En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En Manabí, el viche es más que un plato. Es la reina de las sopas y tiene hasta un récord Guinness por haber hecho la versión más grande del mundo.
Este potaje nutritivo y restaurador es una tradición reconocida en el Patrimonio del Ecuador. Con olor a mar, tierra y campo, los domingos en las familias, los viernes en los restaurantes (especialmente en Semana Santa), el viche es irreemplazable. Apenas toma una hora en preparar, pero lleva consigo siglos de historia y a pesar de que se hace de muchas maneras, en la comuna Las Gilces se ha revalorizado como bien patrimonial y atractivo turístico clave. El secreto reside en el gordito de maní, salsa espesa que acoge amorosamente a cada ingrediente. Entre ellos destaca la achogcha, una especie de pepino pequeño, con un sabor suave, casi herbal, que se cocina lentamente junto a la yuca, el plátano, el choclo y una variedad de mariscos que le dan al viche su identidad. Tradicionalmente hecho con pescado, hoy lo encontramos con camarones, langostinos y otros mariscos, adaptándose a gustos y preferencias. Es tan versátil que, si alguna verdura falta, siempre hay otra que toma la posta. Es cuestión de ingenio, ese ingenio manabita que sabe transformar lo sencillo en sublime.
La historia cuenta que las abuelas solían llevar el viche en grandes bandejas para venderlo a los trabajadores del campo, que con este caldo espeso quedaban fuertes como el mico para seguir la jornada. De su origen, se cree que los indígenas milenarios encontraron abundancia de pejes, legumbres y verduras, comenzaron a combinar ingredientes con maní y dieron con este plato emblemático. Hoy, el viche es símbolo de resistencia y cohesión social, que se comparte con orgullo y celebra la herencia y tradición.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En el cerro La Mona está la comunidad El Mamey donde cocinar un buen caldo de gallina es tradición montuvia. Este plato no conoce de horarios ni de fechas en el calendario.
La preparación es un ritual. La yuca no debe compartir el mismo espacio con la gallina en la olla. Se cocina aparte, pues dice el secreto que su presencia en el caldo es como ladrón que roba el sabor y deja al caldo sin su esencia. Solo las más sabias conocen y lo han transmitido a través del tiempo.
La gallina tiene su carácter. Si es joven, no se hace esperar mucho en la olla; pero si ya lleva años corriendo por el patio, se toma su tiempo, exigiendo jarta paciencia y dedicación, pero vale la pena porque es sabido el dicho “gallina vieja da buen caldo”.
Mientras el caldo va tomando cuerpo y sabor, caprichoso como es, no se puede dejar de chapear porque mientras se va reduciendo, hay que añadir agua con cuidado para que no se vuelva salado.
El toque final lo pone quien está a cargo, con mano experta y bien puesto asunto, agrega un cogollo de orégano que le da al caldo un sabor especial.
Con precisión casi artística, se pica finamente cebollín, cilantro y hierbabuena, y se esparce sobre el plato, justo antes de servirlo. Ni antes ni después. Este último toque realza el sabor y perfuma el caldo, con un aroma que va por todas las endijas.
Aunque simple en apariencia, guarda en su preparación el alma de la chacra manaba. Con variaciones y versiones propias según qué Zambrano o Cedeño lo haga, este caldo alimenta el cuerpo, hace lo propio con el espíritu, desde la sencillez de la vida cotidiana, con tradición e identidad. Y eso se sabe solo después de probarlo y si está bueno, hasta chigualos inspira.
120 Minutos.
Cualquier dolama o cansancio se olvida con este plato de tradición pura, la tonga es un recuerdo envuelto en hojas de plátano que nos remonta a tiempos del boom
cauchero. Nació como una vianda para los cosechadores, con lo que había a mano: hojas de plátano o bijao y una base de jerén, el maíz manabita.
Con una preparación que toma alrededor de dos horas, este plato se cocina a lo largo del año, manteniendo viva una costumbre que valora lo natural y sustentable.
La hoja de plátano es el envoltorio y aporta levaduras probióticas que se activan con el calor y el contacto con los ingredientes, creando un sabor inigualable.
Aunque los tiempos han cambiado, la tonga mantiene su esencia: envuelve proteínas y carbohidratos, acompañados del gordito de maní. Alguna vez fue el sustento de los trabajadores rurales, hoy es un símbolo de la cocina montuvia.
Si buscas la auténtica experiencia de la tonga pata amarilla, los destinos obligados son el sector Pai Pai antes de llegar a La Estancilla, en Tosagua; las Jaguas de Rocafuerte y Rambuche, en Jama.
120 Minutos.
Tradicional.
Ancestralmente en Manabí, el encebollado fue un plato de caldo transparente que tomó color y otras bondades con el tiempo.
El encebollado es como ese hijo del que todos quieren hacerse cargo, un verdadero tesoro culinario que, donde se pruebe, siempre se luce con sus particularidades. Es un plato que se pre- para todo el año, pero su historia y sabor trascienden fronteras y generaciones. Dicen que este invento es mejor que la penicilina, porque no hay mal que un buen encebollado no cure: desde la resaca más feroz hasta el corazón roto, este plato lo resuelve todo. Con su caldo robusto, trozos de pescado fresco, yucas tiernas,
y esa cebolla encurtida que le da el toque mágico, cada cucharada es un viaje que reconforta con ese sabor auténtico que abraza el alma y llena de nostalgia.
El encebollado es una celebración de lo nuestro y que ha conquistado generaciones.
90 Minutos.
Tradicional
Que por qué se llama corviche? Dice la sabiduría po- pular que es por ser una masa encorvada. Lo cierto es que es riquijijijimo y se ha vuelto más que un simple bocadillo: es un emblema de la identidad. Nació en La Estancilla, una parroquia en Tosagua, y desde allí se desplazó hacia todos los puntos cardinales de la provincia.
Fue llevado por los caminos polvorientos hasta Cascol, al sur, donde se convirtió en una parada obligatoria para los turistas y es ahora uno de los corviches más célebres de Manabí. ¡Allí no hay escapatoria, un corviche es una promesa de felicidad!
De la familia de los ‘iches’, ha atravesado generaciones y se ha adaptado al tiempo. Las abuelas cuentan que, en sus inicios, la masa era de maíz y maní, finamente moldeada y sin relleno, cocida en hornos de leña hasta alcanzar una delgadez crujiente que arrancaba suspiros.
Pero como toda buena historia, el corviche también evolucionó. El maíz cedió su lugar al plátano dominico y el queso y pescado se convirtieron en los nuevos guardianes de su interior.
Para un manabita, probar un corviche es como volver a casa a escuchar el susurro de las abuelas.
30 Minutos.
Las empanadas de Manabí son un bocadito con una tradición que se ha mantenido viva a lo largo de generaciones.
Los rellenos van desde queso hasta mariscos, y con la masa hecha del plátano dominico de la vega del río, cada mordisco es glorioso. La clave está en una buena amasada y en estirarla finamente para que quede delicada y lista para freír. La empanada estará crujiente y sabrosa.
Su popularidad creció en la década de los 60 y 70, con la construcción de la represa Poza Honda, que se convirtió en un atractivo más para quienes visitaban balnearios y ríos cercanos.
Familias como la de María García, quien lleva 45 años en el negocio tras aprender de su madre y de su suegra, han encontrado en las empanadas una fuente de sustento y orgullo. Estos antojitos no faltan en los eventos sociales y culturales y son otro símbolo de la riqueza culinaria manabita que comemos hasta jartarnos.
1/2 lb de queso manaba
400 ml de agua
cilantro (opcional)
1 lb de carne de res
1 plátano verde
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
1 lb de pollo
1 plátano
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
Hacer un refrito con la cebolla, pimiento, ajo, achiote y comino; incorporar la carne previamente picada y sazonada, dejar cocinar por diez minutos; agregar el agua más el plátano pelado y troceado y, cuando esté cocido y blando, retirar y moler/majar. Dejar reducir hasta que se forme una sopa homogénea; finalizar con cilantro y reservar.
120 Minutos.
Tradicional.
En los caminos de Sancán, no hay quien se resista a una buena tortilla de maíz, esa que te llama desde los tenderetes al borde de la carretera, como un canto que no puedes ignorar.
Dicen que se hace desde los años 1.700 y nadie puede pasar por Jipijapa sin detenerse a probarlas. En sus inicios, estas tortillas eran tan planas como los chistes del abuelo y que no tenían relleno. Pero, con los años, alguien tuvo la brillante idea de meterles queso o chicharrón, y ¡boom! Nació una delicia que hace suspirar hasta al más serio.
El maíz seco tiene que ser cocinado y rallado con esmero, y si alguna pepita se escapa, no hay problema: se muele. La suavidad perfecta de estas tortillas depende del toque exacto de mantequilla, manteca y huevo, como una fórmula de nuestras abuelas.
Este antojo se acompaña de un café pasado o de olla, convirtiéndose en la merienda o desayuno perfecto.
1/2 de queso o chicharrón
1 lb de maíz rallado y molido
1 cda de mantequilla}
1 cda de manteca de chancho derretida
1/2 cda de sal
1 huevo
1/2 tza de agua o leche
Mezclar el maíz rallado y molido con el huevo, mantequilla, manteca derretida y sal.
Empezar a amasar. Si la consistencia está muy seca, agregar agua o leche.
Una vez que está lista la masa, hacer las tortillas y rellenar con queso o chicharrón.
Finalmente, llevar al horno de leña caliente por quince minutos. Servir.
60 Minutos.
Tradicional
En el pintoresco barrio Imbabura, en Jipijapa, el aroma del bollo de chancho identifica la cocina de la familia Ayón durante generaciones. Este plato exige paciencia y dedicación. El maní rosita o rojo, una variedad poco conocida pero esencial, le da su característico toque. Para el azocado hay que seguir la técnica ancestral que no permite error. Y su cocción se prolonga por diez horas en el horno de leña.
Doña Margarita Ayón, a sus 85 años, sigue siendo la matriarca que, con manos expertas, prepara estos bollos una vez a la se- mana. Cada uno es una obra de arte.
Los descendientes de la familia han heredado la receta y el espíritu emprendedor que ha permitido que este legado culinario se mantenga vivo y brinde sustento a quienes lo continúan. Cada bocado es un tributo a la perseverancia y a conservar y compartir los sabores auténticos que han dado sustento y alegría a estas familias manabitas a lo largo del tiempo.
5 lbs de carne de chancho
2 lbs de cuero de chancho
1 lb de manteca de chancho
1 lb de manteca vegetal
20 lbs de plátano rallado (2 racimos de verde)
10 lbs de maní tostado y molido
4 onzas de pasta de achiote
1 atado de cebolla blanca
10 hojas de cilantro de pozo/chillangua
1 atado de cilantro o hierbita
5 pimientos verdes
5 lt de agua
hojas de plátano
sal, pimienta, comino y orégano al gusto
Pelar y rallar el plátano.
Para la masa agregar en una paila, el plátano rallado, el maní tostado y molido, achiote y el sofrito (sofreír cebolla blanca, con pimiento verde picado en manteca de chancho con achiote).
Luego picar cilantro de pozo, hierbita y mezclar con la masa.
Amasar y diluir con agua y agregar sal, pimienta, comino y orégano al gusto.
A su vez, para el relleno del bollo, cortar la carne y los cueritos de chancho, aliñarlos con sal, pimienta y comino y reservar hasta el momento de armar el bollo.
Armado del bollo:
Nota: En Manabí es tradicional el bollo de chancho familiar, aunque existen sectores en los que se preparan bollos personales como en La Estancilla del cantón Tosagua; en Canuto del cantón Chone o en el cantón Flavio Alfaro.
120 minutos (tiempo de cocción, al menos 10 horas).
Tradicional
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En Manabí, el viche es más que un plato. Es la reina de las sopas y tiene hasta un récord Guinness por haber hecho la versión más grande del mundo.
Este potaje nutritivo y restaurador es una tradición reconocida en el Patrimonio del Ecuador. Con olor a mar, tierra y campo, los domingos en las familias, los viernes en los restaurantes (especialmente en Semana Santa), el viche es irreemplazable. Apenas toma una hora en preparar, pero lleva consigo siglos de historia y a pesar de que se hace de muchas maneras, en la comuna Las Gilces se ha revalorizado como bien patrimonial y atractivo turístico clave. El secreto reside en el gordito de maní, salsa espesa que acoge amorosamente a cada ingrediente. Entre ellos destaca la achogcha, una especie de pepino pequeño, con un sabor suave, casi herbal, que se cocina lentamente junto a la yuca, el plátano, el choclo y una variedad de mariscos que le dan al viche su identidad. Tradicionalmente hecho con pescado, hoy lo encontramos con camarones, langostinos y otros mariscos, adaptándose a gustos y preferencias. Es tan versátil que, si alguna verdura falta, siempre hay otra que toma la posta. Es cuestión de ingenio, ese ingenio manabita que sabe transformar lo sencillo en sublime.
La historia cuenta que las abuelas solían llevar el viche en grandes bandejas para venderlo a los trabajadores del campo, que con este caldo espeso quedaban fuertes como el mico para seguir la jornada. De su origen, se cree que los indígenas milenarios encontraron abundancia de pejes, legumbres y verduras, comenzaron a combinar ingredientes con maní y dieron con este plato emblemático. Hoy, el viche es símbolo de resistencia y cohesión social, que se comparte con orgullo y celebra la herencia y tradición.
En Manta, el ceviche es un rito y un orgullo. El picudo reina en cevicherías clásicas, pero en otras, el wahoo es el preferido por su carne firme y el toque grasosito se deshace en la boca y deja un sabor que hace que uno quiera más.
En esta tierra de pescadores y buen comer, el ceviche se prepara con maestría. El secreto está en la técnica. ¡Y vaya técnica! La pieza de pescado debe estar impecablemente limpia, sin rastros de piel o línea de sangre. Y si está jediondo, olvídate, ¡no es digno de un ceviche manaba!
Para servirlo, en Manta, las verduras se presentan coquetamente sobre el pescado curtido; en otros cantones todo se mezcla, como sinfonía de colores y texturas; en Portoviejo, ellos mismos enjiran los ingredientes a gusto, personalizando cada bocado como una obra de arte.
¿Y el ají? Cortado finito, bien macuquito, es el toque para disfrutar de un picante que cosquillee. Ya ven; cada ceviche cuenta su historia, dependiendo del lugar donde lo pruebes.
La próxima vez que visites Manabí, atrévete con toda opción y deja que los secretos de las manos expertas de las cevicherías te lleven al corazón del mar.
En el cerro La Mona está la comunidad El Mamey donde cocinar un buen caldo de gallina es tradición montuvia. Este plato no conoce de horarios ni de fechas en el calendario.
La preparación es un ritual. La yuca no debe compartir el mismo espacio con la gallina en la olla. Se cocina aparte, pues dice el secreto que su presencia en el caldo es como ladrón que roba el sabor y deja al caldo sin su esencia. Solo las más sabias conocen y lo han transmitido a través del tiempo.
La gallina tiene su carácter. Si es joven, no se hace esperar mucho en la olla; pero si ya lleva años corriendo por el patio, se toma su tiempo, exigiendo jarta paciencia y dedicación, pero vale la pena porque es sabido el dicho “gallina vieja da buen caldo”.
Mientras el caldo va tomando cuerpo y sabor, caprichoso como es, no se puede dejar de chapear porque mientras se va reduciendo, hay que añadir agua con cuidado para que no se vuelva salado.
El toque final lo pone quien está a cargo, con mano experta y bien puesto asunto, agrega un cogollo de orégano que le da al caldo un sabor especial.
Con precisión casi artística, se pica finamente cebollín, cilantro y hierbabuena, y se esparce sobre el plato, justo antes de servirlo. Ni antes ni después. Este último toque realza el sabor y perfuma el caldo, con un aroma que va por todas las endijas.
Aunque simple en apariencia, guarda en su preparación el alma de la chacra manaba. Con variaciones y versiones propias según qué Zambrano o Cedeño lo haga, este caldo alimenta el cuerpo, hace lo propio con el espíritu, desde la sencillez de la vida cotidiana, con tradición e identidad. Y eso se sabe solo después de probarlo y si está bueno, hasta chigualos inspira.
120 Minutos.
Cualquier dolama o cansancio se olvida con este plato de tradición pura, la tonga es un recuerdo envuelto en hojas de plátano que nos remonta a tiempos del boom
cauchero. Nació como una vianda para los cosechadores, con lo que había a mano: hojas de plátano o bijao y una base de jerén, el maíz manabita.
Con una preparación que toma alrededor de dos horas, este plato se cocina a lo largo del año, manteniendo viva una costumbre que valora lo natural y sustentable.
La hoja de plátano es el envoltorio y aporta levaduras probióticas que se activan con el calor y el contacto con los ingredientes, creando un sabor inigualable.
Aunque los tiempos han cambiado, la tonga mantiene su esencia: envuelve proteínas y carbohidratos, acompañados del gordito de maní. Alguna vez fue el sustento de los trabajadores rurales, hoy es un símbolo de la cocina montuvia.
Si buscas la auténtica experiencia de la tonga pata amarilla, los destinos obligados son el sector Pai Pai antes de llegar a La Estancilla, en Tosagua; las Jaguas de Rocafuerte y Rambuche, en Jama.
120 Minutos.
Tradicional.
Ancestralmente en Manabí, el encebollado fue un plato de caldo transparente que tomó color y otras bondades con el tiempo.
El encebollado es como ese hijo del que todos quieren hacerse cargo, un verdadero tesoro culinario que, donde se pruebe, siempre se luce con sus particularidades. Es un plato que se pre- para todo el año, pero su historia y sabor trascienden fronteras y generaciones. Dicen que este invento es mejor que la penicilina, porque no hay mal que un buen encebollado no cure: desde la resaca más feroz hasta el corazón roto, este plato lo resuelve todo. Con su caldo robusto, trozos de pescado fresco, yucas tiernas,
y esa cebolla encurtida que le da el toque mágico, cada cucharada es un viaje que reconforta con ese sabor auténtico que abraza el alma y llena de nostalgia.
El encebollado es una celebración de lo nuestro y que ha conquistado generaciones.
90 Minutos.
Tradicional
Que por qué se llama corviche? Dice la sabiduría po- pular que es por ser una masa encorvada. Lo cierto es que es riquijijijimo y se ha vuelto más que un simple bocadillo: es un emblema de la identidad. Nació en La Estancilla, una parroquia en Tosagua, y desde allí se desplazó hacia todos los puntos cardinales de la provincia.
Fue llevado por los caminos polvorientos hasta Cascol, al sur, donde se convirtió en una parada obligatoria para los turistas y es ahora uno de los corviches más célebres de Manabí. ¡Allí no hay escapatoria, un corviche es una promesa de felicidad!
De la familia de los ‘iches’, ha atravesado generaciones y se ha adaptado al tiempo. Las abuelas cuentan que, en sus inicios, la masa era de maíz y maní, finamente moldeada y sin relleno, cocida en hornos de leña hasta alcanzar una delgadez crujiente que arrancaba suspiros.
Pero como toda buena historia, el corviche también evolucionó. El maíz cedió su lugar al plátano dominico y el queso y pescado se convirtieron en los nuevos guardianes de su interior.
Para un manabita, probar un corviche es como volver a casa a escuchar el susurro de las abuelas.
30 Minutos.
Las empanadas de Manabí son un bocadito con una tradición que se ha mantenido viva a lo largo de generaciones.
Los rellenos van desde queso hasta mariscos, y con la masa hecha del plátano dominico de la vega del río, cada mordisco es glorioso. La clave está en una buena amasada y en estirarla finamente para que quede delicada y lista para freír. La empanada estará crujiente y sabrosa.
Su popularidad creció en la década de los 60 y 70, con la construcción de la represa Poza Honda, que se convirtió en un atractivo más para quienes visitaban balnearios y ríos cercanos.
Familias como la de María García, quien lleva 45 años en el negocio tras aprender de su madre y de su suegra, han encontrado en las empanadas una fuente de sustento y orgullo. Estos antojitos no faltan en los eventos sociales y culturales y son otro símbolo de la riqueza culinaria manabita que comemos hasta jartarnos.
1/2 lb de queso manaba
400 ml de agua
cilantro (opcional)
1 lb de carne de res
1 plátano verde
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
1 lb de pollo
1 plátano
1/4 tza de cebolla colorada picada
1/4 tza de pimiento verde picado
2 dientes de ajo pelados y machacados
2 cdas de achiote en aceite
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
400 ml de agua
cilantro finamente picado al gusto
sal, pimienta y comino al gusto
Hacer un refrito con la cebolla, pimiento, ajo, achiote y comino; incorporar la carne previamente picada y sazonada, dejar cocinar por diez minutos; agregar el agua más el plátano pelado y troceado y, cuando esté cocido y blando, retirar y moler/majar. Dejar reducir hasta que se forme una sopa homogénea; finalizar con cilantro y reservar.
120 Minutos.
Tradicional.
En los caminos de Sancán, no hay quien se resista a una buena tortilla de maíz, esa que te llama desde los tenderetes al borde de la carretera, como un canto que no puedes ignorar.
Dicen que se hace desde los años 1.700 y nadie puede pasar por Jipijapa sin detenerse a probarlas. En sus inicios, estas tortillas eran tan planas como los chistes del abuelo y que no tenían relleno. Pero, con los años, alguien tuvo la brillante idea de meterles queso o chicharrón, y ¡boom! Nació una delicia que hace suspirar hasta al más serio.
El maíz seco tiene que ser cocinado y rallado con esmero, y si alguna pepita se escapa, no hay problema: se muele. La suavidad perfecta de estas tortillas depende del toque exacto de mantequilla, manteca y huevo, como una fórmula de nuestras abuelas.
Este antojo se acompaña de un café pasado o de olla, convirtiéndose en la merienda o desayuno perfecto.
1/2 de queso o chicharrón
1 lb de maíz rallado y molido
1 cda de mantequilla}
1 cda de manteca de chancho derretida
1/2 cda de sal
1 huevo
1/2 tza de agua o leche
Mezclar el maíz rallado y molido con el huevo, mantequilla, manteca derretida y sal.
Empezar a amasar. Si la consistencia está muy seca, agregar agua o leche.
Una vez que está lista la masa, hacer las tortillas y rellenar con queso o chicharrón.
Finalmente, llevar al horno de leña caliente por quince minutos. Servir.
60 Minutos.
Tradicional
En el pintoresco barrio Imbabura, en Jipijapa, el aroma del bollo de chancho identifica la cocina de la familia Ayón durante generaciones. Este plato exige paciencia y dedicación. El maní rosita o rojo, una variedad poco conocida pero esencial, le da su característico toque. Para el azocado hay que seguir la técnica ancestral que no permite error. Y su cocción se prolonga por diez horas en el horno de leña.
Doña Margarita Ayón, a sus 85 años, sigue siendo la matriarca que, con manos expertas, prepara estos bollos una vez a la se- mana. Cada uno es una obra de arte.
Los descendientes de la familia han heredado la receta y el espíritu emprendedor que ha permitido que este legado culinario se mantenga vivo y brinde sustento a quienes lo continúan. Cada bocado es un tributo a la perseverancia y a conservar y compartir los sabores auténticos que han dado sustento y alegría a estas familias manabitas a lo largo del tiempo.
5 lbs de carne de chancho
2 lbs de cuero de chancho
1 lb de manteca de chancho
1 lb de manteca vegetal
20 lbs de plátano rallado (2 racimos de verde)
10 lbs de maní tostado y molido
4 onzas de pasta de achiote
1 atado de cebolla blanca
10 hojas de cilantro de pozo/chillangua
1 atado de cilantro o hierbita
5 pimientos verdes
5 lt de agua
hojas de plátano
sal, pimienta, comino y orégano al gusto
Pelar y rallar el plátano.
Para la masa agregar en una paila, el plátano rallado, el maní tostado y molido, achiote y el sofrito (sofreír cebolla blanca, con pimiento verde picado en manteca de chancho con achiote).
Luego picar cilantro de pozo, hierbita y mezclar con la masa.
Amasar y diluir con agua y agregar sal, pimienta, comino y orégano al gusto.
A su vez, para el relleno del bollo, cortar la carne y los cueritos de chancho, aliñarlos con sal, pimienta y comino y reservar hasta el momento de armar el bollo.
Armado del bollo:
Nota: En Manabí es tradicional el bollo de chancho familiar, aunque existen sectores en los que se preparan bollos personales como en La Estancilla del cantón Tosagua; en Canuto del cantón Chone o en el cantón Flavio Alfaro.
120 minutos (tiempo de cocción, al menos 10 horas).
Tradicional
No es solo un condimento. De esto saben allá en en Vargas Torres, cantón Tosagua, donde la salprieta es casi un símbolo de fuerza manabita.
Cuentan las leyendas que los hombres de por allá cargan sacos de salprieta como si fueran plumas, aunque para los foráneos la cosa es distinta: les pesa como si llevaran el doble. No cualquiera puede. Esos sacos, dicen, están cargados de más que maíz y maní: es la historia y la fuerza de generaciones. La salprieta es un asunto serio. Las abuelas pasan horas tostando el maíz y el maní en comales de barro sobre hornos de leña, cuidando que nada quede crudo, porque un mal tueste arruina todo. Y ni hablar de la sal que, en tiempos antiguos, era de un negro prieto que dio nombre a esta mezcla mágica. Las abuelas empacan la salprieta en hojas de plátano y la dejan al calor lento del horno, como cocinando recuerdos. Lo curioso es que el manabita come más salprieta cuando está lejos de casa, como si un simple bocado pudiera engañar al cerebro y devolverle, aunque sea por un ratito, el calor del hogar.
Nota: La receta es 50% de maíz amarillo tostado y 50% de maní molido fino, si no la quiere tan manizuda puede trabajar 70-30 sobre todo para uso de restauración o para decorar.
Esta delicia la encontrará de venta en la calle, en los autobuses y en cafeterías de Bahía de Caráquez y de todo Manabí. No se la pierda.
