DE LA BALSA A LA FIBRA

Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.

La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.

Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.

Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.

“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo. 

Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.

Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…

Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.

¿LO QUIERE CON MOSCA O CON AJÍ?

En la gastronomía, no solo la comida de sal tiene anécdotas. También la de dulce y sus primeras evidencias se remontan a la prehistoria en que ya se disfrutaba de miel silvestre. Con el tiempo aparecieron formas elaboradas, como en Egipto y Grecia, donde creaban golosinas con frutas, nueces y especias. Y dicen que de la India provino el caramelo.

En Chone, hay un dulce consagrado, transformado en un rico helado artesanal. “Si pasaste por Chone y no probaste un helado artesanal de crema, coco o chocolate, no sabes de lo que te perdiste”, suele decirse ante este imperdible que a más de uno ha obligado a regresar. Es un negocio que se mantiene desde hace más de 60 años, en diaria lucha frente a los helados industriales.

Lo fundó don Antonio Carranza Zambrano, cuando la competencia era de carretas con helado en las salidas de escuelas y colegios. Al pasar los años, el negocio se hizo familiar y gracias a él han subsistido sus seis hijos y sus descendientes. La base del helado es la leche, directamente de las haciendas ganaderas, de ninguna manera industrializada. Se le unen sabores de frutas o de chocolate. Añaden azúcar y a veces pasas, y lo ponen a hervir en grandes recipientes. Luego del enfriamiento, van a la refrigeración. Para que el sabroso helado soporte el calor por más tiempo, acomodan tachos cilíndricos en el triciclo en que salen a vender y alrededor ponen hielo y sal para que el helado permanezca en su estado ideal hasta por seis horas. Los cinco varones salen a vender. Dos se ubican estratégicamente a las entradas de los bancos Comercial de Manabí y BanEcuador. Tres recorren la ciudad. Son conocidos en todo el cantón.

Muchos, a la segura, pasan por la casa de los Carranza, sede del refrescante negocio, en Colón y 24 de Julio de Chone, solicitando su sabor predilecto. Los descendientes de don Antonio, ya fallecido, recuerdan con cariño la picardía de su padre que le llamaba “mosca” a la pasa y “ají” a la mermelada de piña que ponía encima de los helados. “¿Quiere con mosca o con ají?”, preguntaba a los clientes y casi todos lo festejaban y hacían su elección. Pero no faltaron neófitos en esta tradición que reclamaban airadamente sobre poner un insecto o picante a un helado. Cuando finalmente llegaba la explicación, todo terminaba en carcajadas.

Y en Rocafuerte, hay bocadillos muy apreciados que endulzan la vida al degustarlos. Por la historia oral, sin mucho documento de sustento, pero con sabores que atestiguan, nos llega que en el siglo XIX vinieron a Rocafuerte, monjitas de origen francés, que, a más de catequizar, traían en su bagaje formas de elaborar dulces europeos, como turrones y alfajores. (Hay quienes afirman que los dulces ya existían en Rocafuerte y que las religiosas solo afinaron esta habilidad. Pero de esta afirmación, hay menos sustentos, por lo que volveremos a la referida a las monjitas).

A la vez que introducían valores cristianos y daban clases de bordado, sus dones culinarios se enraizaron hasta convertirse en tradición. Y a los dulces y pasteles se añadían ingre dientes autóctonos como panela, frutas tropicales y -por su- puesto- el maní (si no, no sería Manabí).

Las recetas salían del convento a través de las mujeres de la comunidad y fue tan fuerte su huella que Rocafuerte es hoy la capital de los dulces manabitas y famosa en los confines nacionales.

Se iba forjando la identidad culinaria que se mantiene viva en las dulcerías de Rocafuerte, donde diferentes familias producen y expenden sus dulces en negocios reconocidos. Uno de ellos es “Los Almendros”, entrando a la ciudad, desde el norte. Su propietaria es la reconocida Hondina Delgado Vélez.

Generosa en su sabiduría, enseña a quien interese cómo fabricar huevos moyos, suspiros, pristiños, cocadas, alfajores, bolitas de camote, galletitas de almidón, bizcochuelos, yoyos, manjares de leche, conitos, dulces de guineo y de piña… Y la lista es larga: son casi cien variedades. Otros dicen que trescientas. Y les diré: no basta con que nos comparta la receta.

En dos espacios amplios, diligentes mujeres escogen ingredientes, elaboran masas, revisan hornos, ubican moldes, agregan azúcar, colocan envoltorios, catan…

Ya listos, unos van al mostrador y otros a pedidos sea de la provincia o fuera de ella. Frente al establecimiento, cada día, centenares de vehículos cumplen con el ritual, a manera de romería, de comprar los famosos dulces de Rocafuerte y se van más que satisfechos.

AMORFINOS CON SABOR

El amorfino es esencia en la identidad montuvia manabita. Este verso popular, derivado de la copla española, la única regla que sigue es emocionar a quienes lo escuchan. Cada casa campesina tiene su amorfinero en potencia, pero hay personajes que han llevado esta expresión a otro nivel.

Pedro Florentino Valdez, nacido en las montañas de Chone, en el siglo XIX, era un poeta natural que, sin saber leer ni escribir, decía con orgullo:

“Mis poesías son naturales/ luz que Dios me concedió/ inocente vine al mundo/ y el mundo no me ilustró”.

Con su talento innato, demostraba que la poesía no necesita educación formal para ser auténtica. Lo que sí exigía era jarto sentimiento. El inolvidable Dumas Mora Montesdeoca, de Calceta, recorría Manabí con sus versos, combinando comida y poesía de manera magistral:

“Qué rico el arroz con pollo/ y su viche de maní/ pero un café con un bollo/ a cualquiera hace feliz”.

Hay quienes lo hicieron a través de personajes como Raymundo Zambrano, con su Don Pascual:

“Si a cocinar yo me atrevo/no crean que soy metiche/ para mí no es nada nuevo/prepararles un corviche”.

Gloria de Lourdes Moreira, desde Vargas Torres de Tosagua, sigue improvisando amorfinos con la sabiduría de sus 84 años:

“Yo soy abuela del campo/soy montuvia y soy partera/ por eso el amor que tengo/no se lo doy a cualquiera”.

¡Dejenaante era común que los amorfineros recorrieran los campos, manteniendo viva la llama de nuestra identidad oral! Para muestra, varios botones:

“El plátano barraganete/es bueno pero pintón/el hombre para querer/ no ha de ser tan conversón” (Lorenza Párraga Loor, cantón Bolívar).

“Soy como el frijolito/ regando y echando flores/ porque me ves muy viejita/ no creas no sé de amores” (Santa del Socorro Ávila, Charapotó).

“En mi monte hay una flor/ que huele a pintón asado/ así huele mi amorcito/ cuando lo tengo abrazado” (Flavio Zambrano Macías, Jama).

Y en contrapunto, simbólicamente enfrentados hombre y mujer, con versos irónicos o de tonos muy elevados, causan algarabía en los presentes:

El desafío: “Los hombres de este tiempo/ son como la paja seca/no tienen para el arroz/ y menos pa la manteca”.

La respuesta: “Tengo para el arroz/ y también pa la manteca/y me sobran cuatro reales/ para darle a las coquetas” (Ramona Hilda Gutiérrez).

El desafío: “Yo soy la media naranja/yo soy la naranja entera/ yo soy el limón entero/ pero no para cualquiera”.

La respuesta: “Yo soy la media naranja/yo soy el limón entero/ mejores naranjas he visto/huaqueadas de carpintero” (Rosa Bazurto Vélez).

Justo es reconocer a quienes han impulsado e impulsan la oralidad manabita, y con ella la difusión de la comida ancestral. Don Manuel Espinales, ya fallecido, encarnó a un personaje popular, don Patricio de Maconta, que llevó alegría con versos y dichos populares. Lo hizo también Antonio Pico, folclorista, quien, en la Casa de los Abuelos, una construcción montuvia patrimonial en la vía hacia Ayacucho de Santa Ana, ha llevado adelante programas que han concitado la atención del país. Lo suyo cumple Eumeny Álava, maestro y difusor de la cultura montuvia. Sus festivales sobre la comida ancestral, en la finca Colinas del Sol de Calceta, son demostración de valores e identidad. ¡Cómo no mencionar a José Cedeño Guzmán! Este calcetense, conocido artísticamente como Piloso, con su propuesta musical que apunta a destacar los valores identitarios de Manabí. Búsquelo y óigalo. Angelita Zevallos, gestora cultural, ha dedicado años de investigación a la tradición oral manabita y publicó un libro sobre el tema que ha sido como pan caliente. Están Yuri Palma, maestro universitario, músico e investigador de las raíces montuvias; Eduardo Mendoza Vera, a través de su música ha destacado el valor del amorfino como identidad del montuvio y Alberto Miranda, gestor cultural y motivador con su colectivo Fortaleza de la Identidad Manabita.

Ustedes sabrán perdonar
Si de alguno yo me olvido
Que ocurra no fue intención
A todos, mi devoción.

LA TRAVESURA DE ALEJITO

¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.

Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.

En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.

El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.

Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.

Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.

Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.

¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).

Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”. 

Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.

Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.

Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.

El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.

En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.

Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.

Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.

Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.

LAS BALSAS SON UNA FIESTA

Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.

La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.

Se escuchaban amorfinos:

“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”

“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.

Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.

La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.

UN AMOR ENTRE AGUAS

Me llamo Lorenzo Parrales y vivo en Crucita. A decir verdad, soy bien vago (o tengo tiempo de sobra) y me gusta recorrer, a pie o en bicicleta, toda la zona de esta tierra mía que llevo en el corazón.

Ahora estoy sentado en una roca, mirando por enésima vez cómo se encuentran el río y el mar. Es el océano que asombró a Balboa. Es el río que vieron los conquistadores españoles antes de fundar Portoviejo.

¿Cuántas veces se habrá producido este encuentro? No lo sé, pero lo que sí sé es que es un amor para siempre. Este par se besa eternamente, y hay temporadas en que se besa más, se revuelca, se estruja.

Según se me va ocurriendo, me he preguntado también por qué emigran los pájaros, por qué son tan camelladoras las hormigas, por qué las moscas no se cansan de molestar…
Y aunque todo tiene un por qué, ante mis insistentes preguntas, mis amigos dicen que soy inteligente y torpe, porque tengo ideas geniales o pensamientos tontos al mismo tiempo. Cosas de no tener qué hacer.

Hay un cruce de pececillos por aquí. El que viene por el río encuentra agua salada y el que arriba con las olas encuentra dizque agua dulce. Los científicos, que todo lo sapean, comentan que ambos mueren inevitablemente, porque ingresan a territorios donde el metabolismo de cada cual se deteriora.

Da pena por los pececillos que así terminan, pero lo realmente trascendente y excitante es ver a dos aguas que se encuentran, se revuelcan y tienen, como diría un poeta machón, un intenso orgasmo de espumas. El más entrador es el río, que no tiene marcha atrás porque el torrente va en una sola dirección.

Pero eso cambia cuando el río se encabrita o es sacudido por excesos de lluvias provocados por los fenómenos climáticos. Allí la cosa se pone acuáticamente fea. Es como sipelearan con todo este par de tórtolos. ¿Han notado lo poeta que soy?

En mis varios recorridos, por aquí cerca, en el camino a la comunidad de Correagua, me encontré con un pequeño negocio de comidas, cuya especialidad es el meloso de pato. Sé que por este sector se ha vuelto atractiva la crianza de este animal y varias personas se dedican a la anacultura.

Este meloso, que me recuerda a la melosa de mi mujer, se va haciendo conocer cada vez más. Empecé a cucharear y me encontré con una comida que vale la pena deglutir.

No hay que olvidar que el estómago tiene derecho a recibir cosas nuevas y buenas, y el meloso ya está en la lista de ofertas de varios restaurantes. La camarera me explicó los pasos de la preparación, pero prefiero no decirlos para que los próximos clientes no pierdan la sorpresa del cuchicheo. Eso sí, aseguro que está de chuparse los dedos sin usar servilleta.

