Portadores de conocimientos

UN AMOR ENTRE AGUAS

Me llamo Lorenzo Parrales y vivo en Crucita. A decir verdad, soy bien vago (o tengo tiempo de sobra) y me gusta recorrer, a pie o en bicicleta, toda la zona de esta tierra mía que llevo en el corazón.

Ahora estoy sentado en una roca, mirando por enésima vez cómo se encuentran el río y el mar. Es el océano que asombró a Balboa. Es el río que vieron los conquistadores españoles antes de fundar Portoviejo.

¿Cuántas veces se habrá producido este encuentro? No lo sé, pero lo que sí sé es que es un amor para siempre. Este par se besa eternamente, y hay temporadas en que se besa más, se revuelca, se estruja.

Según se me va ocurriendo, me he preguntado también por qué emigran los pájaros, por qué son tan camelladoras las hormigas, por qué las moscas no se cansan de molestar…
Y aunque todo tiene un por qué, ante mis insistentes preguntas, mis amigos dicen que soy inteligente y torpe, porque tengo ideas geniales o pensamientos tontos al mismo tiempo. Cosas de no tener qué hacer.

Hay un cruce de pececillos por aquí. El que viene por el río encuentra agua salada y el que arriba con las olas encuentra dizque agua dulce. Los científicos, que todo lo sapean, comentan que ambos mueren inevitablemente, porque ingresan a territorios donde el metabolismo de cada cual se deteriora.

Da pena por los pececillos que así terminan, pero lo realmente trascendente y excitante es ver a dos aguas que se encuentran, se revuelcan y tienen, como diría un poeta machón, un intenso orgasmo de espumas. El más entrador es el río, que no tiene marcha atrás porque el torrente va en una sola dirección.

Pero eso cambia cuando el río se encabrita o es sacudido por excesos de lluvias provocados por los fenómenos climáticos. Allí la cosa se pone acuáticamente fea. Es como sipelearan con todo este par de tórtolos. ¿Han notado lo poeta que soy?

En mis varios recorridos, por aquí cerca, en el camino a la comunidad de Correagua, me encontré con un pequeño negocio de comidas, cuya especialidad es el meloso de pato. Sé que por este sector se ha vuelto atractiva la crianza de este animal y varias personas se dedican a la anacultura.

Este meloso, que me recuerda a la melosa de mi mujer, se va haciendo conocer cada vez más. Empecé a cucharear y me encontré con una comida que vale la pena deglutir.

No hay que olvidar que el estómago tiene derecho a recibir cosas nuevas y buenas, y el meloso ya está en la lista de ofertas de varios restaurantes. La camarera me explicó los pasos de la preparación, pero prefiero no decirlos para que los próximos clientes no pierdan la sorpresa del cuchicheo. Eso sí, aseguro que está de chuparse los dedos sin usar servilleta.

También estuve por aquí cerca, ya casi en la zona de Rocafuerte y parte de Charapotó. Ingresé a un arrozal recién sembrado, con el permiso del dueño, claro, y de los perros que ladraban hasta por si acaso.

El sembrador me indicó que su arroz es orgánico, que no usa matamalezas ni mata esperanza ni mata vida, que todo es sanito. Hasta ahora tiene asegurada la venta, pero dice que la producción va en aumento, porque el asunto de los pesticidas tiene preocupado a los médicos y a los habitantes de las comunidades.

La siembra es manual, pero la cosecha utiliza tecnología. Este procedimiento híbrido mejora el prestigio del producto. Toda esta zona es rica en agricultura.

Antes de bajarme de la piedra, veo a lo lejos las aves que vuelan sobre los manglares. El encuentro de aguas produce estos paisajes maravillosos. Los manglares son como laboratorios donde muchas especies cumplen ciclos de renovación. Entre esas ramas alargadas y fantasmales yace la vida. Es un hábitat que defender con uñas y dientes.

Me llamo Lorenzo Parrales, pero podría llamarme Jacinto Posligua, Tarquino Mendoza, Agapito Cedeño, Jonás Cañarte, Martes Trece Santana. No importa el nombre, importa la nobleza de querer y cuidar este reducto entre el mar de Balboa y el río Portoviejo, que pertenece a todos. De seguro mañana vendré de nuevo. Ya les dije que tiempo es lo que me sobra.

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