Del maíz, nuestros pueblos originarios han realizado muchas cosas. Una de ellas es la empanada, una pieza esencial. Comienza con el maíz amarillo cocido, se desgrana y se muele sin quitarle el piquillo. Este detalle marca la diferencia: al pasar por el molino, el grano se compacta y se convierte en una masa uniforme que se estira para formar discos perfectos, listos para rellenar. Y aquí viene la magia: el relleno. La de queso rallado es un clásico, las favoritas siempre serán las de queso y longaniza ahumada, que traen todo el sabor y el ahumado.
¿Otra joya? Las empanadas de guariche y maní, al igual que las de masa de plátano, llevan un poco de menestra de plátano en el interior. Este secreto hace que al freírse alcancen el balance perfecto.
¡Una experiencia que va de lo clásico a lo inesperado, siempre con ese toque manabita que no se encuentra en ningún otro lugar!
Nota: En vez de agua usar suero salado.
En la cocina de las abuelas manabitas, la magia empieza con el sonido de los maduros cayendo en el fogón. Entre risas y sabiduría, ellas fueron las primeras alquimistas de lo que hoy conocemos como el bolón.
Con manos ágiles, combinaban maduro y maní, creando la famosa bola de maní, un tesoro que se multiplica en versiones con queso, chicharrón o longaniza.
El secreto del maní, que no debe saber rancio, está en prepararlo un día antes.
Nota: Moler con mortero de piedra e ir agregando poco a poco el maní es la tradición. Cuando ya se han seguido los pasos de la cocción, acompañar con café de olla o café pasa- do y una porción de longaniza ahumada.
En Salango, el mar cuenta historias a quienes saben escucharlo y Alfredo Pincay, un cocinero de alma y corazón, es uno de ellos. Desde joven, aprendió a amasar el pan junto a su madre, pero fue en el aroma del mar donde encontró su verdadera pasión. El chumumo, un pescado pequeño y humilde conocido también como boquerón, solía ser parte de la dieta de los pescadores. Con los años, se perdió la costumbre, pero Alfredo la puso de vuelta en la mesa en su conocido restaurante, abierto un 24 de diciembre de 1987. Lo llenó de vida con platos criollos, caldos de gallina y sabores del mar. Los boquerones, servidos con patacones al ajillo, recuperaron su lugar en la memoria y el paladar de los comensales para honrar así a la tradición y a su querida amiga Elsita de Guerra, quien le enseñó a darle ese toque diferente a los frutos del mar.
Este ceviche, considerado por muchos como un afrodisíaco natural, requiere ostras frescas, con una vida útil de máximo tres días en un lugar ventilado, ya que su calidad se percibe fácilmente: si una ostra se abre sola o emana un olor fuerte y rancio, debe descartarse inmediatamente.
Desde hace 20 años, la familia Bailón ha deleitado a mantenses y visitantes en su icónica carreta afuera de la Autoridad Portuaria. Dos generaciones se han dedicado a esta tarea, creando un espacio donde desconocidos se sientan juntos en la gran mesa manabita, unidos por el sabor incomparable de este ceviche.
Dicen los expertos que no se deben confundir ostras con ostiones, que, si bien son parientes cercanos, el nivel de sal los diferencia. Quien probó este ceviche, sabrá contar de esta experiencia única… y por supuesto, volverá.
Cada cosecha trae esperanzas renovadas. Es resultado del esfuerzo de la siembra, pero, además, de que habrá el cortadito de choclo, un verdadero placer que se espera con ansias. Este platillo reúne a la familia alrededor de la mesa, ya sea en un almuerzo o una cena, llenando el ambiente de aromas y recuerdos compartidos.
Hay un ingrediente fundamental: el choclo joven y tierno, evitando el jecho duro, y en añadir abundante queso duro, que se derrite deliciosamente en la cocción. Pero el toque maestro es el suero, que le da un sabor único y distinto a la leche tradicional.
Es tan sencillo de preparar como delicioso y no importa cuántas veces se haga, cada cortadito sabe a gloria.
Nota: A la manera tradicional, este platillo se sirve acompañado de tajadas de queso.
El sánduche de carne punzada es protagonista de todo cumpleaños manabita. ¿Torta? ¡Eso es lo de menos! La carne bien punzada, con su sazoncito, y la ensalada de cebolla curtida con repollo, se llevan toda la atención. Según la familia, encontrará una versión: que si con más ajo, que si con una salsa secreta que ni en sueños te van a revelar, pero eso sí, todas tienen el toque que deja pidiendo bis. Es tan versátil que en Manabí se dice que si te comes uno, ya te va mejor el día.
Ya sabes. Si en una fiesta, ves la bandeja de sánduches, corre antes de que se acaben, porque aquí, quien parpadea se queda con las ganas.
Cortar el pescado en cuadros de medio centímetro.
Encurtir con limón y sal, dejar reposar por treinta minutos o curtir de un día para el otro. Este tiempo es opcional.
Cortar la cebolla finamente en juliana y remojar en agua helada con un puntito de sal.
Luego, curtir la cebolla con limón y aceite.
Proceder a disolver el maní en agua.
Picar el cilantro finamente.
Finalmente, se mezcla el pescado curtido con la cebolla y se agrega el cilantro y salsa de maní. Servir.
45 Minutos.
Tradicional.
Pelar los camarones, si son grandes se pueden cortar a lo largo.
Con las cáscaras hacer un fondo y agregar los picos de las cebollas, el ajo y tallos de cilantro; añadir sal.
Blanquear los camarones en el fondo durante quince segundos, escurrir y colocar en un recipiente con agua y hielo.
Dejar enfriar el caldo de la cocción del camarón.
Picar la cebolla y el pimiento en cuadraditos pequeños, mezclar con el jugo del limón mandarina y sal.
Al camarón, agregar el jugo del limón sutil, sal y el ají picadito. Encurtir al gusto y agregar el aceite junto a la salsa de cebolla y pimiento. Incorporar el fondo de camarón frío para reducir acidez. Agregar cilantro picado y cubitos de tomate fresco.
En una afamada cevichería de San Vicente, famosa por su sazón y creatividad, un día decidieron innovar con un ceviche que reuniera lo mejor del océano. Usando navajas, almejas, pulpo y más delicias marinas, crearon un platillo único al que bautizaron “Transoceánico”. Una experiencia inolvidable que te deja totalmente satisfecho con esta increíble y preparación.
Lavar bien las conchas, golpearlas para verificar que no sue nen huecas, de ser así desecharlas. Calentar agua en una olla, rociar las conchas, lavarlas enseguida y enfriar. Abrir las conchas, agregar sal, limón y reservar. Cocinar el pulpo hasta que esté suave, enfriar, picar y aliñar con limón y sal. Blanquear el camarón, calamar, almejas y navajas. Encurtir el pescado en limón.
Colocar los mariscos en una cevichera, sazonar con limón y sal, agregar jugo de naranja, la cebolla en plumas o cubitos, los pimientos y el cilantro; decorar con tomate picado y agregar el aceite. Acompañar con chifles.
Nota: Para determinar el punto de cocción del pulpo, se puede utilizar un palillo de dientes para pinchar la parte más gruesa. Este método, conocido como “la prueba de la papa” indica que el pulpo está en su punto si el palillo se introduce y retira con facilidad. En ese caso, se puede retirar del agua y dejar enfriar.
El ceviche de concha es un platillo que se puede disfrutar todo el año. Su origen se remonta a tiempos ancestrales. Hay crónicas que cuentan cómo los indígenas las consumían crudas, y con la llegada del limón, nació esta preparación que combina la frescura del mar con la acidez cítrica, creando un ceviche lleno de historia y tradición. Prepararlo solo toma 30 minutos, pero su sabor se queda en la memoria para siempre.
Lavar bien las conchas, golpearlas para verificar que no suenen huecas, de ser así desecharlas. Calentar agua en una olla, rociar las conchas, lavarlas enseguida y enfriar.
Abrir las conchas, agregar sal, limón y reservar.
Incorporar la cebolla, el pimiento cortado en juliana, el tomate cortado en cubos y el jugo de naranja.
Añadir el aceite, cilantro y ají. Acompañar con chifles.
Cortar la punta inferior de las achogchas, retirar las semillas y las venas sin perder la forma. Reservar la tapa.
Mezclar el queso rallado con la cebolla blanca picada finamente, el tomate picado en cubos y el cilantro. Reservar la mezcla.
En una olla, hervir el agua con el achiote y cebolla blanca picada en trozos.
Rellenar las achogchas con la mezcla de queso y cebolla. Usar la parte cortada como tapa y fijarla con un palillo de dientes para evitar que el relleno se salga.
Llevar a fuego bajos las achogchas sumergiéndolas en el agua, asegurándose de que esta cubra hasta la mitad del producto. Cocinar por diez minutos, hasta que la achogcha se ponga brillante. Y antes de servir, agregar un poco más de queso desmenuzado.
Nota: Un consejo de la cocina tradicional, no dejar cocer demasiado las achogchas para conservar la suavidad de su textura.
Cortar la punta inferior y la parte superior de las achogchas, retirar las semillas y venas sin perder la forma. Reservar la parte superior como tapa.
Para el relleno, en un sartén, colocar el sofrito madre y la carne previamente adobada con sal y comino, sellar y reser var. Cocer los plátanos, agregar merma de vegetales, tallos de cilantro, ajo machacado, achiote o limón.
Majar plátanos, agregar una taza de agua de la cocción anterior y con el molinillo disolver la mezcla. Incorporar poco a poco el sofrito, carne sellada y sal, mezclar y dejar hervir.
Rellenar y tapar las achogchas, fijarlas con un palillo. Colocarlas en una olla y dejar cocinar de siete a diez minutos, con media taza del agua de la cocción cocinar en 1/2 de taza del agua donde se cocinaron, cuidando que no se pongan cauchosas.
Nota: La merma es el sobrante de los vegetales utilizados en la cocción.
En las zonas más internas de Manabí, donde los ríos son el alma del paisaje, nace un plato lleno de tradición: el colonche de zengue. En estas tierras, se practica la pesca artesanal, capturando al zengue en cañadas con sus catangas, una técnica que ha pasado de generación en generación.
Ya en casa, se encurte con limón y cebolla, transformándose en un platillo que, con o sin maní, se considera el antecesor del ceviche de camarón que conocemos.
Es infaltable en las mesas manabitas, pero el zengue, en peligro de extinción, se reemplaza con otras variedades de camarón.
Asar los plátanos en el horno manabita.
Majar el plátano asado rectificar y reservar.
Encurtir el camarón con sal y zumo de limón. Añadir la cebolla colorada en juliana y cilantro finamente picado. Rectificar sabor.
Para servir, colocar una porción de plátano majado, sobre este añadir el camarón encurtido, el caldo de camarón y la salsa colonche.
Cocer los plátanos en el agua junto a los tallos de cilantro de pozo o chillangua y majarlos.
Añadir cebollín finamente picado, sal, una parte del queso rallado, agua y suero salado (opcional). Amasar bien.
Porcionar la masa en tortillas y rellenar con queso rallado.
Freír las tortillas en una sartén con la mantequilla y aceite hasta que se forme una costra dorada en cada lado.
He muchos años, don Placita recorría las calles de Bahía de Caráquez en su bicicleta, llevando en un cartoncito las hayacas que su esposa preparaba con esmero y maestría. Estas hayacas, envueltas en hoja de plátano, eran una delicia que rápidamente conquistó el paladar de la gente. Con el tiempo, don Placita abrió su quiosco en la parroquia Leonidas Plaza, donde, cada mañana, las hayacas volaban de las manos de los clientes. En solo 15 minutos, estas joyas de la gastronomía manabita estaban listas para ser devoradas, y para las 11 de la mañana, no quedaba ni una sola. Así, don Placita y su esposa fundaron una tradición que sigue siendo recordada.
En el agua cocinar el pollo con el ajo, la cebolla y el cilantro de pozo o chillangua, sal, pimienta, comino y coriandro.
Retirar la pechuga del caldo, desmenuzar y sofreír con el refrito. Agregar la panela al caldo, colarlo y licuarlo con la harina de maíz. Repetir el proceso hasta que tenga una textura de puré suave (jerén).
Para armar, agregar el jerén sobre la hoja de plátano; agregar en el centro el gordo de maní; sobre este el pollo desmenuzado, aceitunas, rodajas de huevo duro y pasas para decorar el envuelto. Cerrar.
Cocer al vapor por veinte minutos.
Cuando llegaba la visita a casa de los Zavala, en Jipijapa, las tías Adela y Marianita se llenaban de emoción y era sabido que habría pastel de yuca relleno de carne.
Este pastel se reservaba para los momentos que realmente importaban. Las tías, con sus delantales de flores y el cabello recogido en moños firmes, siempre decían: “El secreto está en la yuca”.
Conseguir una buena en el mercado era un arte que dominaban. Sabían cuál era la más tierna, la más suave, la que daría al pastel esa textura única que se deshacía en la boca.
A medida que pasaron los años, este pastel se convirtió en una especie de reliquia, que viajaba a través del tiempo, transmitida de generación en generación y en un portal que conecta a la familia con sus raíces y con las tías, como si siguieran amasando con dedicación y con su cariño colándose en cada bocado.
Cocinar y majar la yuca haciendo un puré.
Una vez frío, agregar un huevo batido y la mantequilla derretida.
Para el relleno, poner en una sartén a fuego medio el refrito y la carne previamente picada, dejar cocer unos minutos hasta sellar. Antes de finalizar la cocción agregar crema de maní y retirar del fuego. Dejar reposar y agregar los huevos duros picados y el cilantro.
En un molde, colocar una capa del puré de yuca, una de relleno y cubrir con otra capa de puré.
En el horno previamente calentado a 200 °C, por quince o veinte minutos.
En las playas mantenses, cuando el pulpo está fuera de veda, los restaurantes populares tienen un plato que no pasa desapercibido: el picante de pulpo.
Pescadores y cocineros siguen un protocolo casi sagrado para asegurar que cada bocado sea perfecto. El pulpo debe ser cocido idealmente un día antes de servirlo para que su textura sea firme y agradable.
¿De dónde viene el pulpo? De Ligüiqui, donde la pesca es una misión familiar: salen todos a recolectar en los corrales marinos, como se hacía desde tiempos ancestrales. Y tienen el cuidado de que no todos los pulpos se llevan a la olla: los más jóvenes son devueltos al mar para que sigan creciendo, porque aquí se respeta la prudencia de este animal.
El secreto de este plato está en el equilibrio: el colágeno bien reposado, el corte perfecto y ese toque justo de picante que hace sudar de gusto.
Al probar el picante de pulpo se siente cómo cada bocado conecta con la esencia de la costa manabita, donde el sabor y la tradición se mezclan para darte un golpe de mar directo al paladar.
Disponer la yuca previamente cocida en un plato.
Poner el pulpo previamente cocido en el grill con sal y pimienta. Picar en rodajas. Curtir con limón las cebollas y mezclar con el pulpo y luego con la yuca. Agregar un chorrito de aceite. Servir las porciones, terminando el plato con más cebolla curtida, cilantro y un tentáculo grillado de pulpo como parte de la decoración.
No es solo un condimento. De esto saben allá en en Vargas Torres, cantón Tosagua, donde la salprieta es casi un símbolo de fuerza manabita.
Cuentan las leyendas que los hombres de por allá cargan sacos de salprieta como si fueran plumas, aunque para los foráneos la cosa es distinta: les pesa como si llevaran el doble. No cualquiera puede. Esos sacos, dicen, están cargados de más que maíz y maní: es la historia y la fuerza de generaciones. La salprieta es un asunto serio. Las abuelas pasan horas tostando el maíz y el maní en comales de barro sobre hornos de leña, cuidando que nada quede crudo, porque un mal tueste arruina todo. Y ni hablar de la sal que, en tiempos antiguos, era de un negro prieto que dio nombre a esta mezcla mágica. Las abuelas empacan la salprieta en hojas de plátano y la dejan al calor lento del horno, como cocinando recuerdos. Lo curioso es que el manabita come más salprieta cuando está lejos de casa, como si un simple bocado pudiera engañar al cerebro y devolverle, aunque sea por un ratito, el calor del hogar.
Nota: La receta es 50% de maíz amarillo tostado y 50% de maní molido fino, si no la quiere tan manizuda puede trabajar 70-30 sobre todo para uso de restauración o para decorar.
Esta delicia la encontrará de venta en la calle, en los autobuses y en cafeterías de Bahía de Caráquez y de todo Manabí. No se la pierda.
Del maíz, nuestros pueblos originarios han realizado muchas cosas. Una de ellas es la empanada, una pieza esencial. Comienza con el maíz amarillo cocido, se desgrana y se muele sin quitarle el piquillo. Este detalle marca la diferencia: al pasar por el molino, el grano se compacta y se convierte en una masa uniforme que se estira para formar discos perfectos, listos para rellenar. Y aquí viene la magia: el relleno. La de queso rallado es un clásico, las favoritas siempre serán las de queso y longaniza ahumada, que traen todo el sabor y el ahumado.
¿Otra joya? Las empanadas de guariche y maní, al igual que las de masa de plátano, llevan un poco de menestra de plátano en el interior. Este secreto hace que al freírse alcancen el balance perfecto.
¡Una experiencia que va de lo clásico a lo inesperado, siempre con ese toque manabita que no se encuentra en ningún otro lugar!
Nota: En vez de agua usar suero salado.
En la cocina de las abuelas manabitas, la magia empieza con el sonido de los maduros cayendo en el fogón. Entre risas y sabiduría, ellas fueron las primeras alquimistas de lo que hoy conocemos como el bolón.
Con manos ágiles, combinaban maduro y maní, creando la famosa bola de maní, un tesoro que se multiplica en versiones con queso, chicharrón o longaniza.
El secreto del maní, que no debe saber rancio, está en prepararlo un día antes.
Nota: Moler con mortero de piedra e ir agregando poco a poco el maní es la tradición. Cuando ya se han seguido los pasos de la cocción, acompañar con café de olla o café pasa- do y una porción de longaniza ahumada.
En Salango, el mar cuenta historias a quienes saben escucharlo y Alfredo Pincay, un cocinero de alma y corazón, es uno de ellos. Desde joven, aprendió a amasar el pan junto a su madre, pero fue en el aroma del mar donde encontró su verdadera pasión. El chumumo, un pescado pequeño y humilde conocido también como boquerón, solía ser parte de la dieta de los pescadores. Con los años, se perdió la costumbre, pero Alfredo la puso de vuelta en la mesa en su conocido restaurante, abierto un 24 de diciembre de 1987. Lo llenó de vida con platos criollos, caldos de gallina y sabores del mar. Los boquerones, servidos con patacones al ajillo, recuperaron su lugar en la memoria y el paladar de los comensales para honrar así a la tradición y a su querida amiga Elsita de Guerra, quien le enseñó a darle ese toque diferente a los frutos del mar.
Este ceviche, considerado por muchos como un afrodisíaco natural, requiere ostras frescas, con una vida útil de máximo tres días en un lugar ventilado, ya que su calidad se percibe fácilmente: si una ostra se abre sola o emana un olor fuerte y rancio, debe descartarse inmediatamente.
Desde hace 20 años, la familia Bailón ha deleitado a mantenses y visitantes en su icónica carreta afuera de la Autoridad Portuaria. Dos generaciones se han dedicado a esta tarea, creando un espacio donde desconocidos se sientan juntos en la gran mesa manabita, unidos por el sabor incomparable de este ceviche.
Dicen los expertos que no se deben confundir ostras con ostiones, que, si bien son parientes cercanos, el nivel de sal los diferencia. Quien probó este ceviche, sabrá contar de esta experiencia única… y por supuesto, volverá.
Cada cosecha trae esperanzas renovadas. Es resultado del esfuerzo de la siembra, pero, además, de que habrá el cortadito de choclo, un verdadero placer que se espera con ansias. Este platillo reúne a la familia alrededor de la mesa, ya sea en un almuerzo o una cena, llenando el ambiente de aromas y recuerdos compartidos.
Hay un ingrediente fundamental: el choclo joven y tierno, evitando el jecho duro, y en añadir abundante queso duro, que se derrite deliciosamente en la cocción. Pero el toque maestro es el suero, que le da un sabor único y distinto a la leche tradicional.
Es tan sencillo de preparar como delicioso y no importa cuántas veces se haga, cada cortadito sabe a gloria.
Nota: A la manera tradicional, este platillo se sirve acompañado de tajadas de queso.
El sánduche de carne punzada es protagonista de todo cumpleaños manabita. ¿Torta? ¡Eso es lo de menos! La carne bien punzada, con su sazoncito, y la ensalada de cebolla curtida con repollo, se llevan toda la atención. Según la familia, encontrará una versión: que si con más ajo, que si con una salsa secreta que ni en sueños te van a revelar, pero eso sí, todas tienen el toque que deja pidiendo bis. Es tan versátil que en Manabí se dice que si te comes uno, ya te va mejor el día.
Ya sabes. Si en una fiesta, ves la bandeja de sánduches, corre antes de que se acaben, porque aquí, quien parpadea se queda con las ganas.
Cortar el pescado en cuadros de medio centímetro.
Encurtir con limón y sal, dejar reposar por treinta minutos o curtir de un día para el otro. Este tiempo es opcional.
Cortar la cebolla finamente en juliana y remojar en agua helada con un puntito de sal.
Luego, curtir la cebolla con limón y aceite.
Proceder a disolver el maní en agua.
Picar el cilantro finamente.
Finalmente, se mezcla el pescado curtido con la cebolla y se agrega el cilantro y salsa de maní. Servir.
45 Minutos.
Tradicional.
Pelar los camarones, si son grandes se pueden cortar a lo largo.
Con las cáscaras hacer un fondo y agregar los picos de las cebollas, el ajo y tallos de cilantro; añadir sal.
Blanquear los camarones en el fondo durante quince segundos, escurrir y colocar en un recipiente con agua y hielo.
Dejar enfriar el caldo de la cocción del camarón.
Picar la cebolla y el pimiento en cuadraditos pequeños, mezclar con el jugo del limón mandarina y sal.
Al camarón, agregar el jugo del limón sutil, sal y el ají picadito. Encurtir al gusto y agregar el aceite junto a la salsa de cebolla y pimiento. Incorporar el fondo de camarón frío para reducir acidez. Agregar cilantro picado y cubitos de tomate fresco.
En una afamada cevichería de San Vicente, famosa por su sazón y creatividad, un día decidieron innovar con un ceviche que reuniera lo mejor del océano. Usando navajas, almejas, pulpo y más delicias marinas, crearon un platillo único al que bautizaron “Transoceánico”. Una experiencia inolvidable que te deja totalmente satisfecho con esta increíble y preparación.
Lavar bien las conchas, golpearlas para verificar que no sue nen huecas, de ser así desecharlas. Calentar agua en una olla, rociar las conchas, lavarlas enseguida y enfriar. Abrir las conchas, agregar sal, limón y reservar. Cocinar el pulpo hasta que esté suave, enfriar, picar y aliñar con limón y sal. Blanquear el camarón, calamar, almejas y navajas. Encurtir el pescado en limón.
Colocar los mariscos en una cevichera, sazonar con limón y sal, agregar jugo de naranja, la cebolla en plumas o cubitos, los pimientos y el cilantro; decorar con tomate picado y agregar el aceite. Acompañar con chifles.
Nota: Para determinar el punto de cocción del pulpo, se puede utilizar un palillo de dientes para pinchar la parte más gruesa. Este método, conocido como “la prueba de la papa” indica que el pulpo está en su punto si el palillo se introduce y retira con facilidad. En ese caso, se puede retirar del agua y dejar enfriar.
El ceviche de concha es un platillo que se puede disfrutar todo el año. Su origen se remonta a tiempos ancestrales. Hay crónicas que cuentan cómo los indígenas las consumían crudas, y con la llegada del limón, nació esta preparación que combina la frescura del mar con la acidez cítrica, creando un ceviche lleno de historia y tradición. Prepararlo solo toma 30 minutos, pero su sabor se queda en la memoria para siempre.
Lavar bien las conchas, golpearlas para verificar que no suenen huecas, de ser así desecharlas. Calentar agua en una olla, rociar las conchas, lavarlas enseguida y enfriar.
Abrir las conchas, agregar sal, limón y reservar.
Incorporar la cebolla, el pimiento cortado en juliana, el tomate cortado en cubos y el jugo de naranja.
Añadir el aceite, cilantro y ají. Acompañar con chifles.
Cortar la punta inferior de las achogchas, retirar las semillas y las venas sin perder la forma. Reservar la tapa.
Mezclar el queso rallado con la cebolla blanca picada finamente, el tomate picado en cubos y el cilantro. Reservar la mezcla.
En una olla, hervir el agua con el achiote y cebolla blanca picada en trozos.
Rellenar las achogchas con la mezcla de queso y cebolla. Usar la parte cortada como tapa y fijarla con un palillo de dientes para evitar que el relleno se salga.
Llevar a fuego bajos las achogchas sumergiéndolas en el agua, asegurándose de que esta cubra hasta la mitad del producto. Cocinar por diez minutos, hasta que la achogcha se ponga brillante. Y antes de servir, agregar un poco más de queso desmenuzado.
Nota: Un consejo de la cocina tradicional, no dejar cocer demasiado las achogchas para conservar la suavidad de su textura.
Cortar la punta inferior y la parte superior de las achogchas, retirar las semillas y venas sin perder la forma. Reservar la parte superior como tapa.
Para el relleno, en un sartén, colocar el sofrito madre y la carne previamente adobada con sal y comino, sellar y reser var. Cocer los plátanos, agregar merma de vegetales, tallos de cilantro, ajo machacado, achiote o limón.
Majar plátanos, agregar una taza de agua de la cocción anterior y con el molinillo disolver la mezcla. Incorporar poco a poco el sofrito, carne sellada y sal, mezclar y dejar hervir.
Rellenar y tapar las achogchas, fijarlas con un palillo. Colocarlas en una olla y dejar cocinar de siete a diez minutos, con media taza del agua de la cocción cocinar en 1/2 de taza del agua donde se cocinaron, cuidando que no se pongan cauchosas.