También estuve por aquí cerca, ya casi en la zona de Rocafuerte y parte de Charapotó. Ingresé a un arrozal recién sembrado, con el permiso del dueño, claro, y de los perros que ladraban hasta por si acaso.

El sembrador me indicó que su arroz es orgánico, que no usa matamalezas ni mata esperanza ni mata vida, que todo es sanito. Hasta ahora tiene asegurada la venta, pero dice que la producción va en aumento, porque el asunto de los pesticidas tiene preocupado a los médicos y a los habitantes de las comunidades.

La siembra es manual, pero la cosecha utiliza tecnología. Este procedimiento híbrido mejora el prestigio del producto. Toda esta zona es rica en agricultura.

Antes de bajarme de la piedra, veo a lo lejos las aves que vuelan sobre los manglares. El encuentro de aguas produce estos paisajes maravillosos. Los manglares son como laboratorios donde muchas especies cumplen ciclos de renovación. Entre esas ramas alargadas y fantasmales yace la vida. Es un hábitat que defender con uñas y dientes.

Me llamo Lorenzo Parrales, pero podría llamarme Jacinto Posligua, Tarquino Mendoza, Agapito Cedeño, Jonás Cañarte, Martes Trece Santana. No importa el nombre, importa la nobleza de querer y cuidar este reducto entre el mar de Balboa y el río Portoviejo, que pertenece a todos. De seguro mañana vendré de nuevo. Ya les dije que tiempo es lo que me sobra.

MACHETINO Y EL GRAN CACAO

Cuando escuchaba la expresión “El gran cacao”, Machetino pensaba en aquellos fulanos que, creyéndose ricos económica o intelectualmente, miraban a los demás por encima del hombro

Pero eso era coloquial. Machetino supo pronto que El gran cacao se refería en la realidad a un fruto que es parte de la vida económica del Ecuador y que, entre 1870 y 1930, alcanzó tal crecimiento que sacó la cabeza por el techo, convirtiéndose en salvador temporal de una economía lánguida. Por la enorme demanda, la gente sembraba y sembraba y los gringuitos compraban y compraban. ¡Gran negocio!

Y aunque a eso que le llamaron boom (Machetino decía que debía llamarse bombón) decreció, porque todo lo que sube baja, pero el cacao siguió siendo parte importante de la vida del país.

Machetino leyó que Manabí estaba entre las provincias más sembradoras y cosechadoras, junto a Guayas, Los Ríos, Esmeraldas, El Oro y Santa Elena, o sea las tierras de todos los montuvios, cholos y negros. Y que, en nuestra provincia, una comunidad llamada Piedra de Plata, en el cantón Pichincha, se ufana de producir el cacao más fino del mundo, por su calidad, aroma y sabor, y que de la pepa sacaban unos 2.500 quintales. ¡Están que no entran quienes habitan en el lugar!

Pero el Machetino se enteró también de algo grave: que el mentado grano era acaparador de camellos, pues se le atribuían al menos 1.000 productos derivados. “Está en todas partes”, dijo Machetino.

Cansado antes de empezar, nuestro personaje no quiso repasar semejante lista y se limitó a revisar unos cuantos temas.

Leyó que del grano se producen cosméticos, cremas humectantes, jabones, champús y otros embellecedores. Y pensó en su Anacleta, con quien llevaba amarrado casi 40 años.

Le llamó la atención la mantequilla labial y entonces supo que aquello que se ponía cuando imprudentemente se exhibía medio pelado y sin protector en Crucita, venía del famoso cacao. ¡Haberlo sabido antes, me lo hubiera comido!

Cuando supo de la intromisión del cacao en la industria farmacéutica, Machetino imaginó aspirinas de chocolate y cerró los ojos.

Lo que más le gustó fue leer la palabra confitería, pues era un fanático del dulce. Se le salió un mmmmm y siguiendo la pista de su improvisada onomatopeya salió en busca de una tienda para comprar un chocolate. En las vitrinas divisó uno que decía “Made in Calceta”. Lo probó y quedó encantado. El tendero le dijo que el propietario era un tal Rolando Montesdeoca, finquero, asentado en las cercanías del Carrizal.

“Están para exportación”, sentenció Machetino, dándose aires de chocolatero profesional.

El tendero también le dijo que en Calceta existía una organización llamada Fortaleza del Valle, que impulsaba la calidad del cacao exportable y que había ganado un premio de excelencia en París, hace algunos años, de la mano de un cacaotero que ya se fue al cielo: Pedro Berto Zambrano.

Al salir de la tienda compró un periódico y le llamó la atención un titular. Se enteró que estudiantes de la escuela de gastronomía de la Universidad Técnica de Manabí (UTM) estaban exponiendo postres de cacao. Y el mmmmm se volvió a percibir.

La noticia también decía que 40 alumnos habían finalizado el taller de cacao y chocolate organizado por el Centro de Emprendimiento e Innovación de la Prefectura de Manabí. Inquieto con esto, se fue de metiche a observar en varias fincas, el proceso de siembra y cosecha. Más adelante se enteró de que la escuela de gastronomía de la misma UTM tenía una materia llamada arte del cacao. “O sea que tam bién se cree artista, o sea que también se mete a las aulas”, exclamó Machetino.

No contento con lo averiguado, Machetino fue a una biblioteca y conoció que el cacao era viejito porque había nacido hace unos 5.000 años. Quedó orgullosamente asombrado cuando supo que unos estudios habían determinado que la pepa de oro había sido domesticada en el Ecuador.

Y así, paso a paso, Machetino siguió preguntando y preguntando, hasta que le agarró un sueño de padre y señor nuestro. Y, creyéndose un gran cacao, se quedó profundamente dormido entre los brazos de su Anacleta.

Pero en sus sueños, el cacao seguía hablándole, recordándole que su historia no era solo de dulzura y éxito, sino también de lucha y perseverancia. Al despertar, Machetino comprendió que el verdadero “gran cacao” no era solo un fruto, sino el espíritu indomable de su gente, que había transformado un simple grano en el orgullo de una nación.

Con una sonrisa en los labios y un nuevo respeto por el cacao, Machetino se declaró defensor de su legado, asegurándose de que su historia siguiera viva en cada rincón del Ecuador.

PARA QUE EL MUNDO NOS PRUEBE

Un día de hace algunos años, en febrero de 2001 para ser precisos, durante el Campeonato Sudamericano de Fútbol Sub 20, en Portoviejo, integrantes del equipo argentino se fastidiaron porque no había raviolis en el menú del hotel que los hospedaba. Les ofrecieron comidas tradicionales que los rioplatenses no aceptaron.

Inevitablemente ocurre que “cada cual alaba su queso rancio” y en esta ocasión los argentinos se decepcionaron. Pero el asunto es más complejo. Con la globalización los gustos se unifican y los de las naciones más poderosas se imponen. Esto afecta a la gastronomía, sin duda. Si no, en algún lejano rincón del mundo, ¿será más fácil encontrar una hamburguesa o un corviche?

Hay quienes se rebelan ante esto. Lo hizo el peruano Gastón Acurio, alumno de la escuela culinaria francesa, construyendo una nueva oferta. Provocó una revaloración e internacionalización de la comida del Rímac y propuso, entre otras cosas, adaptar técnicas, manteniendo vivo el sabor de platos originales. El resto de esta historia la completaron la mercadotecnia y el turismo. Hoy, la cocina peruana, en palabras del propio Acurio, “es una tendencia de consumo global”.

En la sierra ecuatoriana, hay sitios que revalorizan nuestra gastronomía. Y en Guayaquil hay una tendencia a dar valor agregado a platos del propio puerto y a otros que llegan des- de nuestra provincia.

Enamorados y llenos de orgullo como somos los manabitas, surgió en nuestra provincia el proyecto Iche. Lo dirige Orazzio Belletini, que volvió al terruño desde Quito donde lideró importantes iniciativas, para proponer “elevar la rica cultura culinaria de Manabí en un escenario global, reforzando la identidad cultural, impulsando al mismo tiempo la sostenibilidad, la innovación y la inclusión social”.

Dicho en directo: reconocer nuestras raíces, hacer que se conozcan y se respeten y, por supuesto, sumarle pasión.

El proyecto tiene una característica especial: promueve a la provincia como una región que puede manejarse por sí misma y proponer innovaciones al mundo. Si todo resulta como está planteado, en pocos años tendremos un muestrario de platos originarios de Manabí, ofertados por el mundo. Y hay más esfuerzos en este mismo objetivo.

El 16 de abril de 2016, el terremoto cobró la vida del niño Daniel Balda, en Portoviejo. Su padre, Luis, había regresado a Ecuador tras 15 años en España, donde había adquirido experiencia en trabajos como atención en mesa y cocina, fusionando pro ductos manabitas con mediterráneos. En 2015, junto a su esposa manabita, decidió volver a su tierra natal.

Después del trágico evento, trabajó durante cinco años en una finca cerca de Pile y en plena pandemia, decidió abrir un restaurante en Portoviejo llamado “Montubio”, donde busca poner en valor saberes ancestrales de la gastronomía local. En su menú, ofrece platos típicos de la región como viche, tonga y ceviche Jipijapa, e impulsa eventos como “El viche más grande del mundo”, con el que ganamos un récord Guinness, mostrando así la riqueza de la cocina manabita en diferentes países.

Iniciativas no faltan y les cuento de esta otra. A finales de los ochenta, Diznarda Mendoza preparaba empanadas que su nieto Leonardo Pinargote vendía en Ayacucho. A sus 18 años, Leonardo se fue a Quito para convertirse en chef. Realizó cursos y trabajó en lugares de renombre donde se familiarizó con la gastronomía mundial, aunque su pasión siempre fue la manabita.

Tras regresar a Portoviejo, fundó su emprendimiento “Nardo” en homenaje a su abuela y a una planta aromática. Está diseñado para atender a familias y grupos, combina un ambiente moderno con elementos ancestrales, ofreciendo una variedad de platos que incluyen ostras frescas, hayacas y ceviches.

Ha representado al país en eventos internacionales y ha sido reconocido por su creatividad en la cocina, destacándose como uno de los 50 innovadores de la cocina ecuatoriana. Desde una ventana de Nardo, donde el atardecer se filtra, recuerda con cariño a su abuela y la ruta de sabores que comenzó en Ayacucho.

Con todo esto, un día -estamos seguros- los jovencitos argentinos de ayer serán, entre miles de turistas, comensales que conocerán en directo el sabor inigualable del viche y de otros sabrosos platos. Y aún más: la razón de visitarnos será comerlos como resultado de esta gesta de amor para Manabí, para el Ecuador y el mundo.

UNA MONA BIEN MONA

Cuenta la historia, esa no oficial y que va de boca a oreja, traspasando los años, que en el cerro La Mona ha vivido dejenaante una mujer que caprichosamente aparece según le viene a bien. ¿Y para qué lo hace? Va tras encantar incautos temerarios para, en caso de llegar a cumplir sus deseos, ha cerlos felices y ricos.

Son leyendas que hacen terroríficamente atractivo al cerro. Y sigue así: del cerro salía una voz melodiosa que fascinaba con hermosas canciones. Nadie se atrevía a buscar el origen. Unos decían que habían visto de lejos a una mujer joven y bonita que desaparecía al sentirse observada.

Eso fue hasta que un valiente, de los que nunca faltan, decidió ir más allá hasta dar con la mujer de piel blanca, ojos azules, pelo largo y lacio que le cubría la espalda, sentada sobre una roca.

Mientras cantaba, peinaba su cabellera con una peineta de oro. El hombre se paró frente a ella y la bella mujer, con voz cautivante, dijo: “¿quieres la peineta o la peinilla”. La peineta, respondió el intruso.

La mujer se puso a llorar y desapareció. Durante varias noches, el hombre regresó al cerro, pero de ella no encontró ningún rastro.

Pasó un año y una noche volvió a escuchar la voz. Corrió hacia el sitio de la piedra y allí la encontró. La mujer le dijo que sabía que era valiente y que lo ayudaría a ser rico y feliz, pero haciendo lo que ella le iba a ordenar.

