, don Reinaldo Molina Suárez se convirtió en un ícono de Manta con sus helados de coco artesanales. Con su carrito de helado, solía instalarse en la Avenida 2 y calle 10, vendía conos que refrescaban a todo el que pasaba. Al fallecer, su hijo Fernando tomó la posta, pero decidió innovar: creó el sánduche de helado, al combinar el cremoso helado de coco con pan fresco, comprando diariamente
veinte sucres de pan para satisfacer a los mantenses que se enamoraron de esta delicia.
En Canoa, este manjar evoca tardes de finca. Se preparan con la leche fresca de las vacas, separada especialmente para esta delicia, y se cocinan en una olla sobre el horno, dejando que el aroma de las hierbas y la leche inunde el ambiente.
Los niños, impacientes y curiosos, rondan alrededor, parándose de puntillas y tratando de asomarse para ver si ya están listos. Los más atrevidos intentan picar los huevitos en la olla caliente, aunque saben que hay que esperar a que enfríen, porque si se los comen así nomás, ¡el dolor de barriga no se los quita nadie!
Dnde se hacía bizcochuelo, se respiraba dulzura y tradición. Con manos firmes, pero llenas de ternura, la receta ha pasado de generación en generación. Con delantales llenos de harina y sonrisas cómplices, el secreto para que el bizcochuelo sea esponjoso era batir las claras a punto de nieve y añadir el azúcar poco a poco. ¿El resultado? Un bizcochuelo que se deshacía en la boca.
En su época, no había moldes sofisticados, solo papel de empaque de las fundas, cuidadosamente colocado debajo de la torta para que no se pegara. El toque mágico estaba en el amor con el que lo preparaba y que hoy es revivido por su nieta en un restaurante en Guayaquil.
Hace más de 60 años, don Reinaldo Molina Suárez se convirtió en un ícono de Manta con sus helados de coco artesanales. Con su carrito de helado, solía instalarse en la Avenida 2 y calle 10, vendía conos que refrescaban a todo el que pasaba. Al fallecer, su hijo Fernando tomó la posta, pero decidió innovar: creó el sánduche de helado, al combinar el cremoso helado de coco con pan fresco, comprando diariamente
veinte sucres de pan para satisfacer a los mantenses que se enamoraron de esta delicia.
En Canoa, este manjar evoca tardes de finca. Se preparan con la leche fresca de las vacas, separada especialmente para esta delicia, y se cocinan en una olla sobre el horno, dejando que el aroma de las hierbas y la leche inunde el ambiente.
Los niños, impacientes y curiosos, rondan alrededor, parándose de puntillas y tratando de asomarse para ver si ya están listos. Los más atrevidos intentan picar los huevitos en la olla caliente, aunque saben que hay que esperar a que enfríen, porque si se los comen así nomás, ¡el dolor de barriga no se los quita nadie!
Dnde se hacía bizcochuelo, se respiraba dulzura y tradición. Con manos firmes, pero llenas de ternura, la receta ha pasado de generación en generación. Con delantales llenos de harina y sonrisas cómplices, el secreto para que el bizcochuelo sea esponjoso era batir las claras a punto de nieve y añadir el azúcar poco a poco. ¿El resultado? Un bizcochuelo que se deshacía en la boca.
En su época, no había moldes sofisticados, solo papel de empaque de las fundas, cuidadosamente colocado debajo de la torta para que no se pegara. El toque mágico estaba en el amor con el que lo preparaba y que hoy es revivido por su nieta en un restaurante en Guayaquil.
Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.
La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.
Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.
Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.
“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo.
Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.
Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…
Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.
¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.
Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.
En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.
El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.
Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.
Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.
Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.
¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).
Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”.
Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.
Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.
Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.
El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.
En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.
Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.
Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.
Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.
Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.
La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.
Se escuchaban amorfinos:
“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”
“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.
Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.
La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.
Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.
La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.
Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.
Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.
“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo.
Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.
Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…
Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.
¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.
Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.
En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.
El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.
Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.
Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.
Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.
¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).
Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”.
Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.
Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.
Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.
El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.
En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.
Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.
Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.
Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.
Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.
La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.
Se escuchaban amorfinos:
“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”
“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.
Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.
La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.
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