Nota: La merma es el sobrante de los vegetales utilizados en la cocción.
En las zonas más internas de Manabí, donde los ríos son el alma del paisaje, nace un plato lleno de tradición: el colonche de zengue. En estas tierras, se practica la pesca artesanal, capturando al zengue en cañadas con sus catangas, una técnica que ha pasado de generación en generación.
Ya en casa, se encurte con limón y cebolla, transformándose en un platillo que, con o sin maní, se considera el antecesor del ceviche de camarón que conocemos.
Es infaltable en las mesas manabitas, pero el zengue, en peligro de extinción, se reemplaza con otras variedades de camarón.
Asar los plátanos en el horno manabita.
Majar el plátano asado rectificar y reservar.
Encurtir el camarón con sal y zumo de limón. Añadir la cebolla colorada en juliana y cilantro finamente picado. Rectificar sabor.
Para servir, colocar una porción de plátano majado, sobre este añadir el camarón encurtido, el caldo de camarón y la salsa colonche.
Cocer los plátanos en el agua junto a los tallos de cilantro de pozo o chillangua y majarlos.
Añadir cebollín finamente picado, sal, una parte del queso rallado, agua y suero salado (opcional). Amasar bien.
Porcionar la masa en tortillas y rellenar con queso rallado.
Freír las tortillas en una sartén con la mantequilla y aceite hasta que se forme una costra dorada en cada lado.
He muchos años, don Placita recorría las calles de Bahía de Caráquez en su bicicleta, llevando en un cartoncito las hayacas que su esposa preparaba con esmero y maestría. Estas hayacas, envueltas en hoja de plátano, eran una delicia que rápidamente conquistó el paladar de la gente. Con el tiempo, don Placita abrió su quiosco en la parroquia Leonidas Plaza, donde, cada mañana, las hayacas volaban de las manos de los clientes. En solo 15 minutos, estas joyas de la gastronomía manabita estaban listas para ser devoradas, y para las 11 de la mañana, no quedaba ni una sola. Así, don Placita y su esposa fundaron una tradición que sigue siendo recordada.
En el agua cocinar el pollo con el ajo, la cebolla y el cilantro de pozo o chillangua, sal, pimienta, comino y coriandro.
Retirar la pechuga del caldo, desmenuzar y sofreír con el refrito. Agregar la panela al caldo, colarlo y licuarlo con la harina de maíz. Repetir el proceso hasta que tenga una textura de puré suave (jerén).
Para armar, agregar el jerén sobre la hoja de plátano; agregar en el centro el gordo de maní; sobre este el pollo desmenuzado, aceitunas, rodajas de huevo duro y pasas para decorar el envuelto. Cerrar.
Cocer al vapor por veinte minutos.
Cuando llegaba la visita a casa de los Zavala, en Jipijapa, las tías Adela y Marianita se llenaban de emoción y era sabido que habría pastel de yuca relleno de carne.
Este pastel se reservaba para los momentos que realmente importaban. Las tías, con sus delantales de flores y el cabello recogido en moños firmes, siempre decían: “El secreto está en la yuca”.
Conseguir una buena en el mercado era un arte que dominaban. Sabían cuál era la más tierna, la más suave, la que daría al pastel esa textura única que se deshacía en la boca.
A medida que pasaron los años, este pastel se convirtió en una especie de reliquia, que viajaba a través del tiempo, transmitida de generación en generación y en un portal que conecta a la familia con sus raíces y con las tías, como si siguieran amasando con dedicación y con su cariño colándose en cada bocado.
Cocinar y majar la yuca haciendo un puré.
Una vez frío, agregar un huevo batido y la mantequilla derretida.
Para el relleno, poner en una sartén a fuego medio el refrito y la carne previamente picada, dejar cocer unos minutos hasta sellar. Antes de finalizar la cocción agregar crema de maní y retirar del fuego. Dejar reposar y agregar los huevos duros picados y el cilantro.
En un molde, colocar una capa del puré de yuca, una de relleno y cubrir con otra capa de puré.
En el horno previamente calentado a 200 °C, por quince o veinte minutos.
En las playas mantenses, cuando el pulpo está fuera de veda, los restaurantes populares tienen un plato que no pasa desapercibido: el picante de pulpo.
Pescadores y cocineros siguen un protocolo casi sagrado para asegurar que cada bocado sea perfecto. El pulpo debe ser cocido idealmente un día antes de servirlo para que su textura sea firme y agradable.
¿De dónde viene el pulpo? De Ligüiqui, donde la pesca es una misión familiar: salen todos a recolectar en los corrales marinos, como se hacía desde tiempos ancestrales. Y tienen el cuidado de que no todos los pulpos se llevan a la olla: los más jóvenes son devueltos al mar para que sigan creciendo, porque aquí se respeta la prudencia de este animal.
El secreto de este plato está en el equilibrio: el colágeno bien reposado, el corte perfecto y ese toque justo de picante que hace sudar de gusto.
Al probar el picante de pulpo se siente cómo cada bocado conecta con la esencia de la costa manabita, donde el sabor y la tradición se mezclan para darte un golpe de mar directo al paladar.
Disponer la yuca previamente cocida en un plato.
Poner el pulpo previamente cocido en el grill con sal y pimienta. Picar en rodajas. Curtir con limón las cebollas y mezclar con el pulpo y luego con la yuca. Agregar un chorrito de aceite. Servir las porciones, terminando el plato con más cebolla curtida, cilantro y un tentáculo grillado de pulpo como parte de la decoración.
No es una historia de zombies, aunque a esta sopa se la conoce como “levanta muertos”. Ocurre porque reanima al más chuchaqui y levanta el ánimo y más a quienes están decaídos (se le atribuye ser un afrodisíaco). Eso ya lo dirá usted cuando la pruebe. Lo que le podemos contar es que el secreto está en el fondo de mariscos, preparado con cabezas de crustáceos, espinazos de pescados y tallos de cilantro. El caldo robusto es el alma de este plato que trae consigo la esencia del mar y la fuerza de la mesa chola. Al probarlo, se siente una oleada de energía, quizás por la cantidad generosa de mariscos o por el maní, que aporta una dosis extra de vitalidad. Es fácil imaginar a los pescadores volviendo a la vida tras una noche dura en alta mar, o a los trabajadores del campo recuperando fuerzas bajo el
sol implacable a través de este resucitador en forma de sopa.
NOTA: Es importante que los mariscos no queden sobrecocidos.
40 Minutos.
Tradicional
Dicen que la sopa de arroz es una consentida de las familias, y no por nada. Esa receta, nunca fue exacta y siempre tuvo un toque de improvisación. Las abuelas armaban el remedio para males que iban desde la fiebre hasta el “tienes la panza vacía, ¡cómete esta sopita!”. Unos días con maní, otros con costilla, y hasta con refrito, porque en las cocinas de antes se usaba lo que había en la despensa. Hay una regla importante: el arroz no se lava porque sale baboso y ahí sí, ni la abuela te salva del regaño. Dos lavaditas, dicen, y que sea fresco. Había algunos truquitos más, pero la coincidencia estaba en que esta sopa era una mezcla de ingredientes que curaba más por nostal gia que por nutrición.
Nota: Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
Un mediodía cualquiera, con la refrigeradora tan vacía que hasta el eco se escuchaba al abrirla, las abuelas recurrían a los retacitos de carne que habían guardado y le ponían de todo lo que había quedado. En minutos, estaba lista la sopita salvadora, olorosa y contundente y salvado el día con sencillez y amor.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Esta sopa es de nación de los campos en que el arroz crece al ritmo de la lluvia y el maní se recoge con trabajo que no admite pacharacos. Lleva la sabiduría de generaciones con sabores que sorprenden al paladar. Las costillas de chancho, ahumadas y maceradas en vinagre de guineo por horas son el centro del plato. Es un pedacito de Manabí que no se deja ir tan fácilmente.
Picoazá es otro de los lugares manabitas donde las tradiciones se viven con intensidad y aquí, el caldo de mondongo con habas es más que un plato: es una experiencia que conecta todos los sentidos. Resistirse a esta delicia es casi imposible. Es un ritual que reconforta y une.
Es el manjar secreto de las abuelas manabitas, primero porque rara vez está a la venta y luego, porque después de comerlo, quedas hecho un león. ¡Y no es para menos! Este pececito, flaco y sin mucha gracia, es una bomba de energía. Cuando hay buena pesca de pinchagua, en las casas se arma el festival de caldo, y si te lo sirven, prepárate, porque la cantidad de nutrientes es tanta que dicen que te puede dejar dormido de puro bienestar. Aunque pocas personas lo venden, en las casas de Manabí se cocina con todo cariño, especialmente para enfermos o escolares. Hay que poner más pinchagua que agua, que no falte el peje, porque de ahí sale un jugo espesito, cargado de sabor. Si pasas por Las Gilces, allá por Crucita, chapea por aquí y por acullá. Y si ves que lo venden, no te lo pierdas, es como encontrar oro.
60 min
Tradicional
Entre los secretos mejor guardados, dichos bien quedito por las abuelas a hijas y a nietas, está el caldo de bolas en que las tradiciones se mezclan con sabiduría y cada ingrediente tiene su razón de ser. Póngale asunto: si el relleno es de queso, no puede faltar la leche; si es de carne, el maní es indiscutible. Eso marca la diferencia entre un buen caldo y uno extraordinario. Formar la bola de plátano bien azocada no es sencillo. La clave está en la mezcla: mitad plátano hervido, mitad rallado, y eso sí, ¡dominico! Si la masa no se maja con esmero, los grumos harán que la bola se desarme y eso, en una cocina manabita, es pecado. Este caldo es un manjar esencial en los hogares de Manabí. Y con suerte quedará para llevarse un poco en mateancho.
Para las bolas de plátano: Mezclar y majar los plátanos cocidos y rallados. Agregar el achiote, la mantequilla y la sal. Amasar hasta obtener una consistencia homogénea. Para rellenar las bolas, agregar el queso, huevo duro picado en trocitos, cebolla blanca y cilantro finamente pi cado.
Para el caldo: Realizar el sofrito, colocando en una sartén la cebolla y el pimiento cortado en cuadritos. Agregar al fondo de verduras, incorporar el zapallo en cuadritos. Hervir al menos quince minutos o hasta que esté en su punto. Después, incorporar las bolas rellenas, que cuan- do estén listas subirán a la superficie; agregar la leche y cocinar hasta que suelte el hervor y apagar. Finalmente, emplatar con queso rallado grueso y cilantro.
Nota: Se recomienda no revolver demasiado para que las bolas no se rompan.
En el sitio Los Ángeles, la sopita de torrejas ha calentado ánimos durante generaciones. Para quienes crecieron en estas tierras, es recuerdo entrañable al caer la tarde, acompañada de agüita de panela con hierbaluisa. Esa combinación arropa hasta el sueño más esquivo. Hecha con leche, plátano y queso, es un testamento del ingenio de las abuelas por las variaciones que inventaban. Dejenante los horarios de comida eran sagrados: tomar el café se mascaba tempranito. El almuerzo arrancaba con una ensalada fría o un ceviche, seguía un caldo, un guiso con arroz y plátano asado. Pero la merienda… ah, era la hora de la sopita que preparaba para el descanso nocturno.
Para las torrejas: Rallar los plátanos, agregar el achiote, el huevo, una rama de cebolla blanca picada, la mantequilla y la sal. Amasar bien y dar forma a la masa. Luego llevar a freír con abundante aceite. Una vez fritas las to rrejas, cortar en cuadrados y reservar.
Para el caldo: Realizar el sofrito, colocando en una sartén una rama de cebolla blanca, cebolla colorada, ajo y el pimiento cortado en cuadritos y agregar al fondo de verduras. Hervir al menos quince minutos. Después, incorporar una parte de las torrejas picadas y una parte del queso picado. Añadir las especias. Cocinar por unos minutos más y agregar la leche, dejar a fuego bajo hasta que suelte el hervor y apagar. Finalmente, emplatar con queso rallado o cortado en cubos gruesos, torrejas picadas y cilantro criollo finamente picado.
Cocinar el maní en agua hasta que esté suave; pelar y machacar en un mortero hasta formar una pasta; agregar agua tibia y, con un liencillo, cernir hasta obtener la leche. Reservar.
Llevar a cocción el mondongo con agua, sal y ajo; dejar hervir y espumar.
Agregar los vegetales, las hierbas y especias; mantener en cocción.
Añadir choclo cortado en pedazos, habichuelas, yuca y la leche de maní.
Mantener en cocción a fuego medio hasta que esté en su punto.
Finalmente, servir y acompañar con un picadillo de hierbitas.
En otro rincón sabroso de Manabí, hay una receta que despierta la curiosidad de propios y extraños: la crema de gallo blanco, que no sacrifica ningún ave de corral y tampoco una blanca. Su nombre responde al color que le da la yuca, la leche y el queso, que poco se parecen a la cresta del gallo.
Cuenta la leyenda que, en Jipijapa, doña Leythen López preparó por primera vez esta crema. Su hija pensó que estaba comiendo un gallo blanco y más de una vez chapeaba al pobre gallo que ella creía que había dado su vida por el suculento almuerzo.
¡Qué alivio fue oírlo cantar y que, en realidad, el ingrediente principal era la yuca!
Sofreír la cebolla blanca y los ajos en mantequilla.
Agregar la yuca y llevar a hervir el fondo de pollo o vegetal. Cuando esté en su punto, retirar y hacer un puré. Cernir para que no queden grumos.
Llevar nuevamente a cocción, agregar sofrito reservado y añadir la leche hasta obtener una crema ligeramente espesa. Rectificar sabores.
Finalmente servir con queso rallado y cilantro criollo finamente picado.
Nota: Para emplatar, se puede complementar esta receta con camarones fritos previamente salpimentados.
No importa qué tipo de peje sea. Para el aguado de pescado se puede usar cualquiera. Lo que hay es que acordarse de lo que nos dijeron dejenaaante abuelas, tatarabuelas, y más atrás todavía, para que nos resulte este manjar. Con este plato hacemos honor a los pescadores y confirmamos que el maní es el consentido.
Cuando las neveras eran un lujo, el peje salpresado era el rey de las cocinas. Los pescadores sabían hacer que durara: a la orilla del mar, lo desviceraban y lo cubrían de sal, como quien guarda un tesoro en la arena, para llevarlo a mercados y a mesas de las familias.
Que se adapte a los nuevos tiempos es lo que suele pasar, pero sigue siendo fiel compañero de jornadas de trabajo y de conversaciones al calor del horno. Eso sí: mucho ojo al paso a paso de la receta. No vaya a ser que le aperreen si no le achunta el sabor.
Remojar el pescado, cambiar el agua dos veces. Luego, realizar un caldo de verduras (cilantro de pozo/chillangua, comino y orégano) sin sal.
Preparar un refrito e incorporarlo al fondo de pescado en conjunto con el arroz previamente lavado y llevar a cocción.
En una parte del fondo, diluir el maní y verter en la preparación anterior, previamente deshuesar el pescado para incorporar a la sopa. Rectificar sabores y mantener en el fuego hasta que esté en su punto.
Servir y decorar con cilantro criollo
En Bahía de Caráquez, en el cantón Sucre, el caldo de bagre es conocido como “caldo de gallina de mar”, un plato que lleva siglos (sin exagerar) revitalizando a
quienes lo consumen. La receta se ha ganado la reputación de ser un elíxir para decaídos y enfermos. Se dice que este caldo, cargado de vitaminas y minerales, tiene el poder de reanimar el cuerpo y el espíritu, devolviendo la vitalidad con cada sorbo.
Hacer un fondo de pescado con el agua, el ajo, el jengibre, los huesos y la cabeza del bagre. Incorporar las marabajas de plátano, cebolla, tallos de cilantro y cebollín. Dejar cocer y reducir por veinte minutos. Cernir.
Reservar las chuletitas de bagre y aliñar con sal, pimienta y limón. Luego, llevar a cocción en el fondo por seis minutos, retirar y reservar.
Dejar cocer el caldo incorporando la yuca en pedazos medianos y plátano raspado. Mezclar constantemente y rectificar sabores.
Servir el caldo con el pescado acompañado de limón, cilantro criollo y cilantro de pozo o chillangua finamente picados.
Nota: Servir bien caliente acompañado de cebolla encurtida.
“Bajando el muerto y soltando el llanto”, dice el dicho. En Manabí, para reconfortar a quienes acompañan en el velorio con los ánimos eschichaos, las cocineras se activan y preparan el aguado de gallina. La buena noticia es que no es exclusivo para esas tristezas y se puede comer en un fin de semana especial (con todos vivos y aguaitando para ver dónde amarrar el burro).
No es una gallina cualquiera la que se usa. Debe ser grandecita, una que haya visto pasar los años y sepa de resistencias. A la gallina dura se la pone en el perol a fuego lento. Cuando por fin ablanda, hay que echarle el arroz. El secreto está en el orden, como pasa con la vida, porque si es pollo tierno, en cambio, el arroz se pone primero.
Si lo hizo bien y siguió todos los pasos, logrará un plato que es otro nivel.
reparar un aliño con cebolla colorada, dientes de ajo, pimiento y sal. Reservar. Hacer un fondo con los huesos, el espinazo de la gallina, la cebolla blanca, el aliño y sal. Hervir y cernir. Agregar la pechuga y las menudencias al fondo; mantener en el fuego por un mínimo de quince minutos. Añadir el arroz previamente lavado, las zanahorias y las arvejas. Finalmente, cuando todo esté listo, rectificar sabores y servir.
Este plato es una institución que lleva 24 años calando hondo en quienes habitan en Las Jaguas. Desde ese entonces lo hacen en este sector turístico de Rocafuerte. No es cualquier caldo, ¡no señor! Se cocina en horno de leña, con un hueso de quilla que le da un sabor que no tiene igual. La receta es herencia muy preciada y se cumple con detalle cada domingo. Prueba de ello es el aroma a leña y especias que invade el barrio, para que lleguen a amarrar el burro desde los más pequeños hasta los más viejos. Por si no lo sabía, el mejor caldo es el que se cocina en horno de leña, por el sabor ahumado que no se consigue no más.
En una olla, colocar agua con hierbas y sal. Agregar el hueso de chancho y llevar a ebullición.
Añadir la cebolla y el ajo finamente picados. Incorporar las habas y dejar hervir durante diez minutos.
Agregar la yuca y las habichuelas. Condimentar con comino, orégano y cilantro criollo al gusto; dejar cocinar hasta que esté en su punto.
Servir, acompañado de limón y arroz manabita.
Hay un sabor fresquito que traslada a Tosagua, allá por la parroquia Ángel Pedro Giler, cuando el sol se levanta temprano y el rocío se aferra a las hojas. Los fréjoles veraneros se asoman llenos de color. Es momento para disfrutar del batido de fréjol verde, justo después de la cosecha, cuando la naturaleza nos regala los frutos en su punto. No lo encontrará en un tenderete. Será en alguna casa de las familias de por acá. Quienes habitan estas tierras feraces saben que no hay queso ni leche que puedan mejorar el sabor puro del fréjol verde, con esa pizca de azúcar o bicarbonato que le suelen agregar algunas personas al agua mientras hierve. Es el verdadero gusto de la vida.
En el litro de agua hirviendo, agregar la cebolla y el pimiento, luego el fréjol de palo o palito y el achiote. Una vez que el pimiento haya dado su sabor, retirar para evitar que el batido se ponga negro o amargo. Cuando el grano se empieza a abrir. Agregar sal y proceder a batir con el molinillo. Una vez que el grano esté en su punto, estará listo el batido. Retirar del fuego y servir. Acompañar con una porción de arroz, limón mandarina y cebollín picado.
No es una historia de zombies, aunque a esta sopa se la conoce como “levanta muertos”. Ocurre porque reanima al más chuchaqui y levanta el ánimo y más a quienes están decaídos (se le atribuye ser un afrodisíaco). Eso ya lo dirá usted cuando la pruebe. Lo que le podemos contar es que el secreto está en el fondo de mariscos, preparado con cabezas de crustáceos, espinazos de pescados y tallos de cilantro. El caldo robusto es el alma de este plato que trae consigo la esencia del mar y la fuerza de la mesa chola. Al probarlo, se siente una oleada de energía, quizás por la cantidad generosa de mariscos o por el maní, que aporta una dosis extra de vitalidad. Es fácil imaginar a los pescadores volviendo a la vida tras una noche dura en alta mar, o a los trabajadores del campo recuperando fuerzas bajo el
sol implacable a través de este resucitador en forma de sopa.
NOTA: Es importante que los mariscos no queden sobrecocidos.
40 Minutos.
Tradicional
Dicen que la sopa de arroz es una consentida de las familias, y no por nada. Esa receta, nunca fue exacta y siempre tuvo un toque de improvisación. Las abuelas armaban el remedio para males que iban desde la fiebre hasta el “tienes la panza vacía, ¡cómete esta sopita!”. Unos días con maní, otros con costilla, y hasta con refrito, porque en las cocinas de antes se usaba lo que había en la despensa. Hay una regla importante: el arroz no se lava porque sale baboso y ahí sí, ni la abuela te salva del regaño. Dos lavaditas, dicen, y que sea fresco. Había algunos truquitos más, pero la coincidencia estaba en que esta sopa era una mezcla de ingredientes que curaba más por nostal gia que por nutrición.
Nota: Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
Un mediodía cualquiera, con la refrigeradora tan vacía que hasta el eco se escuchaba al abrirla, las abuelas recurrían a los retacitos de carne que habían guardado y le ponían de todo lo que había quedado. En minutos, estaba lista la sopita salvadora, olorosa y contundente y salvado el día con sencillez y amor.
Esta sopa es como el tío que está en toda fiesta: nadie sabe cómo llegó, pero todos lo agradecen. La receta ha pasado de abuelas a nietas, y aunque tome cinco horas preparar previamente las morcillas, no hay queja. Es un plato que sabe a paciencia, cocinado con el esmero de las cocinas manabitas. Su fama de remedio para la resaca le ha ganado un lugar especial en la mesa. Después de una noche de farra, cuando el cuerpo anda pidiendo clemencia, ahí entra este caldo poderoso que “resucita al muerto” y lo deja listo para seguir. Las festividades locales, reuniones familiares y eventos comunitarios son su mejor escenario, aunque su sabor encan ta durante todo el año.
Esta sopa es de nación de los campos en que el arroz crece al ritmo de la lluvia y el maní se recoge con trabajo que no admite pacharacos. Lleva la sabiduría de generaciones con sabores que sorprenden al paladar. Las costillas de chancho, ahumadas y maceradas en vinagre de guineo por horas son el centro del plato. Es un pedacito de Manabí que no se deja ir tan fácilmente.
Picoazá es otro de los lugares manabitas donde las tradiciones se viven con intensidad y aquí, el caldo de mondongo con habas es más que un plato: es una experiencia que conecta todos los sentidos. Resistirse a esta delicia es casi imposible. Es un ritual que reconforta y une.
Es el manjar secreto de las abuelas manabitas, primero porque rara vez está a la venta y luego, porque después de comerlo, quedas hecho un león. ¡Y no es para menos! Este pececito, flaco y sin mucha gracia, es una bomba de energía. Cuando hay buena pesca de pinchagua, en las casas se arma el festival de caldo, y si te lo sirven, prepárate, porque la cantidad de nutrientes es tanta que dicen que te puede dejar dormido de puro bienestar. Aunque pocas personas lo venden, en las casas de Manabí se cocina con todo cariño, especialmente para enfermos o escolares. Hay que poner más pinchagua que agua, que no falte el peje, porque de ahí sale un jugo espesito, cargado de sabor. Si pasas por Las Gilces, allá por Crucita, chapea por aquí y por acullá. Y si ves que lo venden, no te lo pierdas, es como encontrar oro.
60 min
Tradicional
Entre los secretos mejor guardados, dichos bien quedito por las abuelas a hijas y a nietas, está el caldo de bolas en que las tradiciones se mezclan con sabiduría y cada ingrediente tiene su razón de ser. Póngale asunto: si el relleno es de queso, no puede faltar la leche; si es de carne, el maní es indiscutible. Eso marca la diferencia entre un buen caldo y uno extraordinario. Formar la bola de plátano bien azocada no es sencillo. La clave está en la mezcla: mitad plátano hervido, mitad rallado, y eso sí, ¡dominico! Si la masa no se maja con esmero, los grumos harán que la bola se desarme y eso, en una cocina manabita, es pecado. Este caldo es un manjar esencial en los hogares de Manabí. Y con suerte quedará para llevarse un poco en mateancho.
Para las bolas de plátano: Mezclar y majar los plátanos cocidos y rallados. Agregar el achiote, la mantequilla y la sal. Amasar hasta obtener una consistencia homogénea. Para rellenar las bolas, agregar el queso, huevo duro picado en trocitos, cebolla blanca y cilantro finamente pi cado.
Para el caldo: Realizar el sofrito, colocando en una sartén la cebolla y el pimiento cortado en cuadritos. Agregar al fondo de verduras, incorporar el zapallo en cuadritos. Hervir al menos quince minutos o hasta que esté en su punto. Después, incorporar las bolas rellenas, que cuan- do estén listas subirán a la superficie; agregar la leche y cocinar hasta que suelte el hervor y apagar. Finalmente, emplatar con queso rallado grueso y cilantro.
Nota: Se recomienda no revolver demasiado para que las bolas no se rompan.
En el sitio Los Ángeles, la sopita de torrejas ha calentado ánimos durante generaciones. Para quienes crecieron en estas tierras, es recuerdo entrañable al caer la tarde, acompañada de agüita de panela con hierbaluisa. Esa combinación arropa hasta el sueño más esquivo. Hecha con leche, plátano y queso, es un testamento del ingenio de las abuelas por las variaciones que inventaban. Dejenante los horarios de comida eran sagrados: tomar el café se mascaba tempranito. El almuerzo arrancaba con una ensalada fría o un ceviche, seguía un caldo, un guiso con arroz y plátano asado. Pero la merienda… ah, era la hora de la sopita que preparaba para el descanso nocturno.