Cuando las campanas de la iglesia anunciaran las doce, él debía retornar con una soga y debía buscarla. El hombre volvió y ella dispuso que la atara, la cargara y que durante el trayecto ignorara las cosas horribles que iba a ver, porque todo era parte del hechizo que intentaría impedir que se cumplan sus deseos.

El hombre empezó a caminar y a su paso las piedras se convertían en fieras salvajes. De pronto, un silbido de culebras lo hizo detener. El terror se apoderó de él y soltó a la mujer. Se escuchó un hondo gemido y una voz que le gritaba: “cobarde”. Hubo una conversión frenética de serpientes y otros animales y la mujer desapareció de la escena.

Cuentan que aquella voz no lo dejó vivir tranquilo. Un día lo hallaron muerto junto a la piedra grande que hasta ahora existe. No se ha vuelto a escuchar el canto.

Es uno de los misterios que ronda a La Mona, recurso natural, ancestral y turístico que debe ser respetado y protegido, como la dama que es. Y aquel que ose ensuciarla y destruirla, estará expuesto a escuchar la voz de la mujer de la roca, que le cantará, encantará y espantará para siempre. Es parte del encanto de este cerro, ubicado al sur de Jipijapa. Habrá que preguntarle a un geólogo hace cuántos miles de años se formó.

Debieron pasar por allí, alguna vez, los antiguos pobladores y hoy a los jipijapenses y visitantes que llegan hasta el lugar les sirve de mirador. Cuando el día está despejado, es posible observar desde arriba el perfil completo de la Sultana del café.

Quienes suben al cerro se deleitan con la naturaleza, disfrutan un mejor aire y sin duda gozan de gran estado físico porque llegar hasta arriba demanda mucho esfuerzo. Ufff.

Y si de la mujer del cuento no se sabe más, sí les puedo contar de otra, que encanta a quienes la conocen y la pueden encontrar en la finca Adela, de los esposos Pionce Parrales, situada a 10 minutos del cerro.

Ahí se expenden delicias gastronómicas. La oferta es amplia y cada opción es de competencia (o de maravilla): colonche, tonga de gallina o mixta de gallina y chancho, caldo y seco de gallina, caldo de bolas o de pata, seco de pato, hor nado de chancho, tortillas de maíz con queso o chicharrón, greñoso, bollos. Pueden ser servidas en el mismo lugar o llevadas por encargo a la icónica elevación.

Surgen de las manos maravillosas de Adelita Parrales. No le hemos oído cantar, pero sus platos son una sinfonía del bien hacer de la comida.

El principal admirador que tiene es su esposo, don Jaime Pionce, quien asegura que lo único que no quisiera recibir de esas manos es una buena bofetada.

Él es, hiperbólicamente, el gerente auto nombrado del cerro y se convierte en guía, enfermero y hasta consejero y contador de historias para quienes hasta allá suben. Aspira en algún momento organizar un paquete turístico que incluya otros atractivos naturales del sector.

Que ese sueño se cumpla podrá volver realidad que el hechizo del cerro se propague para que su magia, la de Adela o de la misteriosa mujer nos llegue. ¿Cuál preferirá?

LOS SECRETOS SUBTERRÁNEOS DEL CURRINCHO

Recorriendo el cantón Junín, parte del panorama son fábricas para el proceso de elaboración del aguardiente: desde que la caña es cortada en un tiempo apropiado, pasando por los pasos de destilación, calentamiento y gradación, hasta el envase final.

La trayectoria del aguardiente de Junín pasó por la época de los estancos, aquellas oficinas estatales establecidas a partir de 1930 para controlar el contrabando del licor en una acción del Estado para obtener recursos y mejorar la econo mía. Hoy, la acción de estancar funciona de otra manera y con otras entidades.

Conocedor profundo de este derivado de la caña de azúcar, es el profesor ya jubilado Oswaldo Cantos Pinargote, quien además es investigador social. Nos recibe, como no podía ser de otra manera, con un aguardiente fino. “Lo acabo de sacar de la tierra, donde ha estado por algunas semanas”.

¿Enterrado? Dice el mito que es para una fermentación controlada porque así se mantiene una temperatura constante y el suelo actúa como aislante natural. Añade el mito que enterrar este tesoro lo protege de la luz y el calor y desarrolla los sabores del licor. Y la verdad sea dicha, en esta práctica hay mucho de tradición y eso no se puede explicar del todo.

Don Oswaldo vuelve a la conversación para contarnos que la primera “borrachera” que se pegó fue cuando era estudiante, en una fábrica a la que había acudido con sus compañeros bajo la tutela del profesor a conocer el proceso del aguardien te. El dueño de la fábrica dijo, medio en broma, medio en serio: “Bríndenles a los chicos. Éramos adolescentes de entre 12 y 14 y solo con probar ya salimos mareados”.

Y, mientras cada miembro del grupo va sirviéndose un traguito, preguntamos cuál es el misterio de enterrar un aguardiente para sacarlo después de un tiempo. Es casi un ritual, porque todo producto viene de la tierra y de alguna manera debe volver a ella. Por eso cuando se saca de la tierra alguna garrafa, el sabor es diferente al que tenía cuando la sepultaron. “Es una delicia” y ofrece otro trago a los presentes.

Manabí ya tiene dos tradiciones en aguardiente, ambas valoradas en el país, ambas con la impronta de la caña dulce que se produce en el microclima de Junín, que ha posicionado a su derivado principal.

La una es una marca comercial que se convirtió en cultural: Caña Manabita. Y la otra una marca cultural que se convirtió en comercial: el currincho. El origen de este nombre es un misterio, aunque hay hipótesis por ahí. Pero más allá de cómo se llame, lo que realmente interesa es la calidad del contenido.

El profesor empina el codo nuevamente y nos dice el tercer “salud”. “Desde épocas de la República, Junín ha sido un emporio de aguardiente, panela y otros derivados. Agua fría, Mocorita, el Milagro, Pechichal tienen grandes fábricas. Solo en Agua fría hay 10 o 15 fábricas”.

En esta parte del relato recuerda que los trapiches eran movidos por acémilas, hasta que llegaron los motores, y que el producto se recogía en toneles de madera, hasta que llegaron los de plástico.

Al referirse a los preparados, comenta que hace 30 años fue muy famoso el Cocoloco. El aguardiente en coco, enterrado por seis meses, salía hecho una delicia.

En este tiempo hay preparados con café, miel y sabores de banana, chocolate, menta, y otros más. Los expenden en casas, bares y otros locales, con gran demanda. El aguardiente se va para todos lados en garrafas, toneles… Y una vez más, lo importante es el contenido.

Vamos por el cuarto trago y el consiguiente “salud” y su memoria va a la época del contrabando de aguardiente: “Los contrabandistas cargaban animales, cargaban botijas elaboradas en caucho sobre una base de tela. A los animales les ponían zapatos para que los guardias confundieran las huellas. Los contrabandistas se las arreglaban para escapar y pasar el producto”.

Debemos continuar la marcha. Y como no hay quinto malo, salimos con el último de la tarde. ¡Salud!

SARITA, YOLANDA Y NIEVITA

Hay gente que deja huellas en lo que hace y de esas abundan en nuestra querida Manabí. Para esta crónica escogimos tres mujeres que a través del tiempo han marcado camino con la gastronomía como eje y desde diversas áreas: una con su restaurante cuya fama trasciende hasta nuestros días, otra en la televisión, con el primer programa sobre cocina y la siguiente, subida en las redes sociales, como una verdadera influencer.

Unidas por el amor a la cocina y por la tierra manabita que las vio crecer, encarnan el legado de féminas que, desde sus fogones y con sus peroles, han dado forma a la rica gastronomía de la región. Aunque sus caminos fueron distintos, sus historias se entrelazan en un hilo de tradición y sabor que atraviesa generaciones.

Sara Chávez Cedeño, nacida en 1913 en La Mocora, sector rural de Portoviejo, fue la primera en trazar este camino. Desde niña, bajo la guía de su madre, aprendió a domar el fuego del horno y a darle vida a los platos que el campo ofrecía.

Al quedar huérfana, emigró a Portoviejo, donde su espíritu emprendedor la llevó a instalar una fonda en La Placita. Allí, con su carisma y su habilidad en la cocina, Sarita, como la conocían todos, se convirtió en una figura esencial de la gastronomía popular.

Su famoso “boludo” era un estofado de carne sobre arroz que saciaba el hambre de sus comensales y su sabor y aroma inconfundibles se colaba en los recuerdos de todos aquellos que pasaban por su fonda.

Décadas después, en 1925, nacía en Manta Yolanda Aroca Campodónico, hija de inmigrantes italianos que trajeron consigo los secretos de la cocina europea.

Aunque creció en Guayaquil, donde sus padres instalaron un restaurante, Yolanda absorbió las tradiciones culinarias de su familia y se enamoró de la cocina manabita.

En 1960, desde la pantalla de canal 4 en Guayaquil, con su programa “Cocine con gusto”, Yolanda se convirtió en una pionera de la televisión gastronómica en Ecuador. Sus recetas, que combinaban lo mejor de la cocina italiana con los sabores ecuatorianos, llegaron a miles de hogares, llevando consigo una porción de Manabí a cada mesa.

Yolanda y Sarita, aunque nunca se conocieron, compartían el mismo objetivo: alimentar cuerpo y alma con cada plato.

La tradición continuó con Nievita Zambrano, la más joven de las tres, nacida en la ruralidad de Chone. Orgullosa de sus raíces como buena manaba, aprendió desde pequeña a manejar con maestría los ingredientes que sus ancestros usaban, convirtiéndose en un referente de la cocina tradicional.

Pero Nievita no se detuvo ahí. Con la ayuda de su hijo y de su nieto, llevó la tradición familiar al mundo digital, convirtiéndose en una verdadera influencer culinaria. Sus videos, donde enseña a preparar platos como la Tonga, son seguidos por miles, asegurando que la cocina manabita siga viva y vibrante en las nuevas generaciones.

Así, las vidas de Sarita, Yolanda y Nievita hacen finalmente en una sola historia, la de la cocina manabita que, a través de sus manos, logran un solo propósito: preservar y compartir los sabores de Manabí con el mundo, demostrando que la cocina es mucho más que recetas: es un legado que une a las personas y mantiene viva la identidad de un pueblo.

ENTRE RITOS Y MAGIA

Cuando Benjamín Carrión dio su aval para la creación del núcleo, de la Casa de la Cultura de Manabí, en 1947, dijo que esperaba que esta provincia, tan imaginativa, diera al país grandes historias, propias de un pueblo de vida apasionada.
Quizá fue por ese tiempo que, cerca del río Chone, unos muchachos que jugaban se encontraron con un personaje extraño, escondido en medio de unos guaduales.

El tremendo susto los hizo correr hasta el pueblo, en donde contaron que habían visto al diablo. Desde entonces, el episodio se convirtió en leyenda, ampliado o disminuido según la imaginación de quien lo cuenta.

Y por una razón que atañe a todos los pueblos de la tierra, el simbolismo acompaña a los alimentos como dadores y quitadores de vida. En Manabí, mucho más, encantados como estamos por nuestra extensa variedad.

De acuerdo con cómo utilicemos los alimentos, florecerá la existencia o se apagará. Desde niños nos amamantan, lo que implica una especie de transfusión de un elemento necesario para la vida de los primeros meses: la leche materna. Y desde los tiempos más antiguos, lo decía Platón en su sabiduría: el hombre era lo que comía.

Nuestros pueblos indígenas hacían ritos de bienaventuranzas por los alimentos abundantes, o pedían que la lluvia trajera de nuevo las cosechas en épocas de sequía. Testigos de eso son piezas encontradas por los arqueólogos.

La costumbre de agradecer por la vida y los alimentos no hacía olvidar los ritos frente a la muerte.

Dejar en las sepulturas vasijas con manjares que prefirió en vida el difunto era una práctica precolombina, y de eso ha investigado con creces Libertad Regalado.

Y en el mundo andino, la chicha, bebida fermentada ancestral, fue imprescindible en la celebración de cualquier ritual.

Ya por estos tiempos en que hay más descreídos que confiados, el manabita mantiene creencias que al mismo tiempo pueden ser mitos.

