Portadores de conocimientos

COMIENDO DE LA MISMA OLLA

Las sociedades de nuestros tataratataratataratatarabuelos, fueron culinariamente comunitarias. Esto nació espontáneamente de la necesidad de estar juntos a la hora de conseguir los alimentos y consumirlos. Era otro nivel.

En nuestro tiempo, el concepto cambió. La comida comunitaria es ahora cuando un grupo de personas se reúne para planificar, cocinar y servir alimentos a todos, independientemente de las castas, religiones y estatus. Es un acto que integra, pero no es permanente, como antaño.

Los colectivos crecieron, el concepto de servir se segmentó, se hizo grupal, pasó a familiar y finalmente, a individual y bien guácharo.

Hoy ese comunitarismo se refleja parcialmente, y quizá por circunstancias inesperadas y a veces penosas. Por ejemplo, en la guerra, donde grandes pelotones quedan a veces aislados y sus integrantes deben distribuir para todos las provisiones que consiguen.

Este acto colectivo también puede ser representado en los asilos, en un pueblo de no contactados o en una concentración de civiles desplazados.

En Manabí, las cocinas comunitarias se dan en festividades o concentraciones de familias que tienen objetivos parecidos. Aunque son temporales, porque después de la fiesta, el comunitarismo termina.

En los alrededores de Las Gilces, en Crucita, cuando se celebran las festividades de San Pedro y San Pablo, que es común a muchos pueblos de la región y se realiza en junio, existen las llamadas cocinas comunitarias. Me uno a la fiesta con entusiasmo, de punta en blanco, y me voy para el patio de la casa de doña Juanita Alcívar.

Ahí tienen una enorme cocina, con ocho hornos de leña, que en las festividades nos dan de comer a cientos de comensales en un derroche de generosidad de los gabinetes de blancos y negros. No falta, claro, un currincho que siempre adorna el alma y así empezamos.

Van llegando del océano, a donde han ido en al menos 50 embarcaciones a celebrar, pasear a los santitos y agradecer.

Pareciera que los santitos miraran asombrados, toda la ceremonia que se desarrolla en el mar. Unos mantienen intacto el vestido que mandaron confeccionar para la ocasión. A otros, el traje ya se les ajó y ensució. Pero todos, hombres y mujeres, están felices. Yo sigo bien pintero, como debe de ser.

Es un encanto ver cómo crepitan los fogones y salen de allí los plátanos asados, el arroz con cocolón, la menestra de yuca, la torta de maíz, el peje asado o la gallina criolla en estofado y otro montón de platos más. La gente grita y bebe, mientras las maravillas gastronómicas circulan por aquí y más allá. Y a toda la algarabía, vamos con otro traguito para seguir oyendo las historias que se van armando y estar cerca de los aromas de los manjares en cocción.

Ya emocionado -y les diré, un poco beodo- voy con los gritos de “todos a mover las mandíbulas, nadie se queda sin comer, carajo, viva Crucita, vivan los santos, vivan Las Gilces, arriba los gabinetes, el que no baila es un amargado”.

Y nadie quiere ser amargado. Bailan el papá y la mamá, la mamá con el padrino, madrinas y ahijados. Después mueven el esqueleto los presidentes y los ministros, el viejito con la viejita ¡Arréjuntele, compadre! Los jóvenes intercambian pasos, vaciles y besos. Y a este son nacerán nuevos hijos comunitarios. No falta el jachudo que entre currincho y caña ya se puso necio.

Es una manera un poco heterodoxa de expresar por igual las voracidades y las saciedades del ser humano. Son comunitarios por creer, por placer y por joder. Porque son amigos y se quieren con el alma. Porque, aunque tengan diferentes apellidos, la pachanga no solo los convierte en panas sino en familiares.

Para cuando termina el jolgorio, ya cansados y mareados, empieza el retorno a cada hogar. Decidido, me quedo hasta el final para ayudar a las cocineras en el rito del apagado de los fogones. Vuelan las cenizas. La cocina se duerme lentamente y queda listecita para cuando se presente una nueva oportunidad.

“Las fiestas y el trago y la comida también nos mantienen unidos. Ahora vamos de salida, hip, para volver a entrar después. Que me guarden los fogones porque regresaremos, hip. Para eso somos parceros, hip”.

No queda más que decir que la felicidad de estar vivos nos una siempre, no solo para comer de una misma olla, sino para perseguir juntos unos mismos objetivos. Sí señor, hip. Así avanzo hasta mi puerta en que las llaves me bailan en las manos hasta que encuentro la precisa para entrar al fin luego de la deliciosa jornada.

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