Para las torrejas: Rallar los plátanos, agregar el achiote, el huevo, una rama de cebolla blanca picada, la mantequilla y la sal. Amasar bien y dar forma a la masa. Luego llevar a freír con abundante aceite. Una vez fritas las to rrejas, cortar en cuadrados y reservar.
Para el caldo: Realizar el sofrito, colocando en una sartén una rama de cebolla blanca, cebolla colorada, ajo y el pimiento cortado en cuadritos y agregar al fondo de verduras. Hervir al menos quince minutos. Después, incorporar una parte de las torrejas picadas y una parte del queso picado. Añadir las especias. Cocinar por unos minutos más y agregar la leche, dejar a fuego bajo hasta que suelte el hervor y apagar. Finalmente, emplatar con queso rallado o cortado en cubos gruesos, torrejas picadas y cilantro criollo finamente picado.
Cocinar el maní en agua hasta que esté suave; pelar y machacar en un mortero hasta formar una pasta; agregar agua tibia y, con un liencillo, cernir hasta obtener la leche. Reservar.
Llevar a cocción el mondongo con agua, sal y ajo; dejar hervir y espumar.
Agregar los vegetales, las hierbas y especias; mantener en cocción.
Añadir choclo cortado en pedazos, habichuelas, yuca y la leche de maní.
Mantener en cocción a fuego medio hasta que esté en su punto.
Finalmente, servir y acompañar con un picadillo de hierbitas.
En otro rincón sabroso de Manabí, hay una receta que despierta la curiosidad de propios y extraños: la crema de gallo blanco, que no sacrifica ningún ave de corral y tampoco una blanca. Su nombre responde al color que le da la yuca, la leche y el queso, que poco se parecen a la cresta del gallo.
Cuenta la leyenda que, en Jipijapa, doña Leythen López preparó por primera vez esta crema. Su hija pensó que estaba comiendo un gallo blanco y más de una vez chapeaba al pobre gallo que ella creía que había dado su vida por el suculento almuerzo.
¡Qué alivio fue oírlo cantar y que, en realidad, el ingrediente principal era la yuca!
Sofreír la cebolla blanca y los ajos en mantequilla.
Agregar la yuca y llevar a hervir el fondo de pollo o vegetal. Cuando esté en su punto, retirar y hacer un puré. Cernir para que no queden grumos.
Llevar nuevamente a cocción, agregar sofrito reservado y añadir la leche hasta obtener una crema ligeramente espesa. Rectificar sabores.
Finalmente servir con queso rallado y cilantro criollo finamente picado.
Nota: Para emplatar, se puede complementar esta receta con camarones fritos previamente salpimentados.
No importa qué tipo de peje sea. Para el aguado de pescado se puede usar cualquiera. Lo que hay es que acordarse de lo que nos dijeron dejenaaante abuelas, tatarabuelas, y más atrás todavía, para que nos resulte este manjar. Con este plato hacemos honor a los pescadores y confirmamos que el maní es el consentido.
Cuando las neveras eran un lujo, el peje salpresado era el rey de las cocinas. Los pescadores sabían hacer que durara: a la orilla del mar, lo desviceraban y lo cubrían de sal, como quien guarda un tesoro en la arena, para llevarlo a mercados y a mesas de las familias.
Que se adapte a los nuevos tiempos es lo que suele pasar, pero sigue siendo fiel compañero de jornadas de trabajo y de conversaciones al calor del horno. Eso sí: mucho ojo al paso a paso de la receta. No vaya a ser que le aperreen si no le achunta el sabor.
Remojar el pescado, cambiar el agua dos veces. Luego, realizar un caldo de verduras (cilantro de pozo/chillangua, comino y orégano) sin sal.
Preparar un refrito e incorporarlo al fondo de pescado en conjunto con el arroz previamente lavado y llevar a cocción.
En una parte del fondo, diluir el maní y verter en la preparación anterior, previamente deshuesar el pescado para incorporar a la sopa. Rectificar sabores y mantener en el fuego hasta que esté en su punto.
Servir y decorar con cilantro criollo
En Bahía de Caráquez, en el cantón Sucre, el caldo de bagre es conocido como “caldo de gallina de mar”, un plato que lleva siglos (sin exagerar) revitalizando a
quienes lo consumen. La receta se ha ganado la reputación de ser un elíxir para decaídos y enfermos. Se dice que este caldo, cargado de vitaminas y minerales, tiene el poder de reanimar el cuerpo y el espíritu, devolviendo la vitalidad con cada sorbo.
Hacer un fondo de pescado con el agua, el ajo, el jengibre, los huesos y la cabeza del bagre. Incorporar las marabajas de plátano, cebolla, tallos de cilantro y cebollín. Dejar cocer y reducir por veinte minutos. Cernir.
Reservar las chuletitas de bagre y aliñar con sal, pimienta y limón. Luego, llevar a cocción en el fondo por seis minutos, retirar y reservar.
Dejar cocer el caldo incorporando la yuca en pedazos medianos y plátano raspado. Mezclar constantemente y rectificar sabores.
Servir el caldo con el pescado acompañado de limón, cilantro criollo y cilantro de pozo o chillangua finamente picados.
Nota: Servir bien caliente acompañado de cebolla encurtida.
“Bajando el muerto y soltando el llanto”, dice el dicho. En Manabí, para reconfortar a quienes acompañan en el velorio con los ánimos eschichaos, las cocineras se activan y preparan el aguado de gallina. La buena noticia es que no es exclusivo para esas tristezas y se puede comer en un fin de semana especial (con todos vivos y aguaitando para ver dónde amarrar el burro).
No es una gallina cualquiera la que se usa. Debe ser grandecita, una que haya visto pasar los años y sepa de resistencias. A la gallina dura se la pone en el perol a fuego lento. Cuando por fin ablanda, hay que echarle el arroz. El secreto está en el orden, como pasa con la vida, porque si es pollo tierno, en cambio, el arroz se pone primero.
Si lo hizo bien y siguió todos los pasos, logrará un plato que es otro nivel.
reparar un aliño con cebolla colorada, dientes de ajo, pimiento y sal. Reservar. Hacer un fondo con los huesos, el espinazo de la gallina, la cebolla blanca, el aliño y sal. Hervir y cernir. Agregar la pechuga y las menudencias al fondo; mantener en el fuego por un mínimo de quince minutos. Añadir el arroz previamente lavado, las zanahorias y las arvejas. Finalmente, cuando todo esté listo, rectificar sabores y servir.
Este plato es una institución que lleva 24 años calando hondo en quienes habitan en Las Jaguas. Desde ese entonces lo hacen en este sector turístico de Rocafuerte. No es cualquier caldo, ¡no señor! Se cocina en horno de leña, con un hueso de quilla que le da un sabor que no tiene igual. La receta es herencia muy preciada y se cumple con detalle cada domingo. Prueba de ello es el aroma a leña y especias que invade el barrio, para que lleguen a amarrar el burro desde los más pequeños hasta los más viejos. Por si no lo sabía, el mejor caldo es el que se cocina en horno de leña, por el sabor ahumado que no se consigue no más.
En una olla, colocar agua con hierbas y sal. Agregar el hueso de chancho y llevar a ebullición.
Añadir la cebolla y el ajo finamente picados. Incorporar las habas y dejar hervir durante diez minutos.
Agregar la yuca y las habichuelas. Condimentar con comino, orégano y cilantro criollo al gusto; dejar cocinar hasta que esté en su punto.
Servir, acompañado de limón y arroz manabita.
Hay un sabor fresquito que traslada a Tosagua, allá por la parroquia Ángel Pedro Giler, cuando el sol se levanta temprano y el rocío se aferra a las hojas. Los fréjoles veraneros se asoman llenos de color. Es momento para disfrutar del batido de fréjol verde, justo después de la cosecha, cuando la naturaleza nos regala los frutos en su punto. No lo encontrará en un tenderete. Será en alguna casa de las familias de por acá. Quienes habitan estas tierras feraces saben que no hay queso ni leche que puedan mejorar el sabor puro del fréjol verde, con esa pizca de azúcar o bicarbonato que le suelen agregar algunas personas al agua mientras hierve. Es el verdadero gusto de la vida.
En el litro de agua hirviendo, agregar la cebolla y el pimiento, luego el fréjol de palo o palito y el achiote. Una vez que el pimiento haya dado su sabor, retirar para evitar que el batido se ponga negro o amargo. Cuando el grano se empieza a abrir. Agregar sal y proceder a batir con el molinillo. Una vez que el grano esté en su punto, estará listo el batido. Retirar del fuego y servir. Acompañar con una porción de arroz, limón mandarina y cebollín picado.
El nombre de esta receta es literal todo lo que contiene: arroz y coco. En Cojimíes es una tradición, especialmente en el sector Alcatraz. En los años 40 del siglo pasado, era la forma principal en que se consumía el arroz por una simple razón: la leche de coco, obtenida de los abundantes cocoteros de la región, era la fuente de grasa más accesible.
Le añadía un sabor exquisito al arroz y lograba que quedará graneadito, suelto, y perfecto. Su origen está profundamente vinculado a la Hacienda La Esperancita, donde, se cultivaba un tipo especial de arroz llamado “de montaña”. Era más alto y resistente, capaz de soportar la sequía. Los trabajadores de la hacienda, tras largas jornadas, llegaban a sus hogares en Cañaveral y Alcatraz, donde las cocinas se llenaban del aroma dulce y envolvente que trepaba por las paredes de caña.
Aunque los tiempos han cambiado y la modernización ha traído nuevas formas de cocinar, en Cojimíes, el arroz con coco sigue siendo una tradición y testimonia la herencia cultural de este rincón de Pedernales.
Los calentados de habichuela o de fréjol son el ejemplo de que lo bueno se repite y mejora porque dicen que son más sabrosos al día siguiente. Imagínate: el arroz blanco de ayer, las menestras que sobraron y lo que ocurre cuando se calientan, se mezclan y listo. ¿Te animas a ponerle queso rallado, huevo frito o maduritos? Ah, y no olvides la salsa de queso o un queso frito para acompañar. ¡Un manjar que reinventa la cocina de aprovechamiento! ¿El secreto? Comerlo con ganas, porque en Manabí es una tradición deliciosa que se disfruta sin apuros.
Los hermanos Villacréses Cevallos, en Jipijapa, desde hace 59 años ofrecen en su Picantería “San Vicente” un plato que se ha vuelto emblema: el bistec de carne de res, acompañado de arroz o huevos fritos.
Se sirve todo el año y viene de los conocimientos que les transmitió su pariente, don Olivo Fienco. El secreto de su sabor radica en que cuando la carne está en punto exacto de cocción, agregan agua de cocción de arroz. Este plato reúne a comensales de toda edad que empiezan el día con desayuno reforzado.
Cuando las albarradas se secaban bajo el implacable sol, en la comunidad Coaque de Pedernales, era tiempo de recolectar chame. Con la tierra agrietada por falta de lluvia, el chame se quedaba atrapado en charcos menguantes y hombres, mujeres y niños salían con canastas y baldes a recogerlo. En los 70, don Alfredo, dueño de una de las albarradas más grandes de la región, decidió romper una de estas, dejando escapar cientos de quintales de camarón y chame al mar. Todo el pueblo estaba en la playa, recogiendo tesoros. Entre ellos, un niño de ocho años, hijo de Alfredo, corría por la arena, gritando que le dejaran los chames machos. Desde ese día, el apodo de “El Chame Macho” quedó para siempre con él.
No hay plato más manaba que un buen arroz con guariche, ese cangrejito dulce que da sabor a la vida y a la olla. En la localidad El Barro, de la Parroquia Cojimíes, del cantón Pedernales, los recolectores se internan en los manglares, sacan su sarta de guariches y llegan al mercado, mientras sus esposas, alfareras de manos mágicas, moldean la tierra en formas que solo ellas conocen. El secreto está en combinar el dulzor del guariche, el ajo, la cebolla y un toque de achiote que da color al plato. Cuando los guariches no están en veda, se arman las fiestas en las casas y ese arroz en el fogón es invitado de honor. Un bocado de tradición que lleva el sabor del manglar y el esfuerzo de los recolectores. ¡Así que a servirse bien lleno el plato y a repetir sin vergüenza!.
Nota: Se acostumbra acompañar con caparazones rellenos de masa madre manabita cocinados en el agua de los guariches. En Tosagua, se le agrega maduro al relleno.
Cualquier día es bueno para un arroz con mariscos. Cada cantón, hasta en sus más pequeños rincones y de allí, en viravuelta, lo ofrece con su toque. La variedad es la norma y el sabor, la ley.
Chapeando por varios puestos, podemos contarles que la magia comienza con un refrito de sabor profundo, con cebollas, pimientos, ajos y corazones de los tomates, que normalmente se
destinarían al ceviche. Nada se desperdicia, porque en la cocina manabita se usa todo y cada ingrediente brilla. Para que el plato tenga esa intensidad que provoca aventarse, se utilizan fondos de cabezas de pescado, camarones y langostinos. Va todo junto, pero cada elemento se prepara con antelación para que al llegar el comensal, el plato venga enseguida.
La innovación no está prohibida. Hay sitios en que han incorporado salsa china y de ostras. Si habláramos de moda, diríamos que es un clásico. Hay tradición e innovación en su justa medida para que los resultados marquen el estilo de Manabí y su gente.
60 Minutos.
Tradicional e Innovación
En Manta, entre los pescadores y el pueblo cholo, el bu- che de albacora con huevo es un manjar reservado para quienes tienen un vínculo profundo con el mar. Este plato, casi desconocido fuera de las cocinas de los pescadores, no se encuentra en los restaurantes, sino en las mesas de las familias que han vivido del océano por generaciones. Curiosamente, los chinos compran el buche para sus platos tradicionales, pero en Manta es el pescador quien lo convierte en un tesoro culinario, que solamente se deja de servir durante las dos vedas que hay al año. Este plati llo es un tesoro de la gastronomía mantense.
Nota: Se puede acompañar con arroz o plátano asado, durante el desayuno o en la merienda. Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
1 lb de carne de cerdo
1 lb de corazón de res
1 lb de pecho de res
Variado (tripa de res)
4 plátanos
Ajo, achiote, cilantro de pozo/chillangua, pimienta y sal al gusto
El Carmen cada mañana comienza con el silbido de un perico… pero no el que piensas. El arroz perico, receta que pasó de abuela a madre y después a hija, es un clásico que en 20 minutos te llena el alma. Con quesito, cebollita, hierbitas y un huevo frito, es el desayuno que da color al día. Y dicen que el nombre viene porque, como a los periquitos, todo se le da desmenuzadito. Así, entre mitos y sartenes, este plato vuela alto en la memoria de quienes lo disfrutan.
Calentar la mantequilla en una sartén. Agregar los huevos y cocinar hasta que las claras estén cocidas dejando las yemas ligeramente crudas.
Incorporar la cebolla colorada, chicharrones el arroz y mezclar hasta que se integre completamente.
Agregar el queso manaba rallado y el cilantro finamente picado. Cocinar a fuego bajo durante dos minutos, retirar del fuego y servir. Decorar con queso y cebolla de verdeo finamente picada.
Nota: Se puede complementar el plato con un huevo frito encima, un poco de bistec de carne y tomate picado.
20 min
A, ese hornado de cabeza de chancho que hacían las abuelas y entre ellas, las de San Vicente. Nunca faltaban acomedidos porque sabían que la recompensa sería deliciosa. Hacerlo no es de sopetón. Hay que elegir la cabeza, que ahí es donde se esconde lo mejor. Se come cualquier día del año y del horno manabita, con su magia de cinco a ocho horitas, sale un manjar que deja al que menos chupándose los dedos. ¡Puro sabor! Se cocina despacito, toda la noche, y al amanecer, cuando el sol apenas se asoma, ya está listo pa’ l desayuno.
Deshuesar la cabeza de chancho y adobar con las especias.
Rallar los plátanos y agregar achiote; diluir el maní con agua. Mezclar ambas preparaciones y reservar.
En olla de fondo grueso o de barro agregar el refrito y las hierbas. Sellar las partes de la cabeza de chancho, añadir la mezcla anterior, remover hasta incorporar todo.
Llevar al horno manabita; después de cuatro horas revisar que no se haya secado, agregar agua conforme sea necesario. Se recomienda mantener en cocción toda la noche.
60 minutos (tiempo de cocción, 8 horas)
Ancestral y tradicional
Picar finamente la otra parte de las cebollas y sofreírlas en mantequilla y achiote en una olla.
Añadir las piezas de pato al sofrito y dorarlas por ambos lados. Agregar el adobo licuado y dejar cocinar durante diez minutos a fuego medio, permitiendo que el pato sude.
Agregar suficiente agua o fondo de ave y mantener en cocción lenta por una hora o hasta que esté en su punto.
Tomar dos tazas de caldo en cocción y licuar con el maní hasta obtener una pasta suave; añadir a la preparación y mantener a fuego lento por diez o quince minutos, removiendo ocasionalmente para evitar que se pegue. Rectificar sabores, decorar con cilantro criollo y cebolla de verdeo finamente picado. Acompañar con arroz colorado y ensalada fresca.
60 minutos
Ancestral
Cuando una pequeña, de solo 8 años, oyó a su bisabuela, Mamita Paula, anunciar: “¡Hoy desayunamos pato blanco!”, la niña imaginó un pato salido del horno.
Corrió hacia el horno y, trepándose con esfuerzo, descubrió que se cocinaba una mezcla de yuca, maní y tomatillos. Su cara de sorpresa fue tan evidente que Mamita Paula soltó una carcajada. Le explicaron que “pato” era una forma de llamar a la yuca.
Mamita Paula preparó una olla de café y sirvió a su nieta una generosa porción de pato blanco acompañado de una bebida caliente. La combinación del plato, aún humeante, junto al café recién hecho, quedó grabada en su memoria.
Disolver la pasta de maní con el agua. Reservar.
Para adobar licuar el pimiento, cebolla, ajo, achiote, aliño y sal. Reservar.
En una olla colocar agua a hervir y blanquear la yuca. Re- tirar del fuego y cambiar a una olla de barro, incorporar el maní aguado y el adobo. Luego, cortar los tomatillos por mitad y retirar las semillas, separar algunos para agregar sobre la preparación.
Finalmente, hornear a 140 °C durante 40 minutos aproximadamente.
El hornado de pato es un guiso ancestral que se hace en Charapotó, en el cantón Sucre. Preparado lentamente en el horno manabita, de dos a cinco horas, el pato,
especie domesticada desde tiempos antiguos, se transforma en un plato muy preciado gracias a los vinos y macerados que realzan su sabor. No necesita ocasiones especiales, pues se cocina todo el año, recordando con cada bocado la historia de una tierra que entrelaza tradición e identidad en cada horno encendido.
Marinar el pato con el adobo manaba durante treinta minutos. En una olla gruesa o de barro, calentar un poco de aceite y sellar el pato por ambos lados hasta que esté dorado. Licuar la cebolla, pimiento, ajo, cilantro y vinagre de guineo; incorporar la mezcla a la olla.
Agregar el fondo de ave y el agua; incorporar las cáscaras de piña, especias dulces, manzana cortada en dados pequeños, vino dulce o de cereza y el atado de cilantro con perejil. Tapar y llevar al horno precalentado a 140 °C por tres horas.
Finalmente, emplatar el hornado con arroz y ensalada rusa al gusto.
Nota: De utilizar el horno manabita, cubrir el pato con hojas de plátano y asegurarse de que haya suficiente agua en la olla para evitar que se seque completamente.
Marinar el pato con el aliño durante treinta minutos. Reservar.
Sellar el pato y agregar, junto con el sofrito en una olla de presión; verter el vino y el caldo.
Colocar al fuego, dejar cocer hasta formar un guiso. Reti rar las presas, desmechar y reservar.
Añadir el jugo del guiso hasta que el arroz se humedezca e incorporar cilantro, mezclar.
Servir el meloso con el pato desmechado y acompañar con ensalada y cilantro al gusto.
En la comunidad Vargas Torres, de Tosagua, la cocina es un eco constante de los días antiguos. Esta receta es otro testimonio de la vida sencilla y llena de ingenio. Se cocina todo el año, con ingredientes humildes que, como buenos montuvios y cholos, no se doblegan ante nada.
La preparación comienza la noche anterior, remojando habas y fréjol. Con el molinillo, ese utensilio de origen prehispánico, se bate los granos hasta convertirlos en una menestra espesa y sabrosa donde los sabores se mezclan.
Para dar más sustancia se agrega cuero de chancho y plátano raspado, un truco aprendido en tiempos de familias grandes y necesidades mayores. Este añadido multiplica la comida porque aquí, nunca se pregunta cuánto tienes, sino cuántos somos y platos como éste se sirven en la mesa grande, donde el protocolo es compartir, disfrutar y recordar
En una olla agregar el sofrito, el haba seca o el fréjol blanco. Incorporar el agua, vinagre de guineo y el cuero de cerdo.
Condimentar con adobo, ají dulce, comino, coriandro y sal.
Cocinar durante dos horas aproximadamente a fuego me dio, hasta que el cuero y las habas estén blandos. Una vez cocido, cortar el cuero en cuadritos y agregarlo a la menestra.
Hervir el plátano y cuando esté cocido, majar e incorporar junto con el cilantro finamente picado.
Nota: Para esta preparación se recomienda dejar en remojo el haba y el fréjol de un día al otro, esto permitirá que su cocción sea mucho más rápida. En el caso del frejol seco, en muchas familias se acompaña la menestra con arroz manabita, proteína al gusto y cebolla colorada, ambas fritas.
Ahumar carne es como viajar al tiempo, cuando se elegía un lomo fresco y se colocaba a medio metro del fogón, donde el humo de la brasa lo envolvía en unadanza lenta y cautivadora. En los tiempos dejenaante, el ahumado era una necesidad. Así se conservaban las carnes para garan tizar que hubiera algo sabroso que llevar a la mesa. El proceso aseguraba que pudiera durar semanas, hasta que el hambre o la ocasión dictara que era momento de consumirla. El ahumado sigue peleando su lugar. En los restaurantes es símbolo de sofisticación. Pero en los hogares, ya no se ve tan a menudo. Y aunque los métodos modernos son prácticos, no hay nada comparable con el sabor ahumado que se impregna en la carne, asegurando que cada bocado está lleno de tradición y engordado por lo que en las cocinas se contaba.
Cortar la carne en tiras largas (escalado) y agregar sal.
Moler el ajo, la cebolla colorada, el cilantro de pozo y chillangua con agua. Reservar.
Adobar la carne con achiote, aliño y vinagre de guineo e incorporar la mezcla anterior.
Colgar arriba del horno en el ahumador o deshidratador.
Nota: El tiempo del ahumado puede ser de dos a tres horas como mínimo y ocho horas diarias como máximo; estas carnes también se preparan asadas o en estofado.
Nuestros ancestros ya sabían que el verdadero sabor estaba en lo natural, en lo que la tierra y los montes nos daban. Así nace el famoso seco de pato, guiso
que es una herencia ancestral de cuando los indígenas cazaban el pato silvestre, que volaba libre por los humedales.
Los abuelos cuentan que esos patos, con su carne sabrosa y firme, eran domesticados con paciencia. Con el tiempo, se convirtió en tradición preparar un seco bien acompañado con su ají, su cilantro y su chicha fermentada, cocido despacito, como debe ser y toda zalema se queda corta. Es otro recordatorio de que, en Manabí, el buen comer es cosa seria ¡Aquí se cocina con historia!
Desprezar y adobar el pato con un poco de sal y comino.
Colocar en una olla y dorar.
Añadir el refrito, incorporar tomates cortados en cubos y dejar sudar durante diez minutos aproximadamente o hasta que el tomate se haga puré.
Agregar el fondo de ave, agua, vino, especias y las cáscaras de piña. Hacer un atado con el cilantro criollo, cilantro de pozo o chillangua y el oreganón. Incorporarlo con el resto de los condimentos.
Cocinar a fuego lento hasta que el pato esté en su punto, retirar el atado de hierbas, rectificar sabores y retirar del fuego.
Finalmente, servir el pato acompañado de arroz colorado y maduro (opcional).
En Manabí, un plato siempre trae historia. Y a la menestra de plátano con carne, o priscán (como se conoce en el norte de la provincia), no hay quién se resista. Tiene un refrito que te hará salivar antes de que el plato toque la mesa. La carne, bien cocida y deshilachada, se mezcla con plátano molido, y ahí entra en acción el héroe de la receta: ¡el molinillo! Dale que dale, se bate hasta que todo quede incorporado, se pone sal y listo.
Aunque el nombre cambie de menestra a priscán, el sabor es pura nostalgia servida con un arrocito caliente que te hace olvidar cualquier pena.
En una olla, colocar el agua, la mitad del refrito y la carne junto con los plátanos pelados, dientes de ajo, ramas de cilantro criollo, cebolla, cilantro de pozo o chillangua y sal al gusto.
Cocinar a fuego medio hasta que la carne esté suave, revi- sando periódicamente que los plátanos no se sequen.
Una vez que los plátanos estén suaves, retirar del caldo y majarlos hasta obtener un puré.
Cuando la carne esté suave, desmechar y sofreír en el res- to del refrito.
Disolver el plátano majado en el caldo de la cocción hasta obtener una textura cremosa o “sopudita”.
Agregar la carne mechada, las especias y una pizca de ají. Cocinar unos minutos más; corregir sabores y servir.
Tradicional
Colocar los mangos en una olla y cubrir con suficiente agua; cocinar hasta que la cáscara se abra y estén suaves.
Retirar los mangos y con la ayuda de un colador aplastar para extraer la pulpa, desechando las cáscaras.
Verter en un tazón; agregar azúcar y esencia de vainilla. Batir con una cuchara hasta que los ingredientes estén bien incorporados y se obtenga una mezcla homogénea.