Guindar en el marco de la puerta un cactus o alguna otra planta que aleje a los malos espíritus, o considerar que el horno puede mantenerse encendido por siempre, son mitos vigentes.

Dice el gestor de identidad, Eumeny Álava, que cuando un pájaro llamado Chijuá, un poco grande y de larga cola, llega y canta cerca de una casa campesina, los propietarios ya saben: “la visita va a llegar”. Los campesinos aseguran que, efectivamente, llega.

Algo parecido ocurre con la candela, que dicen que habla desde el horno, anunciando la llegada de comensales. Hay que matar la gallina y preparar el aguado, porque efectivamente amarrarán el burro (eso sí, no se sabe cuántos). Y, por si las moscas, le ponen un poco de sal a la candela del fogón, para que la persona que visita traiga algo.

Hay ocasiones en que la visita se quiere ir, pero se le pide que no lo haga, que se espere un platanito, lo cual, en lenguaje del agro significa una suculenta comida. Si es para desayunar, se brinda maní quebrado, queso, tortilla de huevo, suero blanco, pan de almidón y café de olla.

Y en el origen de dichos, la gastronomía deja su sello. Eumeny cuenta que hay una plantita que crece de manera silvestre donde hay humedad y en Manabí la han bautizado como culantro de pozo, imprescindible para muchas recetas.

Su olor se queda impregnado en los dedos. Si se echa mucho culantro la comida se pone mala y de allí viene el dicho “es bueno el culantro, pero no tanto”, aplicada también a acciones humanas extremas. Hay la creencia de que la leche de burra negra mejora la tosferina en los niños. Y también el convencimiento de no dar carne morada de gallina a las mujeres paridas, porque hace daño a ella y a quien recién nació.

Para las verrugas, sobra el dermatólogo: tirando terrones de sal a la candela, de espaldas y durante tres días seguidos. Con ese conjuro, pronto se irán. Si lo que tiene es un lobanillo, esa incómoda protuberancia que aparece en la cabeza o el cuerpo, debe mirar a un cerro, tocarse el lobanillo y decir “lobanillo al cerro”, varias veces.

Entre los saberes míticos, está la convicción de que las gallinas patas amarillas son más gustosas y que el suero blanco es mejor hacerlo en las bateas de guachapelí porque friccionar la palma de la mano contra la madera da mejor mantequilla que hacerlo en recipiente de plástico.
Es parte del mundo mágico de nuestra entrañable Manabí.

COMIENDO DE LA MISMA OLLA

Las sociedades de nuestros tataratataratataratatarabuelos, fueron culinariamente comunitarias. Esto nació espontáneamente de la necesidad de estar juntos a la hora de conseguir los alimentos y consumirlos. Era otro nivel.

En nuestro tiempo, el concepto cambió. La comida comunitaria es ahora cuando un grupo de personas se reúne para planificar, cocinar y servir alimentos a todos, independientemente de las castas, religiones y estatus. Es un acto que integra, pero no es permanente, como antaño.

Los colectivos crecieron, el concepto de servir se segmentó, se hizo grupal, pasó a familiar y finalmente, a individual y bien guácharo.

Hoy ese comunitarismo se refleja parcialmente, y quizá por circunstancias inesperadas y a veces penosas. Por ejemplo, en la guerra, donde grandes pelotones quedan a veces aislados y sus integrantes deben distribuir para todos las provisiones que consiguen.

Este acto colectivo también puede ser representado en los asilos, en un pueblo de no contactados o en una concentración de civiles desplazados.

En Manabí, las cocinas comunitarias se dan en festividades o concentraciones de familias que tienen objetivos parecidos. Aunque son temporales, porque después de la fiesta, el comunitarismo termina.

En los alrededores de Las Gilces, en Crucita, cuando se celebran las festividades de San Pedro y San Pablo, que es común a muchos pueblos de la región y se realiza en junio, existen las llamadas cocinas comunitarias. Me uno a la fiesta con entusiasmo, de punta en blanco, y me voy para el patio de la casa de doña Juanita Alcívar.

Ahí tienen una enorme cocina, con ocho hornos de leña, que en las festividades nos dan de comer a cientos de comensales en un derroche de generosidad de los gabinetes de blancos y negros. No falta, claro, un currincho que siempre adorna el alma y así empezamos.

Van llegando del océano, a donde han ido en al menos 50 embarcaciones a celebrar, pasear a los santitos y agradecer.

Pareciera que los santitos miraran asombrados, toda la ceremonia que se desarrolla en el mar. Unos mantienen intacto el vestido que mandaron confeccionar para la ocasión. A otros, el traje ya se les ajó y ensució. Pero todos, hombres y mujeres, están felices. Yo sigo bien pintero, como debe de ser.

Es un encanto ver cómo crepitan los fogones y salen de allí los plátanos asados, el arroz con cocolón, la menestra de yuca, la torta de maíz, el peje asado o la gallina criolla en estofado y otro montón de platos más. La gente grita y bebe, mientras las maravillas gastronómicas circulan por aquí y más allá. Y a toda la algarabía, vamos con otro traguito para seguir oyendo las historias que se van armando y estar cerca de los aromas de los manjares en cocción.

Ya emocionado -y les diré, un poco beodo- voy con los gritos de “todos a mover las mandíbulas, nadie se queda sin comer, carajo, viva Crucita, vivan los santos, vivan Las Gilces, arriba los gabinetes, el que no baila es un amargado”.

Y nadie quiere ser amargado. Bailan el papá y la mamá, la mamá con el padrino, madrinas y ahijados. Después mueven el esqueleto los presidentes y los ministros, el viejito con la viejita ¡Arréjuntele, compadre! Los jóvenes intercambian pasos, vaciles y besos. Y a este son nacerán nuevos hijos comunitarios. No falta el jachudo que entre currincho y caña ya se puso necio.

Es una manera un poco heterodoxa de expresar por igual las voracidades y las saciedades del ser humano. Son comunitarios por creer, por placer y por joder. Porque son amigos y se quieren con el alma. Porque, aunque tengan diferentes apellidos, la pachanga no solo los convierte en panas sino en familiares.

Para cuando termina el jolgorio, ya cansados y mareados, empieza el retorno a cada hogar. Decidido, me quedo hasta el final para ayudar a las cocineras en el rito del apagado de los fogones. Vuelan las cenizas. La cocina se duerme lentamente y queda listecita para cuando se presente una nueva oportunidad.

“Las fiestas y el trago y la comida también nos mantienen unidos. Ahora vamos de salida, hip, para volver a entrar después. Que me guarden los fogones porque regresaremos, hip. Para eso somos parceros, hip”.

No queda más que decir que la felicidad de estar vivos nos una siempre, no solo para comer de una misma olla, sino para perseguir juntos unos mismos objetivos. Sí señor, hip. Así avanzo hasta mi puerta en que las llaves me bailan en las manos hasta que encuentro la precisa para entrar al fin luego de la deliciosa jornada.

PUNTO DE ORIGEN DE MUCHO

Montecristi ha sido origen de muchas cosas: ahí nació en 1842 Eloy Alfaro, el liberal a quien una encuesta nacional reconoció como el mejor presidente de la historia ecuatoriana. Y en los albores del siglo XX, en 2008, dio a luz a la Constitución que hoy guía al país. De eso quedó como evidencia, Ciudad Alfaro, uniendo dos momentos de la historia, al pie del cerro que bautiza a esta ciudad.

Como este, Montecristi tuvo momentos de gran protagonismo: a mediados del siglo XIX fue un centro político y económico que incluso hacía que la gente se refiriera a ella como a la capital de Manabí (que siempre ha sido Portoviejo, valga la aclaración). El tiempo y las olas han cambiado eso hasta ser casi un sitio de paso, pero de parada obligatoria, eso sí. En los 60, muchas familias portovejenses se trasladaban a las playas de Tarqui para disfrutar de las vacaciones. Los principales medios de transporte eran vehículos de fila, uno que otro vuela mecha y el camino no estaba en las mejores condiciones, por lo que el viaje tomaba más tiempo del deseado. Incluía detenerse en Montecristi donde vendedores ambulantes ofrecían sabrosas cocadas. No se sabe exactamente cuándo, pero quizás en la década de los 70, empezaron a ofrecer también roscas. No eran un invento reciente. Es probable que, en medio del montón de vendedores de cocadas, algunos pocos también ofrecieran roscas, aunque en menor medida. La rosca, subproducto del pan, tiene una larga historia. Las de Montecristi son de textura firme y su forma entrelazada en un círculo le da un carácter particular. El tamaño no importa, como en muchas otras cosas: puede ser grande, mediana o pequeña, y si bien los turistas locales o de otros lares no las conocían, formaban parte de la vida cotidiana de nuestros bisabuelos y abuelos. Era común repartirlas en los velorios, acompañadas de café, o disfrutarlas en tertulias familiares nocturnas. Esta tradición encontró en Montecristi un lugar donde arraigarse comercialmente hasta volverse un símbolo.

Hoy en día, cada vez que los vehículos viajan de Portoviejo a Manta o viceversa, se detienen en Montecristi para adquirir fundas con el preciado bocado. En medio del barullo de la oferta de roscas y el intercambio intenso del producto, Montecristi además sorprende con su rica artesanía en madera, barro, tagua y otros materiales exhibida y vendida en pintorescos bazares. Entre toda la oferta, hay algo recurrente que los cientos de turistas estadounidenses, asiáticos y europeos que desembarcan de los cruceros y se trasladan a esta pequeña ciudad, piden: el mundialmente famoso sombrero de Montecristi.

Casi en el límite entre Montecristi y Manta, un monumento a la tejedora honra la vocación ancestral de las mujeres manabitas, que tejían sombreros para matar el tiempo y ejercitar sus manos, sin imaginar que un día su labor sería famosa en todo el planeta. El sombrero, que en el pasado también se conoció como sombrero de Jipijapa, fue erróneamente rebautizado por avatares del destino como Panama Hat, un nombre que persiste en la memoria de los visitantes a pesar de las aclaraciones que permanentemente se hacen. El origen de este sombrero hay que conocerlo y está en la comunidad de Pile, a unos 30 kilómetros de Montecristi. Es la fuente de la materia prima, la paja toquilla, pero también es un centro de formación de decenas de tejedores que se esfuerzan a diario por crear el mejor sombrero del mundo, como muchos lo consideran.

De las 173 personas que siguen tejiendo el sombrero,
118 son mujeres y 55, hombres. No las conté yo. Son datos de un censo de la UNESCO a través del programa “Tejiendo desarrollo sostenible en Pile, Manabí”. Desde cuando se hizo el sondeo a la fecha, puede haber cambios por migraciones, nuevas incorporaciones y abandonos. No lo sabemos. Pero así de reducido es más o menos el número de tejedores. Adquirir un sombrero hecho en Pile, de mediano o gran formato y excelente calidad es un placer que los viajeros se dan mientras disfrutan del horizonte marino, donde otras aventuras visuales y gastronómicas los esperan.

Su fama es mayor desde 2012 cuando el sombrero de paja toquilla confeccionado en Ecuador obtuvo de la UNESCO el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, reconociendo la milenaria transmisión de conocimientos y saberes. En Ecuador, además de Pile, también se teje en otros sectores de Montecristi, Jipijapa y Picoazá de Portoviejo y Cuenca en la serranía y en todos esos puntos se esfuerzan por perfeccionar y proyectar al mundo esta preciada distinción.

El tiempo parece en otra dimensión en las manos de los tejedores que con paciencia dedican horas que pueden trans- formarse en meses e incluso un año, para obtener las hermosas piezas. Del tiempo y la finura se obtendrá su precio. En silencio absoluto, sin distracciones de la vida actual, al alba o al caer la tarde, concentrados y conectados con su trabajo profundo dejan una parte de cada uno en la obra final, esa que, en la cabeza de quien lo compró, vivirá otras historias de las que los tejedores ya no sabrán.

De la balsa a la fibra

DE LA BALSA A LA FIBRA

Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.

La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.

Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.

Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.

“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo. 

Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.

Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…

Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.

¿Lo quiere con mosca o con ají?

¿LO QUIERE CON MOSCA O CON AJÍ?

En la gastronomía, no solo la comida de sal tiene anécdotas. También la de dulce y sus primeras evidencias se remontan a la prehistoria en que ya se disfrutaba de miel silvestre. Con el tiempo aparecieron formas elaboradas, como en Egipto y Grecia, donde creaban golosinas con frutas, nueces y especias. Y dicen que de la India provino el caramelo.

En Chone, hay un dulce consagrado, transformado en un rico helado artesanal. “Si pasaste por Chone y no probaste un helado artesanal de crema, coco o chocolate, no sabes de lo que te perdiste”, suele decirse ante este imperdible que a más de uno ha obligado a regresar. Es un negocio que se mantiene desde hace más de 60 años, en diaria lucha frente a los helados industriales.

Lo fundó don Antonio Carranza Zambrano, cuando la competencia era de carretas con helado en las salidas de escuelas y colegios. Al pasar los años, el negocio se hizo familiar y gracias a él han subsistido sus seis hijos y sus descendientes. La base del helado es la leche, directamente de las haciendas ganaderas, de ninguna manera industrializada. Se le unen sabores de frutas o de chocolate. Añaden azúcar y a veces pasas, y lo ponen a hervir en grandes recipientes. Luego del enfriamiento, van a la refrigeración. Para que el sabroso helado soporte el calor por más tiempo, acomodan tachos cilíndricos en el triciclo en que salen a vender y alrededor ponen hielo y sal para que el helado permanezca en su estado ideal hasta por seis horas. Los cinco varones salen a vender. Dos se ubican estratégicamente a las entradas de los bancos Comercial de Manabí y BanEcuador. Tres recorren la ciudad. Son conocidos en todo el cantón.

Muchos, a la segura, pasan por la casa de los Carranza, sede del refrescante negocio, en Colón y 24 de Julio de Chone, solicitando su sabor predilecto. Los descendientes de don Antonio, ya fallecido, recuerdan con cariño la picardía de su padre que le llamaba “mosca” a la pasa y “ají” a la mermelada de piña que ponía encima de los helados. “¿Quiere con mosca o con ají?”, preguntaba a los clientes y casi todos lo festejaban y hacían su elección. Pero no faltaron neófitos en esta tradición que reclamaban airadamente sobre poner un insecto o picante a un helado. Cuando finalmente llegaba la explicación, todo terminaba en carcajadas.

Y en Rocafuerte, hay bocadillos muy apreciados que endulzan la vida al degustarlos. Por la historia oral, sin mucho documento de sustento, pero con sabores que atestiguan, nos llega que en el siglo XIX vinieron a Rocafuerte, monjitas de origen francés, que, a más de catequizar, traían en su bagaje formas de elaborar dulces europeos, como turrones y alfajores. (Hay quienes afirman que los dulces ya existían en Rocafuerte y que las religiosas solo afinaron esta habilidad. Pero de esta afirmación, hay menos sustentos, por lo que volveremos a la referida a las monjitas).

A la vez que introducían valores cristianos y daban clases de bordado, sus dones culinarios se enraizaron hasta convertirse en tradición. Y a los dulces y pasteles se añadían ingre dientes autóctonos como panela, frutas tropicales y -por su- puesto- el maní (si no, no sería Manabí).

Las recetas salían del convento a través de las mujeres de la comunidad y fue tan fuerte su huella que Rocafuerte es hoy la capital de los dulces manabitas y famosa en los confines nacionales.

Se iba forjando la identidad culinaria que se mantiene viva en las dulcerías de Rocafuerte, donde diferentes familias producen y expenden sus dulces en negocios reconocidos. Uno de ellos es “Los Almendros”, entrando a la ciudad, desde el norte. Su propietaria es la reconocida Hondina Delgado Vélez.

Generosa en su sabiduría, enseña a quien interese cómo fabricar huevos moyos, suspiros, pristiños, cocadas, alfajores, bolitas de camote, galletitas de almidón, bizcochuelos, yoyos, manjares de leche, conitos, dulces de guineo y de piña… Y la lista es larga: son casi cien variedades. Otros dicen que trescientas. Y les diré: no basta con que nos comparta la receta.

En dos espacios amplios, diligentes mujeres escogen ingredientes, elaboran masas, revisan hornos, ubican moldes, agregan azúcar, colocan envoltorios, catan…

Ya listos, unos van al mostrador y otros a pedidos sea de la provincia o fuera de ella. Frente al establecimiento, cada día, centenares de vehículos cumplen con el ritual, a manera de romería, de comprar los famosos dulces de Rocafuerte y se van más que satisfechos.

Amorfinos con sabor

AMORFINOS CON SABOR

El amorfino es esencia en la identidad montuvia manabita. Este verso popular, derivado de la copla española, la única regla que sigue es emocionar a quienes lo escuchan. Cada casa campesina tiene su amorfinero en potencia, pero hay personajes que han llevado esta expresión a otro nivel.

Pedro Florentino Valdez, nacido en las montañas de Chone, en el siglo XIX, era un poeta natural que, sin saber leer ni escribir, decía con orgullo:

“Mis poesías son naturales/ luz que Dios me concedió/ inocente vine al mundo/ y el mundo no me ilustró”.

Con su talento innato, demostraba que la poesía no necesita educación formal para ser auténtica. Lo que sí exigía era jarto sentimiento. El inolvidable Dumas Mora Montesdeoca, de Calceta, recorría Manabí con sus versos, combinando comida y poesía de manera magistral:

“Qué rico el arroz con pollo/ y su viche de maní/ pero un café con un bollo/ a cualquiera hace feliz”.

Hay quienes lo hicieron a través de personajes como Raymundo Zambrano, con su Don Pascual:

“Si a cocinar yo me atrevo/no crean que soy metiche/ para mí no es nada nuevo/prepararles un corviche”.

Gloria de Lourdes Moreira, desde Vargas Torres de Tosagua, sigue improvisando amorfinos con la sabiduría de sus 84 años:

“Yo soy abuela del campo/soy montuvia y soy partera/ por eso el amor que tengo/no se lo doy a cualquiera”.

¡Dejenaante era común que los amorfineros recorrieran los campos, manteniendo viva la llama de nuestra identidad oral! Para muestra, varios botones:

“El plátano barraganete/es bueno pero pintón/el hombre para querer/ no ha de ser tan conversón” (Lorenza Párraga Loor, cantón Bolívar).

“Soy como el frijolito/ regando y echando flores/ porque me ves muy viejita/ no creas no sé de amores” (Santa del Socorro Ávila, Charapotó).

“En mi monte hay una flor/ que huele a pintón asado/ así huele mi amorcito/ cuando lo tengo abrazado” (Flavio Zambrano Macías, Jama).

Y en contrapunto, simbólicamente enfrentados hombre y mujer, con versos irónicos o de tonos muy elevados, causan algarabía en los presentes:

El desafío: “Los hombres de este tiempo/ son como la paja seca/no tienen para el arroz/ y menos pa la manteca”.

La respuesta: “Tengo para el arroz/ y también pa la manteca/y me sobran cuatro reales/ para darle a las coquetas” (Ramona Hilda Gutiérrez).

El desafío: “Yo soy la media naranja/yo soy la naranja entera/ yo soy el limón entero/ pero no para cualquiera”.

La respuesta: “Yo soy la media naranja/yo soy el limón entero/ mejores naranjas he visto/huaqueadas de carpintero” (Rosa Bazurto Vélez).

Justo es reconocer a quienes han impulsado e impulsan la oralidad manabita, y con ella la difusión de la comida ancestral. Don Manuel Espinales, ya fallecido, encarnó a un personaje popular, don Patricio de Maconta, que llevó alegría con versos y dichos populares. Lo hizo también Antonio Pico, folclorista, quien, en la Casa de los Abuelos, una construcción montuvia patrimonial en la vía hacia Ayacucho de Santa Ana, ha llevado adelante programas que han concitado la atención del país. Lo suyo cumple Eumeny Álava, maestro y difusor de la cultura montuvia. Sus festivales sobre la comida ancestral, en la finca Colinas del Sol de Calceta, son demostración de valores e identidad. ¡Cómo no mencionar a José Cedeño Guzmán! Este calcetense, conocido artísticamente como Piloso, con su propuesta musical que apunta a destacar los valores identitarios de Manabí. Búsquelo y óigalo. Angelita Zevallos, gestora cultural, ha dedicado años de investigación a la tradición oral manabita y publicó un libro sobre el tema que ha sido como pan caliente. Están Yuri Palma, maestro universitario, músico e investigador de las raíces montuvias; Eduardo Mendoza Vera, a través de su música ha destacado el valor del amorfino como identidad del montuvio y Alberto Miranda, gestor cultural y motivador con su colectivo Fortaleza de la Identidad Manabita.

Ustedes sabrán perdonar
Si de alguno yo me olvido
Que ocurra no fue intención
A todos, mi devoción.

La travesura de Alejito

LA TRAVESURA DE ALEJITO

¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.

Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.

En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.

El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.

Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.

Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.

Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.

¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).

Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”. 

Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.

Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.

Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.

El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.

En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.

Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.

Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.

Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.

Las balsas son una fiesta

LAS BALSAS SON UNA FIESTA

Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.

La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.

Se escuchaban amorfinos:

“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”

“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.

Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.

La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.

Un amor entre aguas

UN AMOR ENTRE AGUAS

Me llamo Lorenzo Parrales y vivo en Crucita. A decir verdad, soy bien vago (o tengo tiempo de sobra) y me gusta recorrer, a pie o en bicicleta, toda la zona de esta tierra mía que llevo en el corazón.

Ahora estoy sentado en una roca, mirando por enésima vez cómo se encuentran el río y el mar. Es el océano que asombró a Balboa. Es el río que vieron los conquistadores españoles antes de fundar Portoviejo.

¿Cuántas veces se habrá producido este encuentro? No lo sé, pero lo que sí sé es que es un amor para siempre. Este par se besa eternamente, y hay temporadas en que se besa más, se revuelca, se estruja.

Según se me va ocurriendo, me he preguntado también por qué emigran los pájaros, por qué son tan camelladoras las hormigas, por qué las moscas no se cansan de molestar…
Y aunque todo tiene un por qué, ante mis insistentes preguntas, mis amigos dicen que soy inteligente y torpe, porque tengo ideas geniales o pensamientos tontos al mismo tiempo. Cosas de no tener qué hacer.

Hay un cruce de pececillos por aquí. El que viene por el río encuentra agua salada y el que arriba con las olas encuentra dizque agua dulce. Los científicos, que todo lo sapean, comentan que ambos mueren inevitablemente, porque ingresan a territorios donde el metabolismo de cada cual se deteriora.

Da pena por los pececillos que así terminan, pero lo realmente trascendente y excitante es ver a dos aguas que se encuentran, se revuelcan y tienen, como diría un poeta machón, un intenso orgasmo de espumas. El más entrador es el río, que no tiene marcha atrás porque el torrente va en una sola dirección.

Pero eso cambia cuando el río se encabrita o es sacudido por excesos de lluvias provocados por los fenómenos climáticos. Allí la cosa se pone acuáticamente fea. Es como sipelearan con todo este par de tórtolos. ¿Han notado lo poeta que soy?

En mis varios recorridos, por aquí cerca, en el camino a la comunidad de Correagua, me encontré con un pequeño negocio de comidas, cuya especialidad es el meloso de pato. Sé que por este sector se ha vuelto atractiva la crianza de este animal y varias personas se dedican a la anacultura.

Este meloso, que me recuerda a la melosa de mi mujer, se va haciendo conocer cada vez más. Empecé a cucharear y me encontré con una comida que vale la pena deglutir.

No hay que olvidar que el estómago tiene derecho a recibir cosas nuevas y buenas, y el meloso ya está en la lista de ofertas de varios restaurantes. La camarera me explicó los pasos de la preparación, pero prefiero no decirlos para que los próximos clientes no pierdan la sorpresa del cuchicheo. Eso sí, aseguro que está de chuparse los dedos sin usar servilleta.

También estuve por aquí cerca, ya casi en la zona de Rocafuerte y parte de Charapotó. Ingresé a un arrozal recién sembrado, con el permiso del dueño, claro, y de los perros que ladraban hasta por si acaso.

El sembrador me indicó que su arroz es orgánico, que no usa matamalezas ni mata esperanza ni mata vida, que todo es sanito. Hasta ahora tiene asegurada la venta, pero dice que la producción va en aumento, porque el asunto de los pesticidas tiene preocupado a los médicos y a los habitantes de las comunidades.

La siembra es manual, pero la cosecha utiliza tecnología. Este procedimiento híbrido mejora el prestigio del producto. Toda esta zona es rica en agricultura.

Antes de bajarme de la piedra, veo a lo lejos las aves que vuelan sobre los manglares. El encuentro de aguas produce estos paisajes maravillosos. Los manglares son como laboratorios donde muchas especies cumplen ciclos de renovación. Entre esas ramas alargadas y fantasmales yace la vida. Es un hábitat que defender con uñas y dientes.

Me llamo Lorenzo Parrales, pero podría llamarme Jacinto Posligua, Tarquino Mendoza, Agapito Cedeño, Jonás Cañarte, Martes Trece Santana. No importa el nombre, importa la nobleza de querer y cuidar este reducto entre el mar de Balboa y el río Portoviejo, que pertenece a todos. De seguro mañana vendré de nuevo. Ya les dije que tiempo es lo que me sobra.

Machetino y el gran cacao

MACHETINO Y EL GRAN CACAO

Cuando escuchaba la expresión “El gran cacao”, Machetino pensaba en aquellos fulanos que, creyéndose ricos económica o intelectualmente, miraban a los demás por encima del hombro

Pero eso era coloquial. Machetino supo pronto que El gran cacao se refería en la realidad a un fruto que es parte de la vida económica del Ecuador y que, entre 1870 y 1930, alcanzó tal crecimiento que sacó la cabeza por el techo, convirtiéndose en salvador temporal de una economía lánguida. Por la enorme demanda, la gente sembraba y sembraba y los gringuitos compraban y compraban. ¡Gran negocio!

Y aunque a eso que le llamaron boom (Machetino decía que debía llamarse bombón) decreció, porque todo lo que sube baja, pero el cacao siguió siendo parte importante de la vida del país.

Machetino leyó que Manabí estaba entre las provincias más sembradoras y cosechadoras, junto a Guayas, Los Ríos, Esmeraldas, El Oro y Santa Elena, o sea las tierras de todos los montuvios, cholos y negros. Y que, en nuestra provincia, una comunidad llamada Piedra de Plata, en el cantón Pichincha, se ufana de producir el cacao más fino del mundo, por su calidad, aroma y sabor, y que de la pepa sacaban unos 2.500 quintales. ¡Están que no entran quienes habitan en el lugar!

Pero el Machetino se enteró también de algo grave: que el mentado grano era acaparador de camellos, pues se le atribuían al menos 1.000 productos derivados. “Está en todas partes”, dijo Machetino.

Cansado antes de empezar, nuestro personaje no quiso repasar semejante lista y se limitó a revisar unos cuantos temas.

Leyó que del grano se producen cosméticos, cremas humectantes, jabones, champús y otros embellecedores. Y pensó en su Anacleta, con quien llevaba amarrado casi 40 años.

Le llamó la atención la mantequilla labial y entonces supo que aquello que se ponía cuando imprudentemente se exhibía medio pelado y sin protector en Crucita, venía del famoso cacao. ¡Haberlo sabido antes, me lo hubiera comido!

Cuando supo de la intromisión del cacao en la industria farmacéutica, Machetino imaginó aspirinas de chocolate y cerró los ojos.

Lo que más le gustó fue leer la palabra confitería, pues era un fanático del dulce. Se le salió un mmmmm y siguiendo la pista de su improvisada onomatopeya salió en busca de una tienda para comprar un chocolate. En las vitrinas divisó uno que decía “Made in Calceta”. Lo probó y quedó encantado. El tendero le dijo que el propietario era un tal Rolando Montesdeoca, finquero, asentado en las cercanías del Carrizal.

“Están para exportación”, sentenció Machetino, dándose aires de chocolatero profesional.

El tendero también le dijo que en Calceta existía una organización llamada Fortaleza del Valle, que impulsaba la calidad del cacao exportable y que había ganado un premio de excelencia en París, hace algunos años, de la mano de un cacaotero que ya se fue al cielo: Pedro Berto Zambrano.

Al salir de la tienda compró un periódico y le llamó la atención un titular. Se enteró que estudiantes de la escuela de gastronomía de la Universidad Técnica de Manabí (UTM) estaban exponiendo postres de cacao. Y el mmmmm se volvió a percibir.

La noticia también decía que 40 alumnos habían finalizado el taller de cacao y chocolate organizado por el Centro de Emprendimiento e Innovación de la Prefectura de Manabí. Inquieto con esto, se fue de metiche a observar en varias fincas, el proceso de siembra y cosecha. Más adelante se enteró de que la escuela de gastronomía de la misma UTM tenía una materia llamada arte del cacao. “O sea que tam bién se cree artista, o sea que también se mete a las aulas”, exclamó Machetino.

No contento con lo averiguado, Machetino fue a una biblioteca y conoció que el cacao era viejito porque había nacido hace unos 5.000 años. Quedó orgullosamente asombrado cuando supo que unos estudios habían determinado que la pepa de oro había sido domesticada en el Ecuador.

Y así, paso a paso, Machetino siguió preguntando y preguntando, hasta que le agarró un sueño de padre y señor nuestro. Y, creyéndose un gran cacao, se quedó profundamente dormido entre los brazos de su Anacleta.

Pero en sus sueños, el cacao seguía hablándole, recordándole que su historia no era solo de dulzura y éxito, sino también de lucha y perseverancia. Al despertar, Machetino comprendió que el verdadero “gran cacao” no era solo un fruto, sino el espíritu indomable de su gente, que había transformado un simple grano en el orgullo de una nación.

Con una sonrisa en los labios y un nuevo respeto por el cacao, Machetino se declaró defensor de su legado, asegurándose de que su historia siguiera viva en cada rincón del Ecuador.

Para que el mundo nos pruebe

PARA QUE EL MUNDO NOS PRUEBE

Un día de hace algunos años, en febrero de 2001 para ser precisos, durante el Campeonato Sudamericano de Fútbol Sub 20, en Portoviejo, integrantes del equipo argentino se fastidiaron porque no había raviolis en el menú del hotel que los hospedaba. Les ofrecieron comidas tradicionales que los rioplatenses no aceptaron.

Inevitablemente ocurre que “cada cual alaba su queso rancio” y en esta ocasión los argentinos se decepcionaron. Pero el asunto es más complejo. Con la globalización los gustos se unifican y los de las naciones más poderosas se imponen. Esto afecta a la gastronomía, sin duda. Si no, en algún lejano rincón del mundo, ¿será más fácil encontrar una hamburguesa o un corviche?

Hay quienes se rebelan ante esto. Lo hizo el peruano Gastón Acurio, alumno de la escuela culinaria francesa, construyendo una nueva oferta. Provocó una revaloración e internacionalización de la comida del Rímac y propuso, entre otras cosas, adaptar técnicas, manteniendo vivo el sabor de platos originales. El resto de esta historia la completaron la mercadotecnia y el turismo. Hoy, la cocina peruana, en palabras del propio Acurio, “es una tendencia de consumo global”.

En la sierra ecuatoriana, hay sitios que revalorizan nuestra gastronomía. Y en Guayaquil hay una tendencia a dar valor agregado a platos del propio puerto y a otros que llegan des- de nuestra provincia.

Enamorados y llenos de orgullo como somos los manabitas, surgió en nuestra provincia el proyecto Iche. Lo dirige Orazzio Belletini, que volvió al terruño desde Quito donde lideró importantes iniciativas, para proponer “elevar la rica cultura culinaria de Manabí en un escenario global, reforzando la identidad cultural, impulsando al mismo tiempo la sostenibilidad, la innovación y la inclusión social”.

Dicho en directo: reconocer nuestras raíces, hacer que se conozcan y se respeten y, por supuesto, sumarle pasión.

El proyecto tiene una característica especial: promueve a la provincia como una región que puede manejarse por sí misma y proponer innovaciones al mundo. Si todo resulta como está planteado, en pocos años tendremos un muestrario de platos originarios de Manabí, ofertados por el mundo. Y hay más esfuerzos en este mismo objetivo.

El 16 de abril de 2016, el terremoto cobró la vida del niño Daniel Balda, en Portoviejo. Su padre, Luis, había regresado a Ecuador tras 15 años en España, donde había adquirido experiencia en trabajos como atención en mesa y cocina, fusionando pro ductos manabitas con mediterráneos. En 2015, junto a su esposa manabita, decidió volver a su tierra natal.

Después del trágico evento, trabajó durante cinco años en una finca cerca de Pile y en plena pandemia, decidió abrir un restaurante en Portoviejo llamado “Montubio”, donde busca poner en valor saberes ancestrales de la gastronomía local. En su menú, ofrece platos típicos de la región como viche, tonga y ceviche Jipijapa, e impulsa eventos como “El viche más grande del mundo”, con el que ganamos un récord Guinness, mostrando así la riqueza de la cocina manabita en diferentes países.

Iniciativas no faltan y les cuento de esta otra. A finales de los ochenta, Diznarda Mendoza preparaba empanadas que su nieto Leonardo Pinargote vendía en Ayacucho. A sus 18 años, Leonardo se fue a Quito para convertirse en chef. Realizó cursos y trabajó en lugares de renombre donde se familiarizó con la gastronomía mundial, aunque su pasión siempre fue la manabita.

Tras regresar a Portoviejo, fundó su emprendimiento “Nardo” en homenaje a su abuela y a una planta aromática. Está diseñado para atender a familias y grupos, combina un ambiente moderno con elementos ancestrales, ofreciendo una variedad de platos que incluyen ostras frescas, hayacas y ceviches.

Ha representado al país en eventos internacionales y ha sido reconocido por su creatividad en la cocina, destacándose como uno de los 50 innovadores de la cocina ecuatoriana. Desde una ventana de Nardo, donde el atardecer se filtra, recuerda con cariño a su abuela y la ruta de sabores que comenzó en Ayacucho.

Con todo esto, un día -estamos seguros- los jovencitos argentinos de ayer serán, entre miles de turistas, comensales que conocerán en directo el sabor inigualable del viche y de otros sabrosos platos. Y aún más: la razón de visitarnos será comerlos como resultado de esta gesta de amor para Manabí, para el Ecuador y el mundo.

Una mona bien mona

UNA MONA BIEN MONA

Cuenta la historia, esa no oficial y que va de boca a oreja, traspasando los años, que en el cerro La Mona ha vivido dejenaante una mujer que caprichosamente aparece según le viene a bien. ¿Y para qué lo hace? Va tras encantar incautos temerarios para, en caso de llegar a cumplir sus deseos, ha cerlos felices y ricos.

Son leyendas que hacen terroríficamente atractivo al cerro. Y sigue así: del cerro salía una voz melodiosa que fascinaba con hermosas canciones. Nadie se atrevía a buscar el origen. Unos decían que habían visto de lejos a una mujer joven y bonita que desaparecía al sentirse observada.

Eso fue hasta que un valiente, de los que nunca faltan, decidió ir más allá hasta dar con la mujer de piel blanca, ojos azules, pelo largo y lacio que le cubría la espalda, sentada sobre una roca.

Mientras cantaba, peinaba su cabellera con una peineta de oro. El hombre se paró frente a ella y la bella mujer, con voz cautivante, dijo: “¿quieres la peineta o la peinilla”. La peineta, respondió el intruso.

La mujer se puso a llorar y desapareció. Durante varias noches, el hombre regresó al cerro, pero de ella no encontró ningún rastro.

Pasó un año y una noche volvió a escuchar la voz. Corrió hacia el sitio de la piedra y allí la encontró. La mujer le dijo que sabía que era valiente y que lo ayudaría a ser rico y feliz, pero haciendo lo que ella le iba a ordenar.

Cuando las campanas de la iglesia anunciaran las doce, él debía retornar con una soga y debía buscarla. El hombre volvió y ella dispuso que la atara, la cargara y que durante el trayecto ignorara las cosas horribles que iba a ver, porque todo era parte del hechizo que intentaría impedir que se cumplan sus deseos.

El hombre empezó a caminar y a su paso las piedras se convertían en fieras salvajes. De pronto, un silbido de culebras lo hizo detener. El terror se apoderó de él y soltó a la mujer. Se escuchó un hondo gemido y una voz que le gritaba: “cobarde”. Hubo una conversión frenética de serpientes y otros animales y la mujer desapareció de la escena.

Cuentan que aquella voz no lo dejó vivir tranquilo. Un día lo hallaron muerto junto a la piedra grande que hasta ahora existe. No se ha vuelto a escuchar el canto.

Es uno de los misterios que ronda a La Mona, recurso natural, ancestral y turístico que debe ser respetado y protegido, como la dama que es. Y aquel que ose ensuciarla y destruirla, estará expuesto a escuchar la voz de la mujer de la roca, que le cantará, encantará y espantará para siempre. Es parte del encanto de este cerro, ubicado al sur de Jipijapa. Habrá que preguntarle a un geólogo hace cuántos miles de años se formó.

Debieron pasar por allí, alguna vez, los antiguos pobladores y hoy a los jipijapenses y visitantes que llegan hasta el lugar les sirve de mirador. Cuando el día está despejado, es posible observar desde arriba el perfil completo de la Sultana del café.

Quienes suben al cerro se deleitan con la naturaleza, disfrutan un mejor aire y sin duda gozan de gran estado físico porque llegar hasta arriba demanda mucho esfuerzo. Ufff.

Y si de la mujer del cuento no se sabe más, sí les puedo contar de otra, que encanta a quienes la conocen y la pueden encontrar en la finca Adela, de los esposos Pionce Parrales, situada a 10 minutos del cerro.

Ahí se expenden delicias gastronómicas. La oferta es amplia y cada opción es de competencia (o de maravilla): colonche, tonga de gallina o mixta de gallina y chancho, caldo y seco de gallina, caldo de bolas o de pata, seco de pato, hor nado de chancho, tortillas de maíz con queso o chicharrón, greñoso, bollos. Pueden ser servidas en el mismo lugar o llevadas por encargo a la icónica elevación.

Surgen de las manos maravillosas de Adelita Parrales. No le hemos oído cantar, pero sus platos son una sinfonía del bien hacer de la comida.

El principal admirador que tiene es su esposo, don Jaime Pionce, quien asegura que lo único que no quisiera recibir de esas manos es una buena bofetada.

Él es, hiperbólicamente, el gerente auto nombrado del cerro y se convierte en guía, enfermero y hasta consejero y contador de historias para quienes hasta allá suben. Aspira en algún momento organizar un paquete turístico que incluya otros atractivos naturales del sector.

Que ese sueño se cumpla podrá volver realidad que el hechizo del cerro se propague para que su magia, la de Adela o de la misteriosa mujer nos llegue. ¿Cuál preferirá?

Los secretos subterráneos del currincho

LOS SECRETOS SUBTERRÁNEOS DEL CURRINCHO

Recorriendo el cantón Junín, parte del panorama son fábricas para el proceso de elaboración del aguardiente: desde que la caña es cortada en un tiempo apropiado, pasando por los pasos de destilación, calentamiento y gradación, hasta el envase final.

La trayectoria del aguardiente de Junín pasó por la época de los estancos, aquellas oficinas estatales establecidas a partir de 1930 para controlar el contrabando del licor en una acción del Estado para obtener recursos y mejorar la econo mía. Hoy, la acción de estancar funciona de otra manera y con otras entidades.

Conocedor profundo de este derivado de la caña de azúcar, es el profesor ya jubilado Oswaldo Cantos Pinargote, quien además es investigador social. Nos recibe, como no podía ser de otra manera, con un aguardiente fino. “Lo acabo de sacar de la tierra, donde ha estado por algunas semanas”.

¿Enterrado? Dice el mito que es para una fermentación controlada porque así se mantiene una temperatura constante y el suelo actúa como aislante natural. Añade el mito que enterrar este tesoro lo protege de la luz y el calor y desarrolla los sabores del licor. Y la verdad sea dicha, en esta práctica hay mucho de tradición y eso no se puede explicar del todo.

Don Oswaldo vuelve a la conversación para contarnos que la primera “borrachera” que se pegó fue cuando era estudiante, en una fábrica a la que había acudido con sus compañeros bajo la tutela del profesor a conocer el proceso del aguardien te. El dueño de la fábrica dijo, medio en broma, medio en serio: “Bríndenles a los chicos. Éramos adolescentes de entre 12 y 14 y solo con probar ya salimos mareados”.

Y, mientras cada miembro del grupo va sirviéndose un traguito, preguntamos cuál es el misterio de enterrar un aguardiente para sacarlo después de un tiempo. Es casi un ritual, porque todo producto viene de la tierra y de alguna manera debe volver a ella. Por eso cuando se saca de la tierra alguna garrafa, el sabor es diferente al que tenía cuando la sepultaron. “Es una delicia” y ofrece otro trago a los presentes.

Manabí ya tiene dos tradiciones en aguardiente, ambas valoradas en el país, ambas con la impronta de la caña dulce que se produce en el microclima de Junín, que ha posicionado a su derivado principal.

La una es una marca comercial que se convirtió en cultural: Caña Manabita. Y la otra una marca cultural que se convirtió en comercial: el currincho. El origen de este nombre es un misterio, aunque hay hipótesis por ahí. Pero más allá de cómo se llame, lo que realmente interesa es la calidad del contenido.

El profesor empina el codo nuevamente y nos dice el tercer “salud”. “Desde épocas de la República, Junín ha sido un emporio de aguardiente, panela y otros derivados. Agua fría, Mocorita, el Milagro, Pechichal tienen grandes fábricas. Solo en Agua fría hay 10 o 15 fábricas”.

En esta parte del relato recuerda que los trapiches eran movidos por acémilas, hasta que llegaron los motores, y que el producto se recogía en toneles de madera, hasta que llegaron los de plástico.

Al referirse a los preparados, comenta que hace 30 años fue muy famoso el Cocoloco. El aguardiente en coco, enterrado por seis meses, salía hecho una delicia.

En este tiempo hay preparados con café, miel y sabores de banana, chocolate, menta, y otros más. Los expenden en casas, bares y otros locales, con gran demanda. El aguardiente se va para todos lados en garrafas, toneles… Y una vez más, lo importante es el contenido.

Vamos por el cuarto trago y el consiguiente “salud” y su memoria va a la época del contrabando de aguardiente: “Los contrabandistas cargaban animales, cargaban botijas elaboradas en caucho sobre una base de tela. A los animales les ponían zapatos para que los guardias confundieran las huellas. Los contrabandistas se las arreglaban para escapar y pasar el producto”.

Debemos continuar la marcha. Y como no hay quinto malo, salimos con el último de la tarde. ¡Salud!

Sarita,Yolanda y Nievita

SARITA, YOLANDA Y NIEVITA

Hay gente que deja huellas en lo que hace y de esas abundan en nuestra querida Manabí. Para esta crónica escogimos tres mujeres que a través del tiempo han marcado camino con la gastronomía como eje y desde diversas áreas: una con su restaurante cuya fama trasciende hasta nuestros días, otra en la televisión, con el primer programa sobre cocina y la siguiente, subida en las redes sociales, como una verdadera influencer.

Unidas por el amor a la cocina y por la tierra manabita que las vio crecer, encarnan el legado de féminas que, desde sus fogones y con sus peroles, han dado forma a la rica gastronomía de la región. Aunque sus caminos fueron distintos, sus historias se entrelazan en un hilo de tradición y sabor que atraviesa generaciones.

Sara Chávez Cedeño, nacida en 1913 en La Mocora, sector rural de Portoviejo, fue la primera en trazar este camino. Desde niña, bajo la guía de su madre, aprendió a domar el fuego del horno y a darle vida a los platos que el campo ofrecía.

Al quedar huérfana, emigró a Portoviejo, donde su espíritu emprendedor la llevó a instalar una fonda en La Placita. Allí, con su carisma y su habilidad en la cocina, Sarita, como la conocían todos, se convirtió en una figura esencial de la gastronomía popular.

Su famoso “boludo” era un estofado de carne sobre arroz que saciaba el hambre de sus comensales y su sabor y aroma inconfundibles se colaba en los recuerdos de todos aquellos que pasaban por su fonda.

Décadas después, en 1925, nacía en Manta Yolanda Aroca Campodónico, hija de inmigrantes italianos que trajeron consigo los secretos de la cocina europea.

Aunque creció en Guayaquil, donde sus padres instalaron un restaurante, Yolanda absorbió las tradiciones culinarias de su familia y se enamoró de la cocina manabita.

En 1960, desde la pantalla de canal 4 en Guayaquil, con su programa “Cocine con gusto”, Yolanda se convirtió en una pionera de la televisión gastronómica en Ecuador. Sus recetas, que combinaban lo mejor de la cocina italiana con los sabores ecuatorianos, llegaron a miles de hogares, llevando consigo una porción de Manabí a cada mesa.

Yolanda y Sarita, aunque nunca se conocieron, compartían el mismo objetivo: alimentar cuerpo y alma con cada plato.

La tradición continuó con Nievita Zambrano, la más joven de las tres, nacida en la ruralidad de Chone. Orgullosa de sus raíces como buena manaba, aprendió desde pequeña a manejar con maestría los ingredientes que sus ancestros usaban, convirtiéndose en un referente de la cocina tradicional.

Pero Nievita no se detuvo ahí. Con la ayuda de su hijo y de su nieto, llevó la tradición familiar al mundo digital, convirtiéndose en una verdadera influencer culinaria. Sus videos, donde enseña a preparar platos como la Tonga, son seguidos por miles, asegurando que la cocina manabita siga viva y vibrante en las nuevas generaciones.

Así, las vidas de Sarita, Yolanda y Nievita hacen finalmente en una sola historia, la de la cocina manabita que, a través de sus manos, logran un solo propósito: preservar y compartir los sabores de Manabí con el mundo, demostrando que la cocina es mucho más que recetas: es un legado que une a las personas y mantiene viva la identidad de un pueblo.

Entre ritos y magia

ENTRE RITOS Y MAGIA

Cuando Benjamín Carrión dio su aval para la creación del núcleo, de la Casa de la Cultura de Manabí, en 1947, dijo que esperaba que esta provincia, tan imaginativa, diera al país grandes historias, propias de un pueblo de vida apasionada.
Quizá fue por ese tiempo que, cerca del río Chone, unos muchachos que jugaban se encontraron con un personaje extraño, escondido en medio de unos guaduales.

El tremendo susto los hizo correr hasta el pueblo, en donde contaron que habían visto al diablo. Desde entonces, el episodio se convirtió en leyenda, ampliado o disminuido según la imaginación de quien lo cuenta.

Y por una razón que atañe a todos los pueblos de la tierra, el simbolismo acompaña a los alimentos como dadores y quitadores de vida. En Manabí, mucho más, encantados como estamos por nuestra extensa variedad.

De acuerdo con cómo utilicemos los alimentos, florecerá la existencia o se apagará. Desde niños nos amamantan, lo que implica una especie de transfusión de un elemento necesario para la vida de los primeros meses: la leche materna. Y desde los tiempos más antiguos, lo decía Platón en su sabiduría: el hombre era lo que comía.

Nuestros pueblos indígenas hacían ritos de bienaventuranzas por los alimentos abundantes, o pedían que la lluvia trajera de nuevo las cosechas en épocas de sequía. Testigos de eso son piezas encontradas por los arqueólogos.

La costumbre de agradecer por la vida y los alimentos no hacía olvidar los ritos frente a la muerte.

Dejar en las sepulturas vasijas con manjares que prefirió en vida el difunto era una práctica precolombina, y de eso ha investigado con creces Libertad Regalado.

Y en el mundo andino, la chicha, bebida fermentada ancestral, fue imprescindible en la celebración de cualquier ritual.