Tradicional
El nombre de esta receta es literal todo lo que contiene: arroz y coco. En Cojimíes es una tradición, especialmente en el sector Alcatraz. En los años 40 del siglo pasado, era la forma principal en que se consumía el arroz por una simple razón: la leche de coco, obtenida de los abundantes cocoteros de la región, era la fuente de grasa más accesible.
Le añadía un sabor exquisito al arroz y lograba que quedará graneadito, suelto, y perfecto. Su origen está profundamente vinculado a la Hacienda La Esperancita, donde, se cultivaba un tipo especial de arroz llamado “de montaña”. Era más alto y resistente, capaz de soportar la sequía. Los trabajadores de la hacienda, tras largas jornadas, llegaban a sus hogares en Cañaveral y Alcatraz, donde las cocinas se llenaban del aroma dulce y envolvente que trepaba por las paredes de caña.
Aunque los tiempos han cambiado y la modernización ha traído nuevas formas de cocinar, en Cojimíes, el arroz con coco sigue siendo una tradición y testimonia la herencia cultural de este rincón de Pedernales.
Los calentados de habichuela o de fréjol son el ejemplo de que lo bueno se repite y mejora porque dicen que son más sabrosos al día siguiente. Imagínate: el arroz blanco de ayer, las menestras que sobraron y lo que ocurre cuando se calientan, se mezclan y listo. ¿Te animas a ponerle queso rallado, huevo frito o maduritos? Ah, y no olvides la salsa de queso o un queso frito para acompañar. ¡Un manjar que reinventa la cocina de aprovechamiento! ¿El secreto? Comerlo con ganas, porque en Manabí es una tradición deliciosa que se disfruta sin apuros.
Los hermanos Villacréses Cevallos, en Jipijapa, desde hace 59 años ofrecen en su Picantería “San Vicente” un plato que se ha vuelto emblema: el bistec de carne de res, acompañado de arroz o huevos fritos.
Se sirve todo el año y viene de los conocimientos que les transmitió su pariente, don Olivo Fienco. El secreto de su sabor radica en que cuando la carne está en punto exacto de cocción, agregan agua de cocción de arroz. Este plato reúne a comensales de toda edad que empiezan el día con desayuno reforzado.
Cuando las albarradas se secaban bajo el implacable sol, en la comunidad Coaque de Pedernales, era tiempo de recolectar chame. Con la tierra agrietada por falta de lluvia, el chame se quedaba atrapado en charcos menguantes y hombres, mujeres y niños salían con canastas y baldes a recogerlo. En los 70, don Alfredo, dueño de una de las albarradas más grandes de la región, decidió romper una de estas, dejando escapar cientos de quintales de camarón y chame al mar. Todo el pueblo estaba en la playa, recogiendo tesoros. Entre ellos, un niño de ocho años, hijo de Alfredo, corría por la arena, gritando que le dejaran los chames machos. Desde ese día, el apodo de “El Chame Macho” quedó para siempre con él.
No hay plato más manaba que un buen arroz con guariche, ese cangrejito dulce que da sabor a la vida y a la olla. En la localidad El Barro, de la Parroquia Cojimíes, del cantón Pedernales, los recolectores se internan en los manglares, sacan su sarta de guariches y llegan al mercado, mientras sus esposas, alfareras de manos mágicas, moldean la tierra en formas que solo ellas conocen. El secreto está en combinar el dulzor del guariche, el ajo, la cebolla y un toque de achiote que da color al plato. Cuando los guariches no están en veda, se arman las fiestas en las casas y ese arroz en el fogón es invitado de honor. Un bocado de tradición que lleva el sabor del manglar y el esfuerzo de los recolectores. ¡Así que a servirse bien lleno el plato y a repetir sin vergüenza!.
Nota: Se acostumbra acompañar con caparazones rellenos de masa madre manabita cocinados en el agua de los guariches. En Tosagua, se le agrega maduro al relleno.
Cualquier día es bueno para un arroz con mariscos. Cada cantón, hasta en sus más pequeños rincones y de allí, en viravuelta, lo ofrece con su toque. La variedad es la norma y el sabor, la ley.
Chapeando por varios puestos, podemos contarles que la magia comienza con un refrito de sabor profundo, con cebollas, pimientos, ajos y corazones de los tomates, que normalmente se
destinarían al ceviche. Nada se desperdicia, porque en la cocina manabita se usa todo y cada ingrediente brilla. Para que el plato tenga esa intensidad que provoca aventarse, se utilizan fondos de cabezas de pescado, camarones y langostinos. Va todo junto, pero cada elemento se prepara con antelación para que al llegar el comensal, el plato venga enseguida.
La innovación no está prohibida. Hay sitios en que han incorporado salsa china y de ostras. Si habláramos de moda, diríamos que es un clásico. Hay tradición e innovación en su justa medida para que los resultados marquen el estilo de Manabí y su gente.
60 Minutos.
Tradicional e Innovación
En Manta, entre los pescadores y el pueblo cholo, el bu- che de albacora con huevo es un manjar reservado para quienes tienen un vínculo profundo con el mar. Este plato, casi desconocido fuera de las cocinas de los pescadores, no se encuentra en los restaurantes, sino en las mesas de las familias que han vivido del océano por generaciones. Curiosamente, los chinos compran el buche para sus platos tradicionales, pero en Manta es el pescador quien lo convierte en un tesoro culinario, que solamente se deja de servir durante las dos vedas que hay al año. Este plati llo es un tesoro de la gastronomía mantense.
Nota: Se puede acompañar con arroz o plátano asado, durante el desayuno o en la merienda. Puede servirse con queso manabita frito encima de la sopa.
1 lb de carne de cerdo
1 lb de corazón de res
1 lb de pecho de res
Variado (tripa de res)
4 plátanos
Ajo, achiote, cilantro de pozo/chillangua, pimienta y sal al gusto
El Carmen cada mañana comienza con el silbido de un perico… pero no el que piensas. El arroz perico, receta que pasó de abuela a madre y después a hija, es un clásico que en 20 minutos te llena el alma. Con quesito, cebollita, hierbitas y un huevo frito, es el desayuno que da color al día. Y dicen que el nombre viene porque, como a los periquitos, todo se le da desmenuzadito. Así, entre mitos y sartenes, este plato vuela alto en la memoria de quienes lo disfrutan.
Calentar la mantequilla en una sartén. Agregar los huevos y cocinar hasta que las claras estén cocidas dejando las yemas ligeramente crudas.
Incorporar la cebolla colorada, chicharrones el arroz y mezclar hasta que se integre completamente.
Agregar el queso manaba rallado y el cilantro finamente picado. Cocinar a fuego bajo durante dos minutos, retirar del fuego y servir. Decorar con queso y cebolla de verdeo finamente picada.
Nota: Se puede complementar el plato con un huevo frito encima, un poco de bistec de carne y tomate picado.
20 min
A, ese hornado de cabeza de chancho que hacían las abuelas y entre ellas, las de San Vicente. Nunca faltaban acomedidos porque sabían que la recompensa sería deliciosa. Hacerlo no es de sopetón. Hay que elegir la cabeza, que ahí es donde se esconde lo mejor. Se come cualquier día del año y del horno manabita, con su magia de cinco a ocho horitas, sale un manjar que deja al que menos chupándose los dedos. ¡Puro sabor! Se cocina despacito, toda la noche, y al amanecer, cuando el sol apenas se asoma, ya está listo pa’ l desayuno.
Deshuesar la cabeza de chancho y adobar con las especias.
Rallar los plátanos y agregar achiote; diluir el maní con agua. Mezclar ambas preparaciones y reservar.
En olla de fondo grueso o de barro agregar el refrito y las hierbas. Sellar las partes de la cabeza de chancho, añadir la mezcla anterior, remover hasta incorporar todo.
Llevar al horno manabita; después de cuatro horas revisar que no se haya secado, agregar agua conforme sea necesario. Se recomienda mantener en cocción toda la noche.
60 minutos (tiempo de cocción, 8 horas)
Ancestral y tradicional
Picar finamente la otra parte de las cebollas y sofreírlas en mantequilla y achiote en una olla.
Añadir las piezas de pato al sofrito y dorarlas por ambos lados. Agregar el adobo licuado y dejar cocinar durante diez minutos a fuego medio, permitiendo que el pato sude.
Agregar suficiente agua o fondo de ave y mantener en cocción lenta por una hora o hasta que esté en su punto.
Tomar dos tazas de caldo en cocción y licuar con el maní hasta obtener una pasta suave; añadir a la preparación y mantener a fuego lento por diez o quince minutos, removiendo ocasionalmente para evitar que se pegue. Rectificar sabores, decorar con cilantro criollo y cebolla de verdeo finamente picado. Acompañar con arroz colorado y ensalada fresca.
60 minutos
Ancestral
Cuando una pequeña, de solo 8 años, oyó a su bisabuela, Mamita Paula, anunciar: “¡Hoy desayunamos pato blanco!”, la niña imaginó un pato salido del horno.
Corrió hacia el horno y, trepándose con esfuerzo, descubrió que se cocinaba una mezcla de yuca, maní y tomatillos. Su cara de sorpresa fue tan evidente que Mamita Paula soltó una carcajada. Le explicaron que “pato” era una forma de llamar a la yuca.
Mamita Paula preparó una olla de café y sirvió a su nieta una generosa porción de pato blanco acompañado de una bebida caliente. La combinación del plato, aún humeante, junto al café recién hecho, quedó grabada en su memoria.
Disolver la pasta de maní con el agua. Reservar.
Para adobar licuar el pimiento, cebolla, ajo, achiote, aliño y sal. Reservar.
En una olla colocar agua a hervir y blanquear la yuca. Re- tirar del fuego y cambiar a una olla de barro, incorporar el maní aguado y el adobo. Luego, cortar los tomatillos por mitad y retirar las semillas, separar algunos para agregar sobre la preparación.
Finalmente, hornear a 140 °C durante 40 minutos aproximadamente.
El hornado de pato es un guiso ancestral que se hace en Charapotó, en el cantón Sucre. Preparado lentamente en el horno manabita, de dos a cinco horas, el pato,
especie domesticada desde tiempos antiguos, se transforma en un plato muy preciado gracias a los vinos y macerados que realzan su sabor. No necesita ocasiones especiales, pues se cocina todo el año, recordando con cada bocado la historia de una tierra que entrelaza tradición e identidad en cada horno encendido.
Marinar el pato con el adobo manaba durante treinta minutos. En una olla gruesa o de barro, calentar un poco de aceite y sellar el pato por ambos lados hasta que esté dorado. Licuar la cebolla, pimiento, ajo, cilantro y vinagre de guineo; incorporar la mezcla a la olla.
Agregar el fondo de ave y el agua; incorporar las cáscaras de piña, especias dulces, manzana cortada en dados pequeños, vino dulce o de cereza y el atado de cilantro con perejil. Tapar y llevar al horno precalentado a 140 °C por tres horas.
Finalmente, emplatar el hornado con arroz y ensalada rusa al gusto.
Nota: De utilizar el horno manabita, cubrir el pato con hojas de plátano y asegurarse de que haya suficiente agua en la olla para evitar que se seque completamente.
Marinar el pato con el aliño durante treinta minutos. Reservar.
Sellar el pato y agregar, junto con el sofrito en una olla de presión; verter el vino y el caldo.
Colocar al fuego, dejar cocer hasta formar un guiso. Reti rar las presas, desmechar y reservar.
Añadir el jugo del guiso hasta que el arroz se humedezca e incorporar cilantro, mezclar.
Servir el meloso con el pato desmechado y acompañar con ensalada y cilantro al gusto.
En la comunidad Vargas Torres, de Tosagua, la cocina es un eco constante de los días antiguos. Esta receta es otro testimonio de la vida sencilla y llena de ingenio. Se cocina todo el año, con ingredientes humildes que, como buenos montuvios y cholos, no se doblegan ante nada.
La preparación comienza la noche anterior, remojando habas y fréjol. Con el molinillo, ese utensilio de origen prehispánico, se bate los granos hasta convertirlos en una menestra espesa y sabrosa donde los sabores se mezclan.
Para dar más sustancia se agrega cuero de chancho y plátano raspado, un truco aprendido en tiempos de familias grandes y necesidades mayores. Este añadido multiplica la comida porque aquí, nunca se pregunta cuánto tienes, sino cuántos somos y platos como éste se sirven en la mesa grande, donde el protocolo es compartir, disfrutar y recordar
En una olla agregar el sofrito, el haba seca o el fréjol blanco. Incorporar el agua, vinagre de guineo y el cuero de cerdo.
Condimentar con adobo, ají dulce, comino, coriandro y sal.
Cocinar durante dos horas aproximadamente a fuego me dio, hasta que el cuero y las habas estén blandos. Una vez cocido, cortar el cuero en cuadritos y agregarlo a la menestra.
Hervir el plátano y cuando esté cocido, majar e incorporar junto con el cilantro finamente picado.
Nota: Para esta preparación se recomienda dejar en remojo el haba y el fréjol de un día al otro, esto permitirá que su cocción sea mucho más rápida. En el caso del frejol seco, en muchas familias se acompaña la menestra con arroz manabita, proteína al gusto y cebolla colorada, ambas fritas.
Ahumar carne es como viajar al tiempo, cuando se elegía un lomo fresco y se colocaba a medio metro del fogón, donde el humo de la brasa lo envolvía en unadanza lenta y cautivadora. En los tiempos dejenaante, el ahumado era una necesidad. Así se conservaban las carnes para garan tizar que hubiera algo sabroso que llevar a la mesa. El proceso aseguraba que pudiera durar semanas, hasta que el hambre o la ocasión dictara que era momento de consumirla. El ahumado sigue peleando su lugar. En los restaurantes es símbolo de sofisticación. Pero en los hogares, ya no se ve tan a menudo. Y aunque los métodos modernos son prácticos, no hay nada comparable con el sabor ahumado que se impregna en la carne, asegurando que cada bocado está lleno de tradición y engordado por lo que en las cocinas se contaba.
Cortar la carne en tiras largas (escalado) y agregar sal.
Moler el ajo, la cebolla colorada, el cilantro de pozo y chillangua con agua. Reservar.
Adobar la carne con achiote, aliño y vinagre de guineo e incorporar la mezcla anterior.
Colgar arriba del horno en el ahumador o deshidratador.
Nota: El tiempo del ahumado puede ser de dos a tres horas como mínimo y ocho horas diarias como máximo; estas carnes también se preparan asadas o en estofado.
Nuestros ancestros ya sabían que el verdadero sabor estaba en lo natural, en lo que la tierra y los montes nos daban. Así nace el famoso seco de pato, guiso
que es una herencia ancestral de cuando los indígenas cazaban el pato silvestre, que volaba libre por los humedales.
Los abuelos cuentan que esos patos, con su carne sabrosa y firme, eran domesticados con paciencia. Con el tiempo, se convirtió en tradición preparar un seco bien acompañado con su ají, su cilantro y su chicha fermentada, cocido despacito, como debe ser y toda zalema se queda corta. Es otro recordatorio de que, en Manabí, el buen comer es cosa seria ¡Aquí se cocina con historia!
Desprezar y adobar el pato con un poco de sal y comino.
Colocar en una olla y dorar.
Añadir el refrito, incorporar tomates cortados en cubos y dejar sudar durante diez minutos aproximadamente o hasta que el tomate se haga puré.
Agregar el fondo de ave, agua, vino, especias y las cáscaras de piña. Hacer un atado con el cilantro criollo, cilantro de pozo o chillangua y el oreganón. Incorporarlo con el resto de los condimentos.
Cocinar a fuego lento hasta que el pato esté en su punto, retirar el atado de hierbas, rectificar sabores y retirar del fuego.
Finalmente, servir el pato acompañado de arroz colorado y maduro (opcional).
En Manabí, un plato siempre trae historia. Y a la menestra de plátano con carne, o priscán (como se conoce en el norte de la provincia), no hay quién se resista. Tiene un refrito que te hará salivar antes de que el plato toque la mesa. La carne, bien cocida y deshilachada, se mezcla con plátano molido, y ahí entra en acción el héroe de la receta: ¡el molinillo! Dale que dale, se bate hasta que todo quede incorporado, se pone sal y listo.
Aunque el nombre cambie de menestra a priscán, el sabor es pura nostalgia servida con un arrocito caliente que te hace olvidar cualquier pena.
En una olla, colocar el agua, la mitad del refrito y la carne junto con los plátanos pelados, dientes de ajo, ramas de cilantro criollo, cebolla, cilantro de pozo o chillangua y sal al gusto.
Cocinar a fuego medio hasta que la carne esté suave, revi- sando periódicamente que los plátanos no se sequen.
Una vez que los plátanos estén suaves, retirar del caldo y majarlos hasta obtener un puré.
Cuando la carne esté suave, desmechar y sofreír en el res- to del refrito.
Disolver el plátano majado en el caldo de la cocción hasta obtener una textura cremosa o “sopudita”.
Agregar la carne mechada, las especias y una pizca de ají. Cocinar unos minutos más; corregir sabores y servir.
Tradicional
Colocar los mangos en una olla y cubrir con suficiente agua; cocinar hasta que la cáscara se abra y estén suaves.
Retirar los mangos y con la ayuda de un colador aplastar para extraer la pulpa, desechando las cáscaras.
Verter en un tazón; agregar azúcar y esencia de vainilla. Batir con una cuchara hasta que los ingredientes estén bien incorporados y se obtenga una mezcla homogénea.
Tradicional
Hace más de 60 años, don Reinaldo Molina Suárez se convirtió en un ícono de Manta con sus helados de coco artesanales. Con su carrito de helado, solía instalarse en la Avenida 2 y calle 10, vendía conos que refrescaban a todo el que pasaba. Al fallecer, su hijo Fernando tomó la posta, pero decidió innovar: creó el sánduche de helado, al combinar el cremoso helado de coco con pan fresco, comprando diariamente
veinte sucres de pan para satisfacer a los mantenses que se enamoraron de esta delicia.
En Canoa, este manjar evoca tardes de finca. Se preparan con la leche fresca de las vacas, separada especialmente para esta delicia, y se cocinan en una olla sobre el horno, dejando que el aroma de las hierbas y la leche inunde el ambiente.
Los niños, impacientes y curiosos, rondan alrededor, parándose de puntillas y tratando de asomarse para ver si ya están listos. Los más atrevidos intentan picar los huevitos en la olla caliente, aunque saben que hay que esperar a que enfríen, porque si se los comen así nomás, ¡el dolor de barriga no se los quita nadie!
Dnde se hacía bizcochuelo, se respiraba dulzura y tradición. Con manos firmes, pero llenas de ternura, la receta ha pasado de generación en generación. Con delantales llenos de harina y sonrisas cómplices, el secreto para que el bizcochuelo sea esponjoso era batir las claras a punto de nieve y añadir el azúcar poco a poco. ¿El resultado? Un bizcochuelo que se deshacía en la boca.
En su época, no había moldes sofisticados, solo papel de empaque de las fundas, cuidadosamente colocado debajo de la torta para que no se pegara. El toque mágico estaba en el amor con el que lo preparaba y que hoy es revivido por su nieta en un restaurante en Guayaquil.
Hervir la leche con la mitad del azúcar y dejar reducir casi a la mitad. Agregar ralladura de un limón y espolvorear harina. Cocinar a fuego lento, revolviendo constantemente, durante aproximadamente dos horas, o hasta que la mezcla adquiera una textura espesa similar a la de un manjar. Retirar del fuego y dejar enfriar.
Hervir los limones cinco veces, cambiando el agua después de cada hervor. Tras la primera cocción, retirar la pulpa de los limones. En las siguientes hervidas, retirar la espuma que se forme en la superficie. En la quinta cocción, preparar un almíbar con agua y azúcar. Dejar que se reduzca hasta alcanzar una consistencia de almíbar. Cocinar las cáscaras de limón en el almíbar hasta que estén brillantes. Luego, dejar enfriar y secar las cáscaras durante al menos dos días. Una vez secas, rellenar las cáscaras de limón con manjar y unir las dos mita- des. Dejar secar un día más. Finalmente, glasear los limones en azúcar y esperar a que el glaseado se endurezca antes de servir.
Rellenar las cáscaras de limón con manjar y unir las dos mita- des. Dejar secar un día más. Glasear los limones y colocarlos en una rejilla para que sequen hasta que el glaseado endurezca. Finalmente, envolver los limones en papel manteca.
El nombre, se dice que viene por la forma del bizcochuelo que, al enrollarse con manjar, recuerda un turbante, como el de un papa llamado Pío IX, a quien se apodaba Pionono. En la cocina manabita, estos bizcochos rellenos son la muestra de cómo el manjar puede elevar cualquier postre a otro nivel. Cada pionono es un pedacito de felicidad, un bizcochuelo esponjoso y un manjar suave que se desliza perfectamente. Es imposible no enamorarse de esos rollitos dulces.
Para el bizcichuelo:
Para el manjar de leche:
Para el bizcochuelo: Separar claras y yemas, y batir cada una con azúcar: las claras a punto de nieve con la mitad y las yemas con el resto hasta eliminar grumos; unir ambas mezclas, tamizar la harina y el polvo de hornear sobre esta mezcla e incorporar con movimientos envolventes. Verter en el molde previamente preparado y hornear a 160°C durante 30 minutos. Dejar enfriar y cortar en porciones o tiras largas. Reservar.
Para el manjar de leche: Licuar tres tazas de leche con el arroz previamente remojado y molido, reservar. Infusionar el resto de la leche con las especias por veinte minutos a fuego medio. Unir ambas preparaciones y cocinar a fuego medio durante una hora, removiendo constantemente hasta lograr la consistencia deseada. Dejar enfriar y reservar.
Para armar los piononos: Utilizar tiras o porciones de bizcochuelo, untar con manjar al gusto y enrollar con sumo cuidado.
Hervir la leche en una cacerola por aproximadamente dos horas junto con el azúcar y las galletas. Cuando empiece a espesar, agregar las yemas de huevo previamente batidas con un poco de la leche en un recipiente aparte (esto para que la leche que está hirviendo no se corte al momento de mezclar por el choque de temperatura).
Esta receta tiene sus raíces en el recetario manuscrito de Doña Judith Auxiliadora Jiménez Vera (+), la gran cocinera de esta familia portovejense. Sus manos daban vida a unos dulces que, aunque parecían alfajores, tenían una textura ligera y esponjosa que los hacía únicos, y de ahí su nombre: pomposas.
Doña Judith dejó su legado escrito entre las páginas de su recetario, convirtiendo la tradición familiar en un placer eterno para el paladar.
En una batidora cremar mantequilla y azúcar.
Cuando esté lista la mezcla añadir la yema del huevo. Luego incorporar leche y harina intercalando una parte de cada una hasta obtener una mezcla homogénea.
Retirar la mezcla de la batidora, porcionar en galletas y aplastarlas ligeramente.
Hornear a 150°C durante quince minutos. Retirar y dejar enfriar; colocar el dulce de guineo entre las galletas tipo alfajor. Finalmente, espolvorear el azúcar impalpable.
En la campiña manabita, el manjar de leche ha sido un dulce testigo del tiempo. Este postre ha recorrido generaciones, dejando un rastro dulce y suave que conecta a Calceta, Tosagua, Junín y Chone con un pasado que se mezcla en cada cucharada.
Doña Carmela, portadora de esta tradición, creció entre vacas y cántaros de leche. Sus abuelos y padres, todos ganaderos, le enseñaron que la leche fresca no se desperdicia. Para ella, el manjar de leche es un legado que hierve a fuego lento durante horas en una cocina llena de recuerdos y risas. Mientras revuelve la olla, cuenta cómo las monjas de la Orden Mercedaria, en Calceta, dejaron recetas que se propagaron a los cantones vecinos. Su secreto está en el arroz. Nada de harina de trigo. Su familia descubrió que el arroz, le da al manjar una textura única, más cremosa y reconfortante. Es un truco que su abuela le susurró al oído cuando apenas podía alcanzar la mesa, y que ella guarda como un tesoro.
Licuar tres tazas de leche con el arroz previamente remojado y molido. Reservar.
Infusionar el resto de leche con las especias a fuego medio durante veinte minutos.
Mezclar ambas preparaciones y dejar cocer a fuego medio durante un ahora o hasta que tenga la consistencia deseada, removiendo constantemente para evitar que se queme.
Debe dejar enfriar y servir con galletas, con bizcochuelo o simplemente comer sin acompañantes o almacenar.
Separar las claras de las yemas.
Batirlas hasta obtener el punto de nieve.
Calentar el azúcar y la miel hasta alcanzar punto caramelo; añadir en hilo a las claras y agregar el maní quebrado.
Extender en una placa, espolvorear con máchica, dejar enfriar y cortar en cuadritos o palitos.
Aplastar los guineos con un tenedor hasta obtener un puré.
Colocar en una paila a fuego medio.
Añadir el azúcar y la harina previamente disuelta en el zumo de naranja; revolver constantemente hasta que se reduzca su líquido y se obtenga una textura espesa y de color oscuro.
Nota: Este dulce es tan versátil que al reducir la cantidad de harina, y con una consistencia más ligera, puede ser utilizado en diversidad de recetas para comer solo y acompañado.
En época de cosecha, los árboles de grosella se llenan de pequeñas gemas verdes que brillan a la distancia, y en casa de doña Hercilia, esa vista anunciaba una deliciosa transformación. Era hora de preparar el dulce de grosella, un lujo para la gente sencilla. Las abuelas convertían las grosellas cosechadas en un dulce exquisito, cocinando en una gran paila para asegurarse de que todos recibieran su porción.
La textura fina y el sabor auténtico eran lo que se esperaba en el reparto de los envases de conserva, con parsimonia y lentamente, mas que sea uno pequeño, pero recibirlo era una satisfacción.
Preparar este dulce y luego consumirlo completa un disfrute sin chiripa. Todo fue realizado con trabajo duro y con la convicción de compartirlo en familia.
Remojar las grosellas en agua durante toda una noche.
Lavar las grosellas y ponerlas a hervir en agua limpia.
Retirar el agua una vez que haya hervido.
Colocar las grosellas en una olla y agregar el azúcar poco a poco, revolviendo de vez en cuando hasta que tomen un color oscuro, asegurando mantener su forma intacta.
Este es otro platillo de los muy famosos de doña Hercilia Vera de Arteaga, en Santa Ana, ¡y vaya que esa mujer sabía lo que hacía! Basta imaginarla con la yuca y el coco en mano, rallando con ese estilo manaba que ella tenía, contando entre risas que desde pelada ya le había tomado el gusto a la receta que su mamá le enseñó.
La cosa es que, en 1925, se casó y se fue a vivir a Sasay, y ahí siguió dándole duro al horno de leña, cocinando la famosa torta para su esposo y su prole.
No hay nada más sabroso que esa torta de yuca bien hecha, con su coco rallado, raspadura, y si tienes suerte, ¡hasta con queso y pasas, como hacen en otras partes de Manabí! El secreto está en la yuca: si es la indicada, la torta queda chiclosa y esponjosa, como debe ser.
Derretir la mantequilla en un sartén y reservar.
Llevar la panela o raspadura con el agua de coco al fuego para que se diluya.
En un tazón mezclar la yuca rallada con el coco, añadir la raspadura diluida y agregar la mantequilla derretida hasta lograr una masa uniforme.
Enmantequillar un molde y colocar la mezcla.
Luego, llevar al horno precalentado a 150 °C por unos cuarenta y cinco minutos.
Retirar y dejar enfriar, cortar en trozos y servir.
El “come y bebe” es como un fin de semana hecho bebida: fresco, colorido y perfecto para compartir. Se prepara todo el año, pero es en los fines de semana cuando realmente hace su magia, trayendo a la mesa lo mejor de las frutas de temporada. El nombre no podría ser más literal: comes la fruta, bebes el jugo, ¡y disfrutas el doble!.
Con solo 15 minutos de preparación, este clásico combina las frutas más frescas y jugosas, que se recogen maduras y en su punto perfecto. El truco es simple: usar fruta de temporada, especialmente entre julio y octubre, para que cada sorbo sea un festín tropical.
Picar la sandía, papaya y mandarinas en dados medianos; los guineos en rodajas. Verter en un recipiente grande.
Añadir el jugo de naranja previamente exprimido e incorporar el azúcar o miel de abeja.
Agregar dos cucharadas de esencia de vainilla; revolver y enfriar.
Nota: Los ingredientes del come y bebe dependen de la disponibilidad de las frutas de temporada, pudiendo incluirse una gran variedad de sabores, colores y texturas en esta deliciosa receta.
En días de cielos despejados y tardes de sol, la abuela se sentaba bajo la sombra del guayabo, y era allí donde la magia de la caspiroleta cobraba vida. Todos los nietos, como pollitos detrás de la gallina, se arremolinaban a su alrededor. Con una paciencia que solo las abuelas tienen, les entregaba a cada uno un canuto de caña bien firme, una tusa de maíz lavadita y con una latillita de caña incrustada en la punta. Escogía los huevitos de gallina criolla, que traía en un mateancho que alguna vez perteneció a su madre. “Primero le haces un huequito en la coronita del huevo, con cuidado, que no se te rompa”, les enseñaba. Los niños miraban atentos. Sacaban la clara con delicadeza y la echaban en el canuto. “Ahora agárrenlo bien fuerte entre las piernas y empiecen a batir con la tusa, despacito al principio y luego más rápido”, les decía. Batían y batían, hasta que la caspiroleta quedaba tan espesa que ya no caía del canuto. “¡Ya está lista!” decía con orgullo. Añadían azúcar y echaban la yema. Algunas veces, los más grandes pedían café pasado o chocolate, y cuando nadie miraba, un chorrito de currincho. No hacía falta cuchara, porque con la misma tusa la recogían y la saboreaban.
Limpiar el canuto de caña y calentarlo al fuego (opcional). Calentar la leche con la rajita de canela y el clavo de olor a fuego medio, revolver constantemente, cuando esté tibia retirar del fuego y reservar. En un canuto o vaso largo, colocar la clara y batirla con la tusa o tenedor hasta que empiece a espumar. Agregar el azúcar a la clara y continuar batiendo hasta alcanzar el punto de nieve.
Incorporar la yema de huevo y un chorrito de leche especiada (que previamente se enfrió), mezclando bien. Añadir un chorrito de café pasado y, si se desea, un poco de currincho o leche de chocolate. Revolver suavemente para integrar todos los ingredientes.
Nota: Si es para niños, intercambiar el currincho por leche con chocolate.
Entre los iches que tiene Manabí como marca de su ancestralidad, en los dulces está el troliche, tan delicioso como fácil de preparar. En Rocafuerte, lo ofrecen como un tesoro a quienes paran por los famosos dulces y hay huecas imperdibles.
La forma de hacer los dulces es herencia de monjas que llegaron a estas tierras y dejaron esta huella que la habilidad manabita hizo suya con ajustes porque no fue solo arremedar sino transformar los ingredientes locales en bocados exquisitos.
Se preparan todo el año y en sus inicios solo se moldeaban en forma de rombos, pero hoy se disfrutan también en versión redonda. ¿El secreto mejor guardado? la leche de moño, no pasteurizada, le da ese toque único y auténtico.
Colocar en una paila todos los ingredientes excepto la harina. Llevar al fuego y dejar reducir a la mitad.
Retirar las especias y diluir la harina con un poco de agua.
Agregar a esta mezcla la harina y revolver constantemente con una cuchara de madera, hasta que la masa se separe completamente de la paila.
El dulce debe perder el brillo y estar en el punto para retirarlo del fuego; hacer bolitas mientras se mantenga caliente o tibio para que sea manejable.
La historia del dulce de pitahaya comenzó casi por accidente, cuando la parroquia se llenó de más pitahayas rojas de las que sus habitantes podían comer.
Con el exceso de esta fruta, surgió la idea de transformarla en algo más que un simple bocadillo. En la dulcería local, empezó una aventura de prueba y error en la que cada intento se volvía más prometedor. La clave fue añadir piña, que con su acidez perfecta equilibró la dulzura intensa de la pitahaya, creando un postre espectacular y surgido de la pura innovación. Desde el 2020, este dulce ha conquistado los paladares, probando que, con ingenio y ganas de experimentar, las cosas buenas son posibles. Hoy, el dulce de pitahaya dejó de ser una solución a la sobrecosecha y es deleite de ingenio.
Picar la pulpa de pitahaya, e incorporar en una olla con el agua y azúcar. Dejar hervir por mínimo veinte minutos.
Agregar la harina y la esencia de pitahaya. Remover constantemente para que no se pegue a la olla. Mantener en el fuego por treinta y cinco minutos.
Licuar una parte de la piña con agua y agregarla a la olla.
Remover a fuego lento hasta obtener una textura suave. Dejar enfriar y servir.
El cake de guineo, delicia que ha encontrado su hogar en las comunidades de Banchal y Cascol, endulza los paladares de quienes transitan por la carretera Jipijapa-Guayaquil y por eso, sostiene la economía de muchas familias de la región.
Preparado con cariño y esmero, su secreto es el toque de limón o vinagre de guineo para evitar que la masa se oxide y conservar su color dorado.
Esta mezcla simple se transforma en un pan suave y fragante que se vende a orillas del camino, desde Paján hasta el límite con la provincia del Guayas.
El sencillo guineo se ha convertido en motor económico y es un placer irresistible para quienes transitan por estas vías.
Batir la mantequilla con el azúcar hasta obtener una mezcla cremosa. Añadir los huevos uno por uno; continuar batiendo e ir agregando el puré de guineo, la leche, harina, polvo de hornear, vainilla, zumo de limón y la pizca de sal. Continuar batiendo hasta obtener una mezcla homogénea. Verter la mezcla en un molde previamente enmantequillado; llevar al horno a 180 °C durante cuarenta y minutos, o hasta que esté en su punto. Finalmente, retirar, dejar enfriar y servir.
Nota: Para comprobar la cocción, insertar un palillo en el centro de la torta; si sale limpio, está listo.
La preparación es fácil, conseguir el ingrediente principal es más complicado. Si no, vaya y pregunte si hay pechiche. Este dulce se elabora durante la cosecha y como en todas las recetas tradicionales, hay un secreto que ha ido pasando a través de los tiempos: el pechiche debe hervirse hasta alcanzar su punto justo, sin perder su forma ni despegar la pulpa de la piel, logrando una textura jugosa que conquista los paladares más esquivos.
En casa de doña Hercilia, la tradición se mantenía viva gracias a Elvia, su fiel colaboradora, quien con amor y pasión aprendió a preparar este dulce único. Con la cosecha en las grandes canastas, la tarea recién empieza.
Lavar el pechiche y colocar en una olla con azúcar, añadir el agua hasta cubrirlo por completo.
Colocar en el fuego y cuando haya hervido suficiente la cáscara empezará a desprenderse.
Para ese punto, retirar del fuego, dejar enfriar y envasar. Si el frasco es de vidrio, mejor.
Nota: El dulce de pechiche se sirve solo o acompañado con queso manaba fresco o galletas de sal.
Llevar la leche, el azúcar y la canela a hervir en una olla a fuego medio, removiendo hasta que suelte el hervor.
Separar las claras de las yemas. Batir las claras con una pizca de sal a punto de nieve fuerte.
Bajar el fuego de la leche. Agregar cucharadas de claras batidas, evitando que la cuchara toque la leche. Usar otra cuchara limpia para bañarlas suavemente con la leche.
Retirar las claras con un colador y reservar en una fuente o bandeja.
Colar la leche. Batir las yemas y mezclarlas con la leche colada, llevándola de nuevo a cocción lenta, sin dejar que hierva para evitar que las yemas se cocinen.
Retirar del fuego y colar nuevamente, vertiendo sobre las claras. Espolvorear canela para adornar.
En los veranos de sequía y viento fuerte, los árboles de papaya no tienen tregua y, a menudo, terminan en el suelo, dejando regadas sus papayas lechosas.
En lugar de desperdiciarlas, en la parroquia de San Isidro del cantón Sucre se las aprovecha al máximo.
De esas papayas caídas nace el famoso latigazo, un dulce de papaya que, al rallarlo, queda en finas tiras, como pequeños látigos dulces. Este manjar es una ingeniosa respuesta a los rigores del clima, transformando la pérdida en una delicia única que endulza hasta los días más secos.
En una olla, poner a hervir el agua con la especería y en ella diluir la panela. Reservar. Realizar cortes sobre la papaya para poder deslechar, previo a ello lavar. Pelar y rallar la papaya en tiras largas. En una olla, agregar la papaya e integrar el agua colada ya sin especiería. Mantener en cocción hasta formar una especie de mermelada.
Infusionar el agua con la canela, clavo de olor, pimienta dulce, anís estrellado y vainilla; colar y reservar.
En una olla con agua, precocer el maíz; retirar, escurrir y rallar. Luego, moler finamente, tamizar y reservar.
Disolver el azúcar con la leche, agregar el maíz tamizado y llevar a cocción. Mientras se cocina, añadir el agua infusionada poco a poco, sin dejar de remover. Cocinar a fuego bajo durante aproximadamente una hora o hasta que la masa de maíz pierda el sabor a crudo.
Una vez cocida y espesa, retirar del fuego, dejar enfriar y está lista para servir acompañada de tajadas de queso y decorada de manjar de leche encima.
En Rocafuerte, se mantiene viva una tradición que endulza: las cocadas. Desde hace 25 años en la Av. Sucre, doña Hondina Delgado transforma coco seco, azúcar y leche condensada en tesoros dulces que evocan miles -si no millones- de recuerdos. La receta mezcla la historia de manos devotas de monjitas que llegaron hace más de un siglo, con ingredientes locales y crea un bocado que acompaña bodas, bautizos y festividades manabitas. O, simplemente, endulzar el momento.
En solo 30 minutos de preparación, las cocadas capturan la esencia de lo simple y lo delicioso. La técnica se basa en reducir lentamente el coco rallado con azúcar y agua, hasta que la mezcla espese y, finalmente, agregar la leche condensada para darle ese toque cremoso irresistible.
Rallar finamente los cocos secos y reservar.
En una cacerola grande, combinar el coco rallado, el azúcar y el agua.
Cocinar a fuego medio, removiendo ocasionalmente, hasta que el líquido se reduzca y la mezcla adquiera una consistencia espesa.
Agregar la leche condensada y continuar cocinando, removiendo, hasta que no quede líquido en la mezcla.
Retirar del fuego y, con una cuchara, tomar porciones de la mezcla y darle forma circular.
Hervir la leche con canela, clavos y dos tazas de azúcar. Dejar enfriar, cernir y reservar.
Llevar a la licuadora los guineos, los huevos y la vainilla. Licuar y volver a cernir.
Posteriormente, se carameliza el molde y se lleva al horno a baño de maría por una hora.
Refrigerar por veinticuatro horas y servir.
En un tazón, cremar azúcar, mantequilla y manteca vegetal. Agregar el huevo y la yema sin dejar de batir.
Dividir la harina en dos partes. Incorporar la primera parte a la preparación anterior y mezclar bien.
Añadir la segunda parte de la harina hasta formar una masa firme y manipulable.
Porcionar la masa en bolitas y colocar en una bandeja. Aplastar ligeramente las bolitas.
Hornear a 170°C durante quince minutos.
Retirar del horno y espolvorear azúcar impalpable.
En Rocafuerte, cuna de los dulces manabitas, doña María Esther Niemes era conocida por su maestría en la cocina y su recetario repleto de delicias. En su casa, el aroma del licor de piña destilado en el alambique familiar se mezclaba con el dulzor de sus postres, creando un ambiente mágico que marcó a Felipe, su nieto, desde niño.
Él es ahora un cocinero talentoso que sigue los pasos de su abuela, honrando su legado con cada preparación. Inspirado en los sabores y aromas en que creció, comparte la receta del flan de piña, como homenaje a su abuela, en una forma de mantener viva su herencia.
Rallar o licuar la piña sin agua para obtener su jugo, no debe de estar muy madura. Reservar.
En una olla, reducir el jugo de piña con azúcar hasta formar una especie de almíbar, enfriar y licuar con 8 huevos. Reservar.
Batir el resto de los huevos e incorporar la crema de leche (opcional), mezclar con la preparación reservada.
Realizar un caramelo utilizando azúcar, dejar enfriar. Incorporar la mezcla anterior.
Hornear a 90 °C durante dos horas a baño maría.
Finalmente, refrigerar por un día y servir.
¡Ah, la torta de maduro! No falta en una mesa manabita y nos lleva a añoranzas de épocas de en antes. Muchas familias son expertas en hacerla y, para satisfacción general, o abrieron restaurantes en que ofrecen este platillo o cuando la hacen dejan amarrar el burro. Siempre hay un secreto que va pasando, cual florón que está en mis manos, para seguirlo con cuidado. Los maduros, en su punto exacto de suavidad, se mezclan con el queso fresco manabita y una pizca de salprieta para darle un toque inigualable. La clave es servirla calientita, para que el queso se derrita. Platos como este nos llevan a los días en que todo era sencillo y delicioso y no escatiman en sabores ni en recuerdos.
Pelar los maduros y colocarlos en una olla. Agregar agua hasta cubrirlos junto con la pimienta dulce y la canela. Tapar con las cáscaras y poner a cocinar hasta que estén en su punto.
Una vez cocidos, colocar los maduros en un tazón y agregar los huevos, el polvo de hornear, crema de leche, esencia de vainilla y canela en polvo.
Batir la mezcla hasta que todo esté incorporado. Rectificar sabores y, si es necesario, añadir una o dos cucharadas de azúcar para ajustar el sabor.
Agregar la harina y continuar batiendo hasta obtener una mezcla homogénea. Luego, incorporar el queso rallado y mezclar nuevamente.
Verter la preparación en un molde rectangular previamente enmantequillado y enharinado.
Llevar al horno precalentado a 180 °C durante cuarenta y cinco minutos, o hasta que la mezcla esté dorada y esponjosa. Retirar del horno y dejar enfriar antes de servir.
En los tiempos de antes, la magia del caramelo no venía de un soplete ni de hornos modernos. Una vez frío el dulce de leche, se cubría con azúcar y papel manteca, y el toque final se daba con una plancha de hierro caliente, que iba derritiendo el azúcar, creando una capa dorada y crujiente que sellaba el sabor. ¡Textual! Se planchaba la leche.
La textura suave y cremosa es la esencia de este postre, pero la quieres más firme, con solo añadir dos yemas de huevo y la conviertes en un manjar listo para cortar y compartir.
Hervir la leche junto con la ramita de canela y azúcar a fuego medio.
Disolver la fécula de maíz en una taza de leche y agregar, removiendo constantemente para evitar que se pegue.
Cuando la mezcla espese, batir bien las yemas y añadirlas a la preparación, asegurándose de que esté a baja temperatura para que las yemas no se cocinen.
Una vez lista la mezcla, verterla en una bandeja y dejar enfriar en el refrigerador durante un mínimo de dos horas.
Después de enfriar, espolvorear azúcar sobre la superficie. Usar un papel manteca para cubrir la mezcla y aplicar una plancha caliente o un soplete para caramelizar el azúcar.
Para los suspiros de merengue, batir las tres claras de huevo con azúcar hasta que se formen picos firmes. Agregar un poco de ralladura de limón.
Finalmente, adornar la leche planchada con los suspiros de merengue y servir.
En Rocafuerte, el alfajor se cuece a fuego lento con el toque mágico de Hondina Delgado, una maestra en su elaboración desde 1999. Aunque su receta se remonta
a tiempos antiguos, fue ella quien le dio el giro innovador que lo hace único. El manjar se cocina solo con paleta de madera, como dictan los secretos de las monjitas que alguna vez llegaron al pueblo, trayendo consigo esta delicia. Y hay un toque final que hay que cumplirlo écolo cual: el polvo de galleta hecho con la misma masa que envuelve el alfajor lo envolverá antes de entrar al horno, como una caricia crujiente que guarda todo su sabor. Rocafuerte, con su aire de romería y sus callejuelas llenas de dulces, tiene en el alfajor a su rey indiscutible, que no falta en fiestas, eventos sociales, o simplemente, la gana de una golosina. ¡Parada obligada, como buen devoto del buen gusto!
Para la galleta: Mezclar en un recipiente el azúcar, manteca, yemas, bicarbonato, leche y colorante. Remover bien hasta integrar todos los ingredientes. Agregar poco a poco la harina hasta tener una masa manejable, se deja reposar unos veinte minutos para luego estirarla y hacer círculos pequeños. Los círculos de masa se ubican en latas previamente engrasadas para llevarlas al horno a 160 °C por treinta minutos.
Recorrer la ruta de Pedernales a Esmeraldas es como deslizarse por un cuadro viviente: paisajes verdes, montañas que se confunden con el cielo y el aroma inconfundible que escapa de los hornos manabitas. Hay el bullicio del camino y el vaivén de los viajeros, y siempre encontramos un horno encendido con muchines envueltos, listos para deleitar los sentidos.
Es un clásico manjar de yuca, versátil y generoso; lo mismo se saborea en un desayuno energético que en un antojo de media tarde.
La yuca, que ha sido compañera fiel en las mesas manabitas, sirve para salado y dulce, para platos fuertes y pequeños antojitos.
Asado lentamente y envuelto en hojas verdes, el muchín captura el sabor de la tierra y la esencia de la tradición en cada mordisco, invitando a disfrutar el camino como se disfrutan las cosas simples: con el corazón y el paladar abiertos.
Rallar la yuca fina y exprimirla.
Mezclar la yuca rallada con el queso rallado, mantequilla derretida, leche de coco y maduro majado.
Derretir la panela e incorporar a la mezcla.
Añadir la canela molida y el coco rallado.
Ensamblar en hojas de plátano en porciones, rellenar con queso cortado en tiritas y cerrar bien.
Hornear a 180 °C durante treinta y cinco minutos.
Rallar la yuca e incorporar el queso cortado en cubos, hacer una masa.
Calentar el agua y disolver la panela, agregar canela, dejar hervir, apagar y cernir.
Cortar la piña en cubitos y reservar; derretir la mantequilla en el almíbar de panela.
Incorporar y mezclar bien todos los ingredientes. Finalmente agregar el currincho.
Poner la mezcla en un molde forrado con la hoja de plátano y hornear a 180°C por cuarenta y cinco minutos.
60 minutos (tiempo de horneado, 45 minutos)
En un recipiente con agua tibia, disolver la levadura junto con el azúcar y dejar reposar hasta que espume. Derretir la mantequilla en un recipiente aparte. En un tazón grande, mezclar la leche de coco, el agua con levadura y la mantequilla derretida. En otro tazón, combinar la harina y la canela en polvo. Agregar la mezcla líquida a los ingredientes secos y amasar hasta obtener una masa homogénea. Porcionar la masa con una cuchara y dar forma redonda a cada porción, utilizando un cucharón como guía. Decorar con coco rallado al gusto. Llevar al horno precalentado a 160 °C durante 15 minutos, o hasta que estén doradas.
En Bahía de Caráquez, las hermanas Alicia de Viteri y María Pia Velasco se hicieron legendarias por su manjar de coco y enseñaron su receta a ahijadas y sobrinas. En la casa de las Velasco, un fogón especial albergaba una olla dedicada exclusivamente a esta preparación que conquistaba paladares y mantenía viva esta tradición.
Pelar el coco y raspar su carne. Extraer la leche de coco y reservar. Licuar el bagazo de coco junto con la leche extraída para hacer el zumo. Cernir la mezcla para obtener un líquido homogéneo. En una olla, combinar la leche de coco, el azúcar y la ramita de canela. Llevar a fuego muy bajo, removiendo constantemente para evitar que se pegue. Dejar reducir la mezcla a fuego lento, incorporando el zumo de coco, hasta obtener una textura espesa. Una vez alcanzada la consistencia deseada, retirar del fuego y dejar enfriar el manjar antes de servir.
En una olla, con el agua disolver la panela junto con la canela y dejar reducir la mezcla a la mitad.
Añadir el jugo de naranja (opcional) y la mantequilla, removiendo bien.
Retirar la mezcla del fuego y colar.
Incorporar la yuca previamente rallada a la mezcla de panela, asegurando que se integre bien.
Rallar y cortar en cubos el queso manaba, añadir ambos a la mezcla anterior.
Ensamblar porciones en las hojas de plátano, envolver y cocer en horno a baño maría a 80°C durante una hora.
Hace más de 60 años, don Reinaldo Molina Suárez se convirtió en un ícono de Manta con sus helados de coco artesanales. Con su carrito de helado, solía instalarse en la Avenida 2 y calle 10, vendía conos que refrescaban a todo el que pasaba. Al fallecer, su hijo Fernando tomó la posta, pero decidió innovar: creó el sánduche de helado, al combinar el cremoso helado de coco con pan fresco, comprando diariamente
veinte sucres de pan para satisfacer a los mantenses que se enamoraron de esta delicia.
En Canoa, este manjar evoca tardes de finca. Se preparan con la leche fresca de las vacas, separada especialmente para esta delicia, y se cocinan en una olla sobre el horno, dejando que el aroma de las hierbas y la leche inunde el ambiente.
Los niños, impacientes y curiosos, rondan alrededor, parándose de puntillas y tratando de asomarse para ver si ya están listos. Los más atrevidos intentan picar los huevitos en la olla caliente, aunque saben que hay que esperar a que enfríen, porque si se los comen así nomás, ¡el dolor de barriga no se los quita nadie!
Dnde se hacía bizcochuelo, se respiraba dulzura y tradición. Con manos firmes, pero llenas de ternura, la receta ha pasado de generación en generación. Con delantales llenos de harina y sonrisas cómplices, el secreto para que el bizcochuelo sea esponjoso era batir las claras a punto de nieve y añadir el azúcar poco a poco. ¿El resultado? Un bizcochuelo que se deshacía en la boca.
En su época, no había moldes sofisticados, solo papel de empaque de las fundas, cuidadosamente colocado debajo de la torta para que no se pegara. El toque mágico estaba en el amor con el que lo preparaba y que hoy es revivido por su nieta en un restaurante en Guayaquil.
Hervir la leche con la mitad del azúcar y dejar reducir casi a la mitad. Agregar ralladura de un limón y espolvorear harina. Cocinar a fuego lento, revolviendo constantemente, durante aproximadamente dos horas, o hasta que la mezcla adquiera una textura espesa similar a la de un manjar. Retirar del fuego y dejar enfriar.
Hervir los limones cinco veces, cambiando el agua después de cada hervor. Tras la primera cocción, retirar la pulpa de los limones. En las siguientes hervidas, retirar la espuma que se forme en la superficie. En la quinta cocción, preparar un almíbar con agua y azúcar. Dejar que se reduzca hasta alcanzar una consistencia de almíbar. Cocinar las cáscaras de limón en el almíbar hasta que estén brillantes. Luego, dejar enfriar y secar las cáscaras durante al menos dos días. Una vez secas, rellenar las cáscaras de limón con manjar y unir las dos mita- des. Dejar secar un día más. Finalmente, glasear los limones en azúcar y esperar a que el glaseado se endurezca antes de servir.
Rellenar las cáscaras de limón con manjar y unir las dos mita- des. Dejar secar un día más. Glasear los limones y colocarlos en una rejilla para que sequen hasta que el glaseado endurezca. Finalmente, envolver los limones en papel manteca.
El nombre, se dice que viene por la forma del bizcochuelo que, al enrollarse con manjar, recuerda un turbante, como el de un papa llamado Pío IX, a quien se apodaba Pionono. En la cocina manabita, estos bizcochos rellenos son la muestra de cómo el manjar puede elevar cualquier postre a otro nivel. Cada pionono es un pedacito de felicidad, un bizcochuelo esponjoso y un manjar suave que se desliza perfectamente. Es imposible no enamorarse de esos rollitos dulces.
Para el bizcichuelo:
Para el manjar de leche:
Para el bizcochuelo: Separar claras y yemas, y batir cada una con azúcar: las claras a punto de nieve con la mitad y las yemas con el resto hasta eliminar grumos; unir ambas mezclas, tamizar la harina y el polvo de hornear sobre esta mezcla e incorporar con movimientos envolventes. Verter en el molde previamente preparado y hornear a 160°C durante 30 minutos. Dejar enfriar y cortar en porciones o tiras largas. Reservar.
Para el manjar de leche: Licuar tres tazas de leche con el arroz previamente remojado y molido, reservar. Infusionar el resto de la leche con las especias por veinte minutos a fuego medio. Unir ambas preparaciones y cocinar a fuego medio durante una hora, removiendo constantemente hasta lograr la consistencia deseada. Dejar enfriar y reservar.
Para armar los piononos: Utilizar tiras o porciones de bizcochuelo, untar con manjar al gusto y enrollar con sumo cuidado.
Hervir la leche en una cacerola por aproximadamente dos horas junto con el azúcar y las galletas. Cuando empiece a espesar, agregar las yemas de huevo previamente batidas con un poco de la leche en un recipiente aparte (esto para que la leche que está hirviendo no se corte al momento de mezclar por el choque de temperatura).
Esta receta tiene sus raíces en el recetario manuscrito de Doña Judith Auxiliadora Jiménez Vera (+), la gran cocinera de esta familia portovejense. Sus manos daban vida a unos dulces que, aunque parecían alfajores, tenían una textura ligera y esponjosa que los hacía únicos, y de ahí su nombre: pomposas.
Doña Judith dejó su legado escrito entre las páginas de su recetario, convirtiendo la tradición familiar en un placer eterno para el paladar.
En una batidora cremar mantequilla y azúcar.
Cuando esté lista la mezcla añadir la yema del huevo. Luego incorporar leche y harina intercalando una parte de cada una hasta obtener una mezcla homogénea.
Retirar la mezcla de la batidora, porcionar en galletas y aplastarlas ligeramente.
Hornear a 150°C durante quince minutos. Retirar y dejar enfriar; colocar el dulce de guineo entre las galletas tipo alfajor. Finalmente, espolvorear el azúcar impalpable.
En la campiña manabita, el manjar de leche ha sido un dulce testigo del tiempo. Este postre ha recorrido generaciones, dejando un rastro dulce y suave que conecta a Calceta, Tosagua, Junín y Chone con un pasado que se mezcla en cada cucharada.
Doña Carmela, portadora de esta tradición, creció entre vacas y cántaros de leche. Sus abuelos y padres, todos ganaderos, le enseñaron que la leche fresca no se desperdicia. Para ella, el manjar de leche es un legado que hierve a fuego lento durante horas en una cocina llena de recuerdos y risas. Mientras revuelve la olla, cuenta cómo las monjas de la Orden Mercedaria, en Calceta, dejaron recetas que se propagaron a los cantones vecinos. Su secreto está en el arroz. Nada de harina de trigo. Su familia descubrió que el arroz, le da al manjar una textura única, más cremosa y reconfortante. Es un truco que su abuela le susurró al oído cuando apenas podía alcanzar la mesa, y que ella guarda como un tesoro.
Licuar tres tazas de leche con el arroz previamente remojado y molido. Reservar.
Infusionar el resto de leche con las especias a fuego medio durante veinte minutos.
Mezclar ambas preparaciones y dejar cocer a fuego medio durante un ahora o hasta que tenga la consistencia deseada, removiendo constantemente para evitar que se queme.
Debe dejar enfriar y servir con galletas, con bizcochuelo o simplemente comer sin acompañantes o almacenar.
Separar las claras de las yemas.
Batirlas hasta obtener el punto de nieve.
Calentar el azúcar y la miel hasta alcanzar punto caramelo; añadir en hilo a las claras y agregar el maní quebrado.
Extender en una placa, espolvorear con máchica, dejar enfriar y cortar en cuadritos o palitos.
Aplastar los guineos con un tenedor hasta obtener un puré.
Colocar en una paila a fuego medio.
Añadir el azúcar y la harina previamente disuelta en el zumo de naranja; revolver constantemente hasta que se reduzca su líquido y se obtenga una textura espesa y de color oscuro.
Nota: Este dulce es tan versátil que al reducir la cantidad de harina, y con una consistencia más ligera, puede ser utilizado en diversidad de recetas para comer solo y acompañado.
En época de cosecha, los árboles de grosella se llenan de pequeñas gemas verdes que brillan a la distancia, y en casa de doña Hercilia, esa vista anunciaba una deliciosa transformación. Era hora de preparar el dulce de grosella, un lujo para la gente sencilla. Las abuelas convertían las grosellas cosechadas en un dulce exquisito, cocinando en una gran paila para asegurarse de que todos recibieran su porción.
La textura fina y el sabor auténtico eran lo que se esperaba en el reparto de los envases de conserva, con parsimonia y lentamente, mas que sea uno pequeño, pero recibirlo era una satisfacción.
Preparar este dulce y luego consumirlo completa un disfrute sin chiripa. Todo fue realizado con trabajo duro y con la convicción de compartirlo en familia.
Remojar las grosellas en agua durante toda una noche.
Lavar las grosellas y ponerlas a hervir en agua limpia.
Retirar el agua una vez que haya hervido.
Colocar las grosellas en una olla y agregar el azúcar poco a poco, revolviendo de vez en cuando hasta que tomen un color oscuro, asegurando mantener su forma intacta.
Este es otro platillo de los muy famosos de doña Hercilia Vera de Arteaga, en Santa Ana, ¡y vaya que esa mujer sabía lo que hacía! Basta imaginarla con la yuca y el coco en mano, rallando con ese estilo manaba que ella tenía, contando entre risas que desde pelada ya le había tomado el gusto a la receta que su mamá le enseñó.
La cosa es que, en 1925, se casó y se fue a vivir a Sasay, y ahí siguió dándole duro al horno de leña, cocinando la famosa torta para su esposo y su prole.
No hay nada más sabroso que esa torta de yuca bien hecha, con su coco rallado, raspadura, y si tienes suerte, ¡hasta con queso y pasas, como hacen en otras partes de Manabí! El secreto está en la yuca: si es la indicada, la torta queda chiclosa y esponjosa, como debe ser.
Derretir la mantequilla en un sartén y reservar.
Llevar la panela o raspadura con el agua de coco al fuego para que se diluya.
En un tazón mezclar la yuca rallada con el coco, añadir la raspadura diluida y agregar la mantequilla derretida hasta lograr una masa uniforme.
Enmantequillar un molde y colocar la mezcla.
Luego, llevar al horno precalentado a 150 °C por unos cuarenta y cinco minutos.
Retirar y dejar enfriar, cortar en trozos y servir.
El “come y bebe” es como un fin de semana hecho bebida: fresco, colorido y perfecto para compartir. Se prepara todo el año, pero es en los fines de semana cuando realmente hace su magia, trayendo a la mesa lo mejor de las frutas de temporada. El nombre no podría ser más literal: comes la fruta, bebes el jugo, ¡y disfrutas el doble!.
Con solo 15 minutos de preparación, este clásico combina las frutas más frescas y jugosas, que se recogen maduras y en su punto perfecto. El truco es simple: usar fruta de temporada, especialmente entre julio y octubre, para que cada sorbo sea un festín tropical.
Picar la sandía, papaya y mandarinas en dados medianos; los guineos en rodajas. Verter en un recipiente grande.
Añadir el jugo de naranja previamente exprimido e incorporar el azúcar o miel de abeja.
Agregar dos cucharadas de esencia de vainilla; revolver y enfriar.
Nota: Los ingredientes del come y bebe dependen de la disponibilidad de las frutas de temporada, pudiendo incluirse una gran variedad de sabores, colores y texturas en esta deliciosa receta.
En días de cielos despejados y tardes de sol, la abuela se sentaba bajo la sombra del guayabo, y era allí donde la magia de la caspiroleta cobraba vida. Todos los nietos, como pollitos detrás de la gallina, se arremolinaban a su alrededor. Con una paciencia que solo las abuelas tienen, les entregaba a cada uno un canuto de caña bien firme, una tusa de maíz lavadita y con una latillita de caña incrustada en la punta. Escogía los huevitos de gallina criolla, que traía en un mateancho que alguna vez perteneció a su madre. “Primero le haces un huequito en la coronita del huevo, con cuidado, que no se te rompa”, les enseñaba. Los niños miraban atentos. Sacaban la clara con delicadeza y la echaban en el canuto. “Ahora agárrenlo bien fuerte entre las piernas y empiecen a batir con la tusa, despacito al principio y luego más rápido”, les decía. Batían y batían, hasta que la caspiroleta quedaba tan espesa que ya no caía del canuto. “¡Ya está lista!” decía con orgullo. Añadían azúcar y echaban la yema. Algunas veces, los más grandes pedían café pasado o chocolate, y cuando nadie miraba, un chorrito de currincho. No hacía falta cuchara, porque con la misma tusa la recogían y la saboreaban.
Limpiar el canuto de caña y calentarlo al fuego (opcional). Calentar la leche con la rajita de canela y el clavo de olor a fuego medio, revolver constantemente, cuando esté tibia retirar del fuego y reservar. En un canuto o vaso largo, colocar la clara y batirla con la tusa o tenedor hasta que empiece a espumar. Agregar el azúcar a la clara y continuar batiendo hasta alcanzar el punto de nieve.
Incorporar la yema de huevo y un chorrito de leche especiada (que previamente se enfrió), mezclando bien. Añadir un chorrito de café pasado y, si se desea, un poco de currincho o leche de chocolate. Revolver suavemente para integrar todos los ingredientes.
Nota: Si es para niños, intercambiar el currincho por leche con chocolate.
Entre los iches que tiene Manabí como marca de su ancestralidad, en los dulces está el troliche, tan delicioso como fácil de preparar. En Rocafuerte, lo ofrecen como un tesoro a quienes paran por los famosos dulces y hay huecas imperdibles.
La forma de hacer los dulces es herencia de monjas que llegaron a estas tierras y dejaron esta huella que la habilidad manabita hizo suya con ajustes porque no fue solo arremedar sino transformar los ingredientes locales en bocados exquisitos.
Se preparan todo el año y en sus inicios solo se moldeaban en forma de rombos, pero hoy se disfrutan también en versión redonda. ¿El secreto mejor guardado? la leche de moño, no pasteurizada, le da ese toque único y auténtico.
Colocar en una paila todos los ingredientes excepto la harina. Llevar al fuego y dejar reducir a la mitad.
Retirar las especias y diluir la harina con un poco de agua.
Agregar a esta mezcla la harina y revolver constantemente con una cuchara de madera, hasta que la masa se separe completamente de la paila.
El dulce debe perder el brillo y estar en el punto para retirarlo del fuego; hacer bolitas mientras se mantenga caliente o tibio para que sea manejable.
La historia del dulce de pitahaya comenzó casi por accidente, cuando la parroquia se llenó de más pitahayas rojas de las que sus habitantes podían comer.
Con el exceso de esta fruta, surgió la idea de transformarla en algo más que un simple bocadillo. En la dulcería local, empezó una aventura de prueba y error en la que cada intento se volvía más prometedor. La clave fue añadir piña, que con su acidez perfecta equilibró la dulzura intensa de la pitahaya, creando un postre espectacular y surgido de la pura innovación. Desde el 2020, este dulce ha conquistado los paladares, probando que, con ingenio y ganas de experimentar, las cosas buenas son posibles. Hoy, el dulce de pitahaya dejó de ser una solución a la sobrecosecha y es deleite de ingenio.
Picar la pulpa de pitahaya, e incorporar en una olla con el agua y azúcar. Dejar hervir por mínimo veinte minutos.
Agregar la harina y la esencia de pitahaya. Remover constantemente para que no se pegue a la olla. Mantener en el fuego por treinta y cinco minutos.
Licuar una parte de la piña con agua y agregarla a la olla.
Remover a fuego lento hasta obtener una textura suave. Dejar enfriar y servir.
El cake de guineo, delicia que ha encontrado su hogar en las comunidades de Banchal y Cascol, endulza los paladares de quienes transitan por la carretera Jipijapa-Guayaquil y por eso, sostiene la economía de muchas familias de la región.
Preparado con cariño y esmero, su secreto es el toque de limón o vinagre de guineo para evitar que la masa se oxide y conservar su color dorado.
Esta mezcla simple se transforma en un pan suave y fragante que se vende a orillas del camino, desde Paján hasta el límite con la provincia del Guayas.
El sencillo guineo se ha convertido en motor económico y es un placer irresistible para quienes transitan por estas vías.
Batir la mantequilla con el azúcar hasta obtener una mezcla cremosa. Añadir los huevos uno por uno; continuar batiendo e ir agregando el puré de guineo, la leche, harina, polvo de hornear, vainilla, zumo de limón y la pizca de sal. Continuar batiendo hasta obtener una mezcla homogénea. Verter la mezcla en un molde previamente enmantequillado; llevar al horno a 180 °C durante cuarenta y minutos, o hasta que esté en su punto. Finalmente, retirar, dejar enfriar y servir.
Nota: Para comprobar la cocción, insertar un palillo en el centro de la torta; si sale limpio, está listo.
La preparación es fácil, conseguir el ingrediente principal es más complicado. Si no, vaya y pregunte si hay pechiche. Este dulce se elabora durante la cosecha y como en todas las recetas tradicionales, hay un secreto que ha ido pasando a través de los tiempos: el pechiche debe hervirse hasta alcanzar su punto justo, sin perder su forma ni despegar la pulpa de la piel, logrando una textura jugosa que conquista los paladares más esquivos.
En casa de doña Hercilia, la tradición se mantenía viva gracias a Elvia, su fiel colaboradora, quien con amor y pasión aprendió a preparar este dulce único. Con la cosecha en las grandes canastas, la tarea recién empieza.
Lavar el pechiche y colocar en una olla con azúcar, añadir el agua hasta cubrirlo por completo.
Colocar en el fuego y cuando haya hervido suficiente la cáscara empezará a desprenderse.
Para ese punto, retirar del fuego, dejar enfriar y envasar. Si el frasco es de vidrio, mejor.
Nota: El dulce de pechiche se sirve solo o acompañado con queso manaba fresco o galletas de sal.
Llevar la leche, el azúcar y la canela a hervir en una olla a fuego medio, removiendo hasta que suelte el hervor.
Separar las claras de las yemas. Batir las claras con una pizca de sal a punto de nieve fuerte.
Bajar el fuego de la leche. Agregar cucharadas de claras batidas, evitando que la cuchara toque la leche. Usar otra cuchara limpia para bañarlas suavemente con la leche.
Retirar las claras con un colador y reservar en una fuente o bandeja.
Colar la leche. Batir las yemas y mezclarlas con la leche colada, llevándola de nuevo a cocción lenta, sin dejar que hierva para evitar que las yemas se cocinen.
Retirar del fuego y colar nuevamente, vertiendo sobre las claras. Espolvorear canela para adornar.
En los veranos de sequía y viento fuerte, los árboles de papaya no tienen tregua y, a menudo, terminan en el suelo, dejando regadas sus papayas lechosas.
En lugar de desperdiciarlas, en la parroquia de San Isidro del cantón Sucre se las aprovecha al máximo.
De esas papayas caídas nace el famoso latigazo, un dulce de papaya que, al rallarlo, queda en finas tiras, como pequeños látigos dulces. Este manjar es una ingeniosa respuesta a los rigores del clima, transformando la pérdida en una delicia única que endulza hasta los días más secos.
En una olla, poner a hervir el agua con la especería y en ella diluir la panela. Reservar. Realizar cortes sobre la papaya para poder deslechar, previo a ello lavar. Pelar y rallar la papaya en tiras largas. En una olla, agregar la papaya e integrar el agua colada ya sin especiería. Mantener en cocción hasta formar una especie de mermelada.
Infusionar el agua con la canela, clavo de olor, pimienta dulce, anís estrellado y vainilla; colar y reservar.
En una olla con agua, precocer el maíz; retirar, escurrir y rallar. Luego, moler finamente, tamizar y reservar.
Disolver el azúcar con la leche, agregar el maíz tamizado y llevar a cocción. Mientras se cocina, añadir el agua infusionada poco a poco, sin dejar de remover. Cocinar a fuego bajo durante aproximadamente una hora o hasta que la masa de maíz pierda el sabor a crudo.
Una vez cocida y espesa, retirar del fuego, dejar enfriar y está lista para servir acompañada de tajadas de queso y decorada de manjar de leche encima.
En Rocafuerte, se mantiene viva una tradición que endulza: las cocadas. Desde hace 25 años en la Av. Sucre, doña Hondina Delgado transforma coco seco, azúcar y leche condensada en tesoros dulces que evocan miles -si no millones- de recuerdos. La receta mezcla la historia de manos devotas de monjitas que llegaron hace más de un siglo, con ingredientes locales y crea un bocado que acompaña bodas, bautizos y festividades manabitas. O, simplemente, endulzar el momento.
En solo 30 minutos de preparación, las cocadas capturan la esencia de lo simple y lo delicioso. La técnica se basa en reducir lentamente el coco rallado con azúcar y agua, hasta que la mezcla espese y, finalmente, agregar la leche condensada para darle ese toque cremoso irresistible.
Rallar finamente los cocos secos y reservar.
En una cacerola grande, combinar el coco rallado, el azúcar y el agua.
Cocinar a fuego medio, removiendo ocasionalmente, hasta que el líquido se reduzca y la mezcla adquiera una consistencia espesa.
Agregar la leche condensada y continuar cocinando, removiendo, hasta que no quede líquido en la mezcla.
Retirar del fuego y, con una cuchara, tomar porciones de la mezcla y darle forma circular.
Hervir la leche con canela, clavos y dos tazas de azúcar. Dejar enfriar, cernir y reservar.
Llevar a la licuadora los guineos, los huevos y la vainilla. Licuar y volver a cernir.
Posteriormente, se carameliza el molde y se lleva al horno a baño de maría por una hora.
Refrigerar por veinticuatro horas y servir.
En un tazón, cremar azúcar, mantequilla y manteca vegetal. Agregar el huevo y la yema sin dejar de batir.
Dividir la harina en dos partes. Incorporar la primera parte a la preparación anterior y mezclar bien.
Añadir la segunda parte de la harina hasta formar una masa firme y manipulable.
Porcionar la masa en bolitas y colocar en una bandeja. Aplastar ligeramente las bolitas.
Hornear a 170°C durante quince minutos.
Retirar del horno y espolvorear azúcar impalpable.
En Rocafuerte, cuna de los dulces manabitas, doña María Esther Niemes era conocida por su maestría en la cocina y su recetario repleto de delicias. En su casa, el aroma del licor de piña destilado en el alambique familiar se mezclaba con el dulzor de sus postres, creando un ambiente mágico que marcó a Felipe, su nieto, desde niño.
Él es ahora un cocinero talentoso que sigue los pasos de su abuela, honrando su legado con cada preparación. Inspirado en los sabores y aromas en que creció, comparte la receta del flan de piña, como homenaje a su abuela, en una forma de mantener viva su herencia.
Rallar o licuar la piña sin agua para obtener su jugo, no debe de estar muy madura. Reservar.
En una olla, reducir el jugo de piña con azúcar hasta formar una especie de almíbar, enfriar y licuar con 8 huevos. Reservar.
Batir el resto de los huevos e incorporar la crema de leche (opcional), mezclar con la preparación reservada.
Realizar un caramelo utilizando azúcar, dejar enfriar. Incorporar la mezcla anterior.
Hornear a 90 °C durante dos horas a baño maría.
Finalmente, refrigerar por un día y servir.
¡Ah, la torta de maduro! No falta en una mesa manabita y nos lleva a añoranzas de épocas de en antes. Muchas familias son expertas en hacerla y, para satisfacción general, o abrieron restaurantes en que ofrecen este platillo o cuando la hacen dejan amarrar el burro. Siempre hay un secreto que va pasando, cual florón que está en mis manos, para seguirlo con cuidado. Los maduros, en su punto exacto de suavidad, se mezclan con el queso fresco manabita y una pizca de salprieta para darle un toque inigualable. La clave es servirla calientita, para que el queso se derrita. Platos como este nos llevan a los días en que todo era sencillo y delicioso y no escatiman en sabores ni en recuerdos.
Pelar los maduros y colocarlos en una olla. Agregar agua hasta cubrirlos junto con la pimienta dulce y la canela. Tapar con las cáscaras y poner a cocinar hasta que estén en su punto.
Una vez cocidos, colocar los maduros en un tazón y agregar los huevos, el polvo de hornear, crema de leche, esencia de vainilla y canela en polvo.
Batir la mezcla hasta que todo esté incorporado. Rectificar sabores y, si es necesario, añadir una o dos cucharadas de azúcar para ajustar el sabor.
Agregar la harina y continuar batiendo hasta obtener una mezcla homogénea. Luego, incorporar el queso rallado y mezclar nuevamente.
Verter la preparación en un molde rectangular previamente enmantequillado y enharinado.
Llevar al horno precalentado a 180 °C durante cuarenta y cinco minutos, o hasta que la mezcla esté dorada y esponjosa. Retirar del horno y dejar enfriar antes de servir.
En los tiempos de antes, la magia del caramelo no venía de un soplete ni de hornos modernos. Una vez frío el dulce de leche, se cubría con azúcar y papel manteca, y el toque final se daba con una plancha de hierro caliente, que iba derritiendo el azúcar, creando una capa dorada y crujiente que sellaba el sabor. ¡Textual! Se planchaba la leche.
La textura suave y cremosa es la esencia de este postre, pero la quieres más firme, con solo añadir dos yemas de huevo y la conviertes en un manjar listo para cortar y compartir.
Hervir la leche junto con la ramita de canela y azúcar a fuego medio.
Disolver la fécula de maíz en una taza de leche y agregar, removiendo constantemente para evitar que se pegue.
Cuando la mezcla espese, batir bien las yemas y añadirlas a la preparación, asegurándose de que esté a baja temperatura para que las yemas no se cocinen.
Una vez lista la mezcla, verterla en una bandeja y dejar enfriar en el refrigerador durante un mínimo de dos horas.
Después de enfriar, espolvorear azúcar sobre la superficie. Usar un papel manteca para cubrir la mezcla y aplicar una plancha caliente o un soplete para caramelizar el azúcar.
Para los suspiros de merengue, batir las tres claras de huevo con azúcar hasta que se formen picos firmes. Agregar un poco de ralladura de limón.
Finalmente, adornar la leche planchada con los suspiros de merengue y servir.
En Rocafuerte, el alfajor se cuece a fuego lento con el toque mágico de Hondina Delgado, una maestra en su elaboración desde 1999. Aunque su receta se remonta
a tiempos antiguos, fue ella quien le dio el giro innovador que lo hace único. El manjar se cocina solo con paleta de madera, como dictan los secretos de las monjitas que alguna vez llegaron al pueblo, trayendo consigo esta delicia. Y hay un toque final que hay que cumplirlo écolo cual: el polvo de galleta hecho con la misma masa que envuelve el alfajor lo envolverá antes de entrar al horno, como una caricia crujiente que guarda todo su sabor. Rocafuerte, con su aire de romería y sus callejuelas llenas de dulces, tiene en el alfajor a su rey indiscutible, que no falta en fiestas, eventos sociales, o simplemente, la gana de una golosina. ¡Parada obligada, como buen devoto del buen gusto!
Para la galleta: Mezclar en un recipiente el azúcar, manteca, yemas, bicarbonato, leche y colorante. Remover bien hasta integrar todos los ingredientes. Agregar poco a poco la harina hasta tener una masa manejable, se deja reposar unos veinte minutos para luego estirarla y hacer círculos pequeños. Los círculos de masa se ubican en latas previamente engrasadas para llevarlas al horno a 160 °C por treinta minutos.
Recorrer la ruta de Pedernales a Esmeraldas es como deslizarse por un cuadro viviente: paisajes verdes, montañas que se confunden con el cielo y el aroma inconfundible que escapa de los hornos manabitas. Hay el bullicio del camino y el vaivén de los viajeros, y siempre encontramos un horno encendido con muchines envueltos, listos para deleitar los sentidos.
Es un clásico manjar de yuca, versátil y generoso; lo mismo se saborea en un desayuno energético que en un antojo de media tarde.
La yuca, que ha sido compañera fiel en las mesas manabitas, sirve para salado y dulce, para platos fuertes y pequeños antojitos.
Asado lentamente y envuelto en hojas verdes, el muchín captura el sabor de la tierra y la esencia de la tradición en cada mordisco, invitando a disfrutar el camino como se disfrutan las cosas simples: con el corazón y el paladar abiertos.
Rallar la yuca fina y exprimirla.
Mezclar la yuca rallada con el queso rallado, mantequilla derretida, leche de coco y maduro majado.
Derretir la panela e incorporar a la mezcla.
Añadir la canela molida y el coco rallado.
Ensamblar en hojas de plátano en porciones, rellenar con queso cortado en tiritas y cerrar bien.
Hornear a 180 °C durante treinta y cinco minutos.
Rallar la yuca e incorporar el queso cortado en cubos, hacer una masa.
Calentar el agua y disolver la panela, agregar canela, dejar hervir, apagar y cernir.
Cortar la piña en cubitos y reservar; derretir la mantequilla en el almíbar de panela.
Incorporar y mezclar bien todos los ingredientes. Finalmente agregar el currincho.
Poner la mezcla en un molde forrado con la hoja de plátano y hornear a 180°C por cuarenta y cinco minutos.
60 minutos (tiempo de horneado, 45 minutos)
En un recipiente con agua tibia, disolver la levadura junto con el azúcar y dejar reposar hasta que espume. Derretir la mantequilla en un recipiente aparte. En un tazón grande, mezclar la leche de coco, el agua con levadura y la mantequilla derretida. En otro tazón, combinar la harina y la canela en polvo. Agregar la mezcla líquida a los ingredientes secos y amasar hasta obtener una masa homogénea. Porcionar la masa con una cuchara y dar forma redonda a cada porción, utilizando un cucharón como guía. Decorar con coco rallado al gusto. Llevar al horno precalentado a 160 °C durante 15 minutos, o hasta que estén doradas.