Ya por estos tiempos en que hay más descreídos que confiados, el manabita mantiene creencias que al mismo tiempo pueden ser mitos.

Guindar en el marco de la puerta un cactus o alguna otra planta que aleje a los malos espíritus, o considerar que el horno puede mantenerse encendido por siempre, son mitos vigentes.

Dice el gestor de identidad, Eumeny Álava, que cuando un pájaro llamado Chijuá, un poco grande y de larga cola, llega y canta cerca de una casa campesina, los propietarios ya saben: “la visita va a llegar”. Los campesinos aseguran que, efectivamente, llega.

Algo parecido ocurre con la candela, que dicen que habla desde el horno, anunciando la llegada de comensales. Hay que matar la gallina y preparar el aguado, porque efectivamente amarrarán el burro (eso sí, no se sabe cuántos). Y, por si las moscas, le ponen un poco de sal a la candela del fogón, para que la persona que visita traiga algo.

Hay ocasiones en que la visita se quiere ir, pero se le pide que no lo haga, que se espere un platanito, lo cual, en lenguaje del agro significa una suculenta comida. Si es para desayunar, se brinda maní quebrado, queso, tortilla de huevo, suero blanco, pan de almidón y café de olla.

Y en el origen de dichos, la gastronomía deja su sello. Eumeny cuenta que hay una plantita que crece de manera silvestre donde hay humedad y en Manabí la han bautizado como culantro de pozo, imprescindible para muchas recetas.

Su olor se queda impregnado en los dedos. Si se echa mucho culantro la comida se pone mala y de allí viene el dicho “es bueno el culantro, pero no tanto”, aplicada también a acciones humanas extremas. Hay la creencia de que la leche de burra negra mejora la tosferina en los niños. Y también el convencimiento de no dar carne morada de gallina a las mujeres paridas, porque hace daño a ella y a quien recién nació.

Para las verrugas, sobra el dermatólogo: tirando terrones de sal a la candela, de espaldas y durante tres días seguidos. Con ese conjuro, pronto se irán. Si lo que tiene es un lobanillo, esa incómoda protuberancia que aparece en la cabeza o el cuerpo, debe mirar a un cerro, tocarse el lobanillo y decir “lobanillo al cerro”, varias veces.

Entre los saberes míticos, está la convicción de que las gallinas patas amarillas son más gustosas y que el suero blanco es mejor hacerlo en las bateas de guachapelí porque friccionar la palma de la mano contra la madera da mejor mantequilla que hacerlo en recipiente de plástico.
Es parte del mundo mágico de nuestra entrañable Manabí.

Comiendo de la misma olla

COMIENDO DE LA MISMA OLLA

Las sociedades de nuestros tataratataratataratatarabuelos, fueron culinariamente comunitarias. Esto nació espontáneamente de la necesidad de estar juntos a la hora de conseguir los alimentos y consumirlos. Era otro nivel.

En nuestro tiempo, el concepto cambió. La comida comunitaria es ahora cuando un grupo de personas se reúne para planificar, cocinar y servir alimentos a todos, independientemente de las castas, religiones y estatus. Es un acto que integra, pero no es permanente, como antaño.

Los colectivos crecieron, el concepto de servir se segmentó, se hizo grupal, pasó a familiar y finalmente, a individual y bien guácharo.

Hoy ese comunitarismo se refleja parcialmente, y quizá por circunstancias inesperadas y a veces penosas. Por ejemplo, en la guerra, donde grandes pelotones quedan a veces aislados y sus integrantes deben distribuir para todos las provisiones que consiguen.

Este acto colectivo también puede ser representado en los asilos, en un pueblo de no contactados o en una concentración de civiles desplazados.

En Manabí, las cocinas comunitarias se dan en festividades o concentraciones de familias que tienen objetivos parecidos. Aunque son temporales, porque después de la fiesta, el comunitarismo termina.

En los alrededores de Las Gilces, en Crucita, cuando se celebran las festividades de San Pedro y San Pablo, que es común a muchos pueblos de la región y se realiza en junio, existen las llamadas cocinas comunitarias. Me uno a la fiesta con entusiasmo, de punta en blanco, y me voy para el patio de la casa de doña Juanita Alcívar.

Ahí tienen una enorme cocina, con ocho hornos de leña, que en las festividades nos dan de comer a cientos de comensales en un derroche de generosidad de los gabinetes de blancos y negros. No falta, claro, un currincho que siempre adorna el alma y así empezamos.

Van llegando del océano, a donde han ido en al menos 50 embarcaciones a celebrar, pasear a los santitos y agradecer.

Pareciera que los santitos miraran asombrados, toda la ceremonia que se desarrolla en el mar. Unos mantienen intacto el vestido que mandaron confeccionar para la ocasión. A otros, el traje ya se les ajó y ensució. Pero todos, hombres y mujeres, están felices. Yo sigo bien pintero, como debe de ser.

Es un encanto ver cómo crepitan los fogones y salen de allí los plátanos asados, el arroz con cocolón, la menestra de yuca, la torta de maíz, el peje asado o la gallina criolla en estofado y otro montón de platos más. La gente grita y bebe, mientras las maravillas gastronómicas circulan por aquí y más allá. Y a toda la algarabía, vamos con otro traguito para seguir oyendo las historias que se van armando y estar cerca de los aromas de los manjares en cocción.

Ya emocionado -y les diré, un poco beodo- voy con los gritos de “todos a mover las mandíbulas, nadie se queda sin comer, carajo, viva Crucita, vivan los santos, vivan Las Gilces, arriba los gabinetes, el que no baila es un amargado”.

Y nadie quiere ser amargado. Bailan el papá y la mamá, la mamá con el padrino, madrinas y ahijados. Después mueven el esqueleto los presidentes y los ministros, el viejito con la viejita ¡Arréjuntele, compadre! Los jóvenes intercambian pasos, vaciles y besos. Y a este son nacerán nuevos hijos comunitarios. No falta el jachudo que entre currincho y caña ya se puso necio.

Es una manera un poco heterodoxa de expresar por igual las voracidades y las saciedades del ser humano. Son comunitarios por creer, por placer y por joder. Porque son amigos y se quieren con el alma. Porque, aunque tengan diferentes apellidos, la pachanga no solo los convierte en panas sino en familiares.

Para cuando termina el jolgorio, ya cansados y mareados, empieza el retorno a cada hogar. Decidido, me quedo hasta el final para ayudar a las cocineras en el rito del apagado de los fogones. Vuelan las cenizas. La cocina se duerme lentamente y queda listecita para cuando se presente una nueva oportunidad.

“Las fiestas y el trago y la comida también nos mantienen unidos. Ahora vamos de salida, hip, para volver a entrar después. Que me guarden los fogones porque regresaremos, hip. Para eso somos parceros, hip”.

No queda más que decir que la felicidad de estar vivos nos una siempre, no solo para comer de una misma olla, sino para perseguir juntos unos mismos objetivos. Sí señor, hip. Así avanzo hasta mi puerta en que las llaves me bailan en las manos hasta que encuentro la precisa para entrar al fin luego de la deliciosa jornada.

Punto de origen de mucho

PUNTO DE ORIGEN DE MUCHO

Montecristi ha sido origen de muchas cosas: ahí nació en 1842 Eloy Alfaro, el liberal a quien una encuesta nacional reconoció como el mejor presidente de la historia ecuatoriana. Y en los albores del siglo XX, en 2008, dio a luz a la Constitución que hoy guía al país. De eso quedó como evidencia, Ciudad Alfaro, uniendo dos momentos de la historia, al pie del cerro que bautiza a esta ciudad.

Como este, Montecristi tuvo momentos de gran protagonismo: a mediados del siglo XIX fue un centro político y económico que incluso hacía que la gente se refiriera a ella como a la capital de Manabí (que siempre ha sido Portoviejo, valga la aclaración). El tiempo y las olas han cambiado eso hasta ser casi un sitio de paso, pero de parada obligatoria, eso sí. En los 60, muchas familias portovejenses se trasladaban a las playas de Tarqui para disfrutar de las vacaciones. Los principales medios de transporte eran vehículos de fila, uno que otro vuela mecha y el camino no estaba en las mejores condiciones, por lo que el viaje tomaba más tiempo del deseado. Incluía detenerse en Montecristi donde vendedores ambulantes ofrecían sabrosas cocadas. No se sabe exactamente cuándo, pero quizás en la década de los 70, empezaron a ofrecer también roscas. No eran un invento reciente. Es probable que, en medio del montón de vendedores de cocadas, algunos pocos también ofrecieran roscas, aunque en menor medida. La rosca, subproducto del pan, tiene una larga historia. Las de Montecristi son de textura firme y su forma entrelazada en un círculo le da un carácter particular. El tamaño no importa, como en muchas otras cosas: puede ser grande, mediana o pequeña, y si bien los turistas locales o de otros lares no las conocían, formaban parte de la vida cotidiana de nuestros bisabuelos y abuelos. Era común repartirlas en los velorios, acompañadas de café, o disfrutarlas en tertulias familiares nocturnas. Esta tradición encontró en Montecristi un lugar donde arraigarse comercialmente hasta volverse un símbolo.

Hoy en día, cada vez que los vehículos viajan de Portoviejo a Manta o viceversa, se detienen en Montecristi para adquirir fundas con el preciado bocado. En medio del barullo de la oferta de roscas y el intercambio intenso del producto, Montecristi además sorprende con su rica artesanía en madera, barro, tagua y otros materiales exhibida y vendida en pintorescos bazares. Entre toda la oferta, hay algo recurrente que los cientos de turistas estadounidenses, asiáticos y europeos que desembarcan de los cruceros y se trasladan a esta pequeña ciudad, piden: el mundialmente famoso sombrero de Montecristi.

Casi en el límite entre Montecristi y Manta, un monumento a la tejedora honra la vocación ancestral de las mujeres manabitas, que tejían sombreros para matar el tiempo y ejercitar sus manos, sin imaginar que un día su labor sería famosa en todo el planeta. El sombrero, que en el pasado también se conoció como sombrero de Jipijapa, fue erróneamente rebautizado por avatares del destino como Panama Hat, un nombre que persiste en la memoria de los visitantes a pesar de las aclaraciones que permanentemente se hacen. El origen de este sombrero hay que conocerlo y está en la comunidad de Pile, a unos 30 kilómetros de Montecristi. Es la fuente de la materia prima, la paja toquilla, pero también es un centro de formación de decenas de tejedores que se esfuerzan a diario por crear el mejor sombrero del mundo, como muchos lo consideran.

De las 173 personas que siguen tejiendo el sombrero,
118 son mujeres y 55, hombres. No las conté yo. Son datos de un censo de la UNESCO a través del programa “Tejiendo desarrollo sostenible en Pile, Manabí”. Desde cuando se hizo el sondeo a la fecha, puede haber cambios por migraciones, nuevas incorporaciones y abandonos. No lo sabemos. Pero así de reducido es más o menos el número de tejedores. Adquirir un sombrero hecho en Pile, de mediano o gran formato y excelente calidad es un placer que los viajeros se dan mientras disfrutan del horizonte marino, donde otras aventuras visuales y gastronómicas los esperan.

Su fama es mayor desde 2012 cuando el sombrero de paja toquilla confeccionado en Ecuador obtuvo de la UNESCO el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, reconociendo la milenaria transmisión de conocimientos y saberes. En Ecuador, además de Pile, también se teje en otros sectores de Montecristi, Jipijapa y Picoazá de Portoviejo y Cuenca en la serranía y en todos esos puntos se esfuerzan por perfeccionar y proyectar al mundo esta preciada distinción.

El tiempo parece en otra dimensión en las manos de los tejedores que con paciencia dedican horas que pueden trans- formarse en meses e incluso un año, para obtener las hermosas piezas. Del tiempo y la finura se obtendrá su precio. En silencio absoluto, sin distracciones de la vida actual, al alba o al caer la tarde, concentrados y conectados con su trabajo profundo dejan una parte de cada uno en la obra final, esa que, en la cabeza de quien lo compró, vivirá otras historias de las que los tejedores ya no sabrán.