En Bahía de Caráquez, las hermanas Alicia de Viteri y María Pia Velasco se hicieron legendarias por su manjar de coco y enseñaron su receta a ahijadas y sobrinas. En la casa de las Velasco, un fogón especial albergaba una olla dedicada exclusivamente a esta preparación que conquistaba paladares y mantenía viva esta tradición.
Pelar el coco y raspar su carne. Extraer la leche de coco y reservar. Licuar el bagazo de coco junto con la leche extraída para hacer el zumo. Cernir la mezcla para obtener un líquido homogéneo. En una olla, combinar la leche de coco, el azúcar y la ramita de canela. Llevar a fuego muy bajo, removiendo constantemente para evitar que se pegue. Dejar reducir la mezcla a fuego lento, incorporando el zumo de coco, hasta obtener una textura espesa. Una vez alcanzada la consistencia deseada, retirar del fuego y dejar enfriar el manjar antes de servir.
En una olla, con el agua disolver la panela junto con la canela y dejar reducir la mezcla a la mitad.
Añadir el jugo de naranja (opcional) y la mantequilla, removiendo bien.
Retirar la mezcla del fuego y colar.
Incorporar la yuca previamente rallada a la mezcla de panela, asegurando que se integre bien.
Rallar y cortar en cubos el queso manaba, añadir ambos a la mezcla anterior.
Ensamblar porciones en las hojas de plátano, envolver y cocer en horno a baño maría a 80°C durante una hora.
Lo de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, en lo que hoy es Manabí se aplica a los navegantes marítimos que fueron intercambiando conocimientos y haciendo de las culturas aborígenes pioneras en su organización y formas de vida.
La cultura Valdivia, famosa por las figuritas femeninas a las que hemos llamado Venus, lo era también por otros aspectos, como el uso de red y arpón para pescar. Eso ha ameritado estudios como el del arqueólogo inglés Richard Lunnis, quien da clases en la Universidad Técnica de Manabí.
Nos cuenta que hace 6.000 años el anzuelo fue de madre perla e hilos de algodón para amarrarlo. La prueba-error con que aprendemos los humanos llevó luego a usar un anzuelo de conchas y la cultura manteña ya recurrió al cobre. ¿Sorprendidos? Pues sepan que los Manteños (600-1.530 antes de nuestra era), trabajaban ya con metales a más de ser expertos navegantes y comerciantes. De su talento surgió la balsa de caña que llegó hasta las costas de Perú y Chile. Llevaron y trajeron conocimientos desde ultramar que se vieron, por ejemplo, en la arquitectura que desarrollaron que incluía complejas estructuras con terrazas artificiales y espacios ceremoniales para rendir culto a Umiña, la diosa representada por una gran esmeralda. Pero volvamos a las balsas: las había pequeñas y grandes, canoas, bongos y otras. Las manejaban con remos y sus constructores históricos mantuvieron la madera liviana de la balsa para construirla.
Tan buenas eran que solamente fue por los años 70 del siglo pasado que empezaron a reemplazar las naves artesanales por barcas de fibra de vidrio y con motor fuera de borda. Nos lo cuenta en amena conversación Joselías Sánchez, historiador de la cultura manteña. Hoy, el uso de la tecnología también cambió la forma de pescar. El GPS reemplazó al sistema de radio y las baterías, a los mecheros que señalaban la ubicación de las redes.
“Pero esta actividad nos sigue enfrentando a la inmensidad y a los peligros del mar”, nos dice Juan Pincay, pescador desde los 12 años en Puerto López. Con 700 u 800 anzuelos, los pescadores se lanzan al mar y pescan corvina y cabezudo.
Y si no hay cardúmenes mar adentro, hacen la pesca de roca y consiguen extraer perela, un pescado con muchas escamas, y cachetes rosados, que tiene gran demanda. Para encontrar toda variedad y encontrar explicación para la gastronomía tan diversa, basta ir a “Playita mía”, el mercado en Tarqui, de Manta. Están bien organizados y Jhon Vera, dirigente de una de las once asociaciones, medio quejándose medio contando dice que la pesca pata a pata alejaalos pescadores de la playa y los lleva mar adentro, y que ahí permanecen cuatro días. Cuando regresan, la playa se llena de picudos, albacoras, camotillo y dorados que salen para consumo desde las embarcaciones.
Entra entonces el engavetado, que es como llaman a la clasificación del pescado en cajas de plástico para venta por todo Manabí y el Ecuador. Lo que se queda en el mercado pasa a la limpieza. Don Wilmer Estrada tiene 20 años abriendo pescados, grandes y pequeños, según quiera el cliente. “Este señor tiene tanta experiencia que lo llevé a la universidad, donde doy clases y dio una lección práctica, es una persona de mucha experiencia”, dice María Cecilia Cedeño, experta en platos manabitas y con restaurante propio en Manta. No solo es mercado. En “Playita mía” la zona gastronómica ofrece de todo: encebollado, ceviche de pinchagua, majada con albacora o con bonito, aserrín, que es un desmenuzado con toyo, el chicharrón, sopas, manizados, picaditos de atún, pescado hornado, bolas rellenas, camotillo en variadas presentaciones…
Ahí llegan manabitas y extranjeros donde “del mar a la
mesa” aplica en todo su esplendor.
En la gastronomía, no solo la comida de sal tiene anécdotas. También la de dulce y sus primeras evidencias se remontan a la prehistoria en que ya se disfrutaba de miel silvestre. Con el tiempo aparecieron formas elaboradas, como en Egipto y Grecia, donde creaban golosinas con frutas, nueces y especias. Y dicen que de la India provino el caramelo.
En Chone, hay un dulce consagrado, transformado en un rico helado artesanal. “Si pasaste por Chone y no probaste un helado artesanal de crema, coco o chocolate, no sabes de lo que te perdiste”, suele decirse ante este imperdible que a más de uno ha obligado a regresar. Es un negocio que se mantiene desde hace más de 60 años, en diaria lucha frente a los helados industriales.
Lo fundó don Antonio Carranza Zambrano, cuando la competencia era de carretas con helado en las salidas de escuelas y colegios. Al pasar los años, el negocio se hizo familiar y gracias a él han subsistido sus seis hijos y sus descendientes. La base del helado es la leche, directamente de las haciendas ganaderas, de ninguna manera industrializada. Se le unen sabores de frutas o de chocolate. Añaden azúcar y a veces pasas, y lo ponen a hervir en grandes recipientes. Luego del enfriamiento, van a la refrigeración. Para que el sabroso helado soporte el calor por más tiempo, acomodan tachos cilíndricos en el triciclo en que salen a vender y alrededor ponen hielo y sal para que el helado permanezca en su estado ideal hasta por seis horas. Los cinco varones salen a vender. Dos se ubican estratégicamente a las entradas de los bancos Comercial de Manabí y BanEcuador. Tres recorren la ciudad. Son conocidos en todo el cantón.
Muchos, a la segura, pasan por la casa de los Carranza, sede del refrescante negocio, en Colón y 24 de Julio de Chone, solicitando su sabor predilecto. Los descendientes de don Antonio, ya fallecido, recuerdan con cariño la picardía de su padre que le llamaba “mosca” a la pasa y “ají” a la mermelada de piña que ponía encima de los helados. “¿Quiere con mosca o con ají?”, preguntaba a los clientes y casi todos lo festejaban y hacían su elección. Pero no faltaron neófitos en esta tradición que reclamaban airadamente sobre poner un insecto o picante a un helado. Cuando finalmente llegaba la explicación, todo terminaba en carcajadas.
Y en Rocafuerte, hay bocadillos muy apreciados que endulzan la vida al degustarlos. Por la historia oral, sin mucho documento de sustento, pero con sabores que atestiguan, nos llega que en el siglo XIX vinieron a Rocafuerte, monjitas de origen francés, que, a más de catequizar, traían en su bagaje formas de elaborar dulces europeos, como turrones y alfajores. (Hay quienes afirman que los dulces ya existían en Rocafuerte y que las religiosas solo afinaron esta habilidad. Pero de esta afirmación, hay menos sustentos, por lo que volveremos a la referida a las monjitas).
A la vez que introducían valores cristianos y daban clases de bordado, sus dones culinarios se enraizaron hasta convertirse en tradición. Y a los dulces y pasteles se añadían ingre dientes autóctonos como panela, frutas tropicales y -por su- puesto- el maní (si no, no sería Manabí).
Las recetas salían del convento a través de las mujeres de la comunidad y fue tan fuerte su huella que Rocafuerte es hoy la capital de los dulces manabitas y famosa en los confines nacionales.
Se iba forjando la identidad culinaria que se mantiene viva en las dulcerías de Rocafuerte, donde diferentes familias producen y expenden sus dulces en negocios reconocidos. Uno de ellos es “Los Almendros”, entrando a la ciudad, desde el norte. Su propietaria es la reconocida Hondina Delgado Vélez.
Generosa en su sabiduría, enseña a quien interese cómo fabricar huevos moyos, suspiros, pristiños, cocadas, alfajores, bolitas de camote, galletitas de almidón, bizcochuelos, yoyos, manjares de leche, conitos, dulces de guineo y de piña… Y la lista es larga: son casi cien variedades. Otros dicen que trescientas. Y les diré: no basta con que nos comparta la receta.
En dos espacios amplios, diligentes mujeres escogen ingredientes, elaboran masas, revisan hornos, ubican moldes, agregan azúcar, colocan envoltorios, catan…
Ya listos, unos van al mostrador y otros a pedidos sea de la provincia o fuera de ella. Frente al establecimiento, cada día, centenares de vehículos cumplen con el ritual, a manera de romería, de comprar los famosos dulces de Rocafuerte y se van más que satisfechos.
El amorfino es esencia en la identidad montuvia manabita. Este verso popular, derivado de la copla española, la única regla que sigue es emocionar a quienes lo escuchan. Cada casa campesina tiene su amorfinero en potencia, pero hay personajes que han llevado esta expresión a otro nivel.
Pedro Florentino Valdez, nacido en las montañas de Chone, en el siglo XIX, era un poeta natural que, sin saber leer ni escribir, decía con orgullo:
“Mis poesías son naturales/ luz que Dios me concedió/ inocente vine al mundo/ y el mundo no me ilustró”.
Con su talento innato, demostraba que la poesía no necesita educación formal para ser auténtica. Lo que sí exigía era jarto sentimiento. El inolvidable Dumas Mora Montesdeoca, de Calceta, recorría Manabí con sus versos, combinando comida y poesía de manera magistral:
“Qué rico el arroz con pollo/ y su viche de maní/ pero un café con un bollo/ a cualquiera hace feliz”.
Hay quienes lo hicieron a través de personajes como Raymundo Zambrano, con su Don Pascual:
“Si a cocinar yo me atrevo/no crean que soy metiche/ para mí no es nada nuevo/prepararles un corviche”.
Gloria de Lourdes Moreira, desde Vargas Torres de Tosagua, sigue improvisando amorfinos con la sabiduría de sus 84 años:
“Yo soy abuela del campo/soy montuvia y soy partera/ por eso el amor que tengo/no se lo doy a cualquiera”.
¡Dejenaante era común que los amorfineros recorrieran los campos, manteniendo viva la llama de nuestra identidad oral! Para muestra, varios botones:
“El plátano barraganete/es bueno pero pintón/el hombre para querer/ no ha de ser tan conversón” (Lorenza Párraga Loor, cantón Bolívar).
“Soy como el frijolito/ regando y echando flores/ porque me ves muy viejita/ no creas no sé de amores” (Santa del Socorro Ávila, Charapotó).
“En mi monte hay una flor/ que huele a pintón asado/ así huele mi amorcito/ cuando lo tengo abrazado” (Flavio Zambrano Macías, Jama).
Y en contrapunto, simbólicamente enfrentados hombre y mujer, con versos irónicos o de tonos muy elevados, causan algarabía en los presentes:
El desafío: “Los hombres de este tiempo/ son como la paja seca/no tienen para el arroz/ y menos pa la manteca”.
La respuesta: “Tengo para el arroz/ y también pa la manteca/y me sobran cuatro reales/ para darle a las coquetas” (Ramona Hilda Gutiérrez).
El desafío: “Yo soy la media naranja/yo soy la naranja entera/ yo soy el limón entero/ pero no para cualquiera”.
La respuesta: “Yo soy la media naranja/yo soy el limón entero/ mejores naranjas he visto/huaqueadas de carpintero” (Rosa Bazurto Vélez).
Justo es reconocer a quienes han impulsado e impulsan la oralidad manabita, y con ella la difusión de la comida ancestral. Don Manuel Espinales, ya fallecido, encarnó a un personaje popular, don Patricio de Maconta, que llevó alegría con versos y dichos populares. Lo hizo también Antonio Pico, folclorista, quien, en la Casa de los Abuelos, una construcción montuvia patrimonial en la vía hacia Ayacucho de Santa Ana, ha llevado adelante programas que han concitado la atención del país. Lo suyo cumple Eumeny Álava, maestro y difusor de la cultura montuvia. Sus festivales sobre la comida ancestral, en la finca Colinas del Sol de Calceta, son demostración de valores e identidad. ¡Cómo no mencionar a José Cedeño Guzmán! Este calcetense, conocido artísticamente como Piloso, con su propuesta musical que apunta a destacar los valores identitarios de Manabí. Búsquelo y óigalo. Angelita Zevallos, gestora cultural, ha dedicado años de investigación a la tradición oral manabita y publicó un libro sobre el tema que ha sido como pan caliente. Están Yuri Palma, maestro universitario, músico e investigador de las raíces montuvias; Eduardo Mendoza Vera, a través de su música ha destacado el valor del amorfino como identidad del montuvio y Alberto Miranda, gestor cultural y motivador con su colectivo Fortaleza de la Identidad Manabita.
Ustedes sabrán perdonar
Si de alguno yo me olvido
Que ocurra no fue intención
A todos, mi devoción.
¡Qué hermosa es la tierra de Manabí! Lo afirman poetas, cantores y todos los que han tenido el privilegio de recorrerla. En ella, nacen “inventos” y “travesuras” que, de a poco, se convierten en parte del Ecuador y luego se dispersan por el mundo.
Uno de estos eventos ocurrió en mayo de 1970, un tiempo de incertidumbre y dictadura en el país. La historia que les voy a contar tuvo lugar en la casa de la familia Orlando Zavala, en Jipijapa.
En una típica reunión manabita, donde cualquier pretexto es válido para celebrar un cumpleaños, un aniversario, la despedida de un ser querido, o simplemente la dicha de estar vivos se congregaron hombres y mujeres, madres y tías, padres, sobrinos y nietos, disfrutando de la tarde y anticipando, como es costumbre por estos lares, una gran comilona.
El aroma del viche ya comenzaba a invadir la casa, esparciéndose desde la cocina donde las damas de la familia, como era la tradición, se encargaban de su preparación.
Fue entonces cuando el joven Rodrigo Alejo Orlando Zavala, conocido como Alejito, de apenas 30 años, se dejó llevar por el hechizo de ese aroma irresistible y, como si estuviera poseído por una idea repentina, se dirigió a la cocina.
Con la seriedad de un científico a punto de realizar un gran descubrimiento, Alejito observó el pescado, luego posó su mirada en los ingredientes listos para ser añadidos a la olla, y, como impulsado por una inspiración divina, tomó el pescado crudo, lo encurtió y lo preparó con limón y sal.
Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero cuando el plato estuvo listo, se le ocurrió añadir un poco de líquido de maní, lo mezcló cuidadosamente y luego lo probó.
¿Adivinan lo que pasó? El sabor era extraordinario, pero necesitaba confirmarlo, así que ofreció su creación a las damas de la cocina y luego a los familiares que conversaban en la sala. Las expresiones de aprobación fueron inmediatas, y todos abrazaron emocionados al autor de tan importante hallazgo (que el tiempo confirmaría como tal).
Generoso como siempre, Alejito decidió que su “travesura” podía gustar al resto de la gente, y al día siguiente habló con un sobrino que administraba una gasolinera a la salida de la ciudad, frente al colegio “Alejo Lascano”.
Le contó su proyecto: vender ceviche con el nuevo ingrediente.
Sin dudarlo, su sobrino le cedió sin costo el pequeño bar que estaba desocupado en la gasolinera.
Era el lugar perfecto, como si el destino lo hubiera decidido. Sus primeros clientes fueron los conductores de buses que se detenían a cargar combustible y los profesores y estudiantes del colegio.
El ceviche de Alejito se hizo tan popular que, tras un año en ese lugar, su fama lo siguió hasta el nuevo local que instaló en la planta baja de la casa de sus padres, en Bolívar y Ricaurte, cerca de un mercado de mariscos. No hizo falta ponerle nombre al negocio ni anunciar su nueva dirección. “Vamos a comer el ceviche de Alejito” ya era un refrán popular.
En aquellos días, el ceviche costaba un sucre, y Alejito prefería el dorado como pescado principal. Seguía el ritual: pescado encurtido con limón, sal, cilantro, cebolla y ese toque mágico de jugo de maní. Lo servía con galletas cuadradas de “La Universal” o con pequeñas roscas, nunca con chifle. Para refrescar, ofrecía tres marcas de colas.
Su invención no tardó en convertirse en una tradición culinaria en Jipijapa, y de ahí se extendió a toda Manabí y al Ecuador entero. Incluso cruzó fronteras, como lo demuestra el famoso chef Jorge Rausch, quien en su canal de YouTube hace su propia interpretación del ceviche Jipijapa.
Alejito no se hizo rico con su invento, aunque familias enteras se admiraban de la calidad y sabor de su producto. Muchos lo animaron a trasladarse a Guayaquil para abrir su negocio allí, vaticinándole que pronto sería dueño de un edificio de tres pisos. Pero él siempre respondía: “Prefiero quedarme aquí, tranquilo”.
Y así lo hizo. A sus 84 años, Alejito Orlando siente la satisfacción de que su idea, nacida en una reunión familiar, germinó y se esparció por todos lados. Nunca guardó la prepa- ración como secreto y fue siempre generoso con sus colegas y con quienes lo visitaron hasta que mantuvo su local. Hoy, el ceviche con maní de Jipijapa se disfruta en lugares lejanos. Aunque no todos sepan su origen, en cada cucharada está presente el legado de Alejito.
Históricamente, los pueblos costeros manabitas mantuvieron su condición de navegantes, lanzando sus balsas al mar en busca de destinos a veces muy lejanos. Tierra adentro, los grupos humanos ubicados cerca de los ríos convirtieron estos cauces en sistemas de conectividad comercial y cultural. Destacaron como navegantes fluviales los balseros de los ríos Portoviejo y Carrizal. Del río Portoviejo, Teodoro Wolf, sabio alemán que vivió entre 1841 y 1924, dijo que “no es navegable, tanto por la escasez de agua, cuanto por ser demasiado torrentoso”. La observación del maestro, quien fue profesor de la Escuela Politécnica Nacional, la realizó en verano, cuando en los ríos manabitas disminuye dramática- mente el caudal, resultado de la falta de lluvias, ya que no son torrentes que nacen de deshielos. Lo cierto es que desde el siglo XIX, intrépidos navegantes hacían recorridos por el río, desde Santa Ana hasta Portoviejo, llegando al puerto ubica- do en lo que hoy es el parque Mamey. Eran viajes comercia- les, los campesinos llevaban sus productos cosechados en la montaña a venderlos en el centro urbano. En el trayecto, iban haciendo paradas para vender o para saludar a docenas de personas que los aclamaban.
La bajada de las balsas era una verdadera fiesta. Eran viajes motivantes, porque iban de pasajeros los cultivadores de versos y guitarras, y bellas damitas vestidas de trajes multicolores.
Se escuchaban amorfinos:
“Clavelito colorado/Clavelito carmesí/ni en sueños había pensado/que mi amor estaba aquí”. “Si tú me das a beber/que sea desde tu boca/ese manjar tan divino/ que babeo me provoca”. “Dame negrita del alma/mi taza de chocolate/complace a este corazón/que solo de verte late”
“Silencio, quiero silencio/para remediar mis males/que en momentos como este/el silencio es lo que vale”. “Dices que quieres silencio/y que te tapas la oreja/yo quiero que me respondas/si quieres ser mi pareja”.
Y así transcurría el viaje, hasta que la balsa atracaba en el puerto Mamey, donde con algarabía la gente recibía los productos. A veces una banda de pueblo animaba el momento y se armaba la pachanga.
La costumbre pervivió hasta promediar los 60 del siglo pasado. Sin embargo, las balsas han hecho presencia en bajadas organizadas por colectivos culturales, y quien más ha impulsado esta actividad en el río Portoviejo es el folclorista Antonio Pico. Algo parecido ocurría con el río Carrizal. Se repetía la historia: los campesinos llegaban desde lejos y eran recibidos por centenares de compradores, deseosos de adquirir los productos de montaña adentro. La tradición en Calceta se ha mantenido con regularidad. Allí, el municipio y otros entes administrativos han impulsado, año a año, el Festival del Balsero del Carrizal para que la tradición no muera. Las embarcaciones, construidas con palo de balsa y caña guadúa, ataviadas vistosamente y transportando variados productos, realizan sus recorridos de aproximadamente cinco kilómetros para llegar a las inmediaciones del puente. Se elige a la mejor balsa y a la madrina más bonita entre las pasajeras de cada embarcación, que van ataviadas de preciosos vestidos campesinos. La gente se ubica lo mejor que puede y vitorea a sus balsas preferidas, mientras consume platos tradicionales de Calceta y Manabí. Se dice que la llegada de las carreteras y la construcción de las represas afectaron la navegación por los ríos Portoviejo y Carrizal, lo cual no es cierto. Revivir las balsas no solo perenniza una tradición cultural, sino que sigue siendo una alternativa de comercialización y desarrollo para las poblaciones que están en las márgenes de ambos ríos. Las balsas surcan las aguas y el corazón de un pueblo que se niega a olvidar sus raíces, navegando siempre hacia un futuro lleno de promesas.
Me llamo Lorenzo Parrales y vivo en Crucita. A decir verdad, soy bien vago (o tengo tiempo de sobra) y me gusta recorrer, a pie o en bicicleta, toda la zona de esta tierra mía que llevo en el corazón.
Ahora estoy sentado en una roca, mirando por enésima vez cómo se encuentran el río y el mar. Es el océano que asombró a Balboa. Es el río que vieron los conquistadores españoles antes de fundar Portoviejo.
¿Cuántas veces se habrá producido este encuentro? No lo sé, pero lo que sí sé es que es un amor para siempre. Este par se besa eternamente, y hay temporadas en que se besa más, se revuelca, se estruja.
Según se me va ocurriendo, me he preguntado también por qué emigran los pájaros, por qué son tan camelladoras las hormigas, por qué las moscas no se cansan de molestar…
Y aunque todo tiene un por qué, ante mis insistentes preguntas, mis amigos dicen que soy inteligente y torpe, porque tengo ideas geniales o pensamientos tontos al mismo tiempo. Cosas de no tener qué hacer.
Hay un cruce de pececillos por aquí. El que viene por el río encuentra agua salada y el que arriba con las olas encuentra dizque agua dulce. Los científicos, que todo lo sapean, comentan que ambos mueren inevitablemente, porque ingresan a territorios donde el metabolismo de cada cual se deteriora.
Da pena por los pececillos que así terminan, pero lo realmente trascendente y excitante es ver a dos aguas que se encuentran, se revuelcan y tienen, como diría un poeta machón, un intenso orgasmo de espumas. El más entrador es el río, que no tiene marcha atrás porque el torrente va en una sola dirección.
Pero eso cambia cuando el río se encabrita o es sacudido por excesos de lluvias provocados por los fenómenos climáticos. Allí la cosa se pone acuáticamente fea. Es como sipelearan con todo este par de tórtolos. ¿Han notado lo poeta que soy?
En mis varios recorridos, por aquí cerca, en el camino a la comunidad de Correagua, me encontré con un pequeño negocio de comidas, cuya especialidad es el meloso de pato. Sé que por este sector se ha vuelto atractiva la crianza de este animal y varias personas se dedican a la anacultura.
Este meloso, que me recuerda a la melosa de mi mujer, se va haciendo conocer cada vez más. Empecé a cucharear y me encontré con una comida que vale la pena deglutir.
No hay que olvidar que el estómago tiene derecho a recibir cosas nuevas y buenas, y el meloso ya está en la lista de ofertas de varios restaurantes. La camarera me explicó los pasos de la preparación, pero prefiero no decirlos para que los próximos clientes no pierdan la sorpresa del cuchicheo. Eso sí, aseguro que está de chuparse los dedos sin usar servilleta.
También estuve por aquí cerca, ya casi en la zona de Rocafuerte y parte de Charapotó. Ingresé a un arrozal recién sembrado, con el permiso del dueño, claro, y de los perros que ladraban hasta por si acaso.
El sembrador me indicó que su arroz es orgánico, que no usa matamalezas ni mata esperanza ni mata vida, que todo es sanito. Hasta ahora tiene asegurada la venta, pero dice que la producción va en aumento, porque el asunto de los pesticidas tiene preocupado a los médicos y a los habitantes de las comunidades.
La siembra es manual, pero la cosecha utiliza tecnología. Este procedimiento híbrido mejora el prestigio del producto. Toda esta zona es rica en agricultura.
Antes de bajarme de la piedra, veo a lo lejos las aves que vuelan sobre los manglares. El encuentro de aguas produce estos paisajes maravillosos. Los manglares son como laboratorios donde muchas especies cumplen ciclos de renovación. Entre esas ramas alargadas y fantasmales yace la vida. Es un hábitat que defender con uñas y dientes.
Me llamo Lorenzo Parrales, pero podría llamarme Jacinto Posligua, Tarquino Mendoza, Agapito Cedeño, Jonás Cañarte, Martes Trece Santana. No importa el nombre, importa la nobleza de querer y cuidar este reducto entre el mar de Balboa y el río Portoviejo, que pertenece a todos. De seguro mañana vendré de nuevo. Ya les dije que tiempo es lo que me